Mirarnos al espejo. Ser miradxs mientras nos miramos al espejo. Saber que somos miradxs en ese ininterrumpido esfuerzo por controlar la imagen que emitimos de nosotrxs mismxs. Mirar al otrx mientras se sabe miradx. Mirar al otrx en ese ininterrumpido y casi siempre tenso esfuerzo por producir una versión oficial de sí mismx. Y de pronto el horror, lo insoportable… En fin, las redes sociales… la experiencia extraña del cuerpo allí atravesado por esa urgencia que parece gritar mírame, léeme, dame.
El cuerpo del escritor venezolano Willy McKey se estrelló contra el suelo de La Recoleta en Buenos Aires, luego de que decidiera tirarse del noveno piso de la casa de una amiga suya, apenas un día después de admitir en sus redes sociales que era culpable de haber abusado sexualmente de una chica de dieciséis años. “He cometido estupro”, dijo textualmente. Yo no lo seguía ni lo tenía entre mis contactos, tan solo teníamos en común que los dos estudiamos en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela en la misma época, con todo lo que eso significa solo para los que sabemos lo que eso significa.
Mckey fue acusado vía Twitter, por una joven ahora de veintiún años, a raíz de un hecho acontecido hace cuatro o cinco. Inmediata y simultáneamente, distintos amigxs de la escuela comenzaron a reenviarme primero el link de la denuncia, luego de sus respuestas, unas horas más tarde las reacciones, y finalmente la noticia del suicidio. Fuimos haciendo juntxs, casi en tiempo real y WhatsApp mediante, un seguimiento del evento virtual (¿virtual?) que se desarrollaba desgarrado y mórbido ante la mirada conectadísima del público twittero e instagramero.
La razón por la que McKey y yo nunca fuimos amigxs era fundamentalmente política. Nunca hablé con él, apenas tengo vagos recuerdos suyos en el pasillo de la universidad, pero supongo que lo consideraba adversario porque estábamos en bandos políticos opuestos. Dicen que le escribía los discursos a Juan Guaidó. Sin embargo, no me alegró que lo acusaran. Yo venía cuestionándome, en tanto feminista, por los límites del escrache en redes como estrategia para visibilizar casos de violencia ante la ineficacia de los sistemas judiciales en Latinoamérica. En los últimos dos años me había tocado acompañar a varios amigos denunciados falsa, injusta o ambiguamente. Panas que en consecuencia habían sufrido graves daños en su salud mental, cuando no se les había arruinado casi por completo la vida. Me venía y me vengo preguntando por los derroteros punitvistas y moralistas del feminismo; por la manera como algunas mujeres denuncian cosas como “falta de responsabilidad sexo-afectiva” para tramitar el desamor y la infidelidad al final de una relación; por la indistinción entre un desubicado, un baboso, un abusador y un violador: de repente, son violadores todos. “El violador eres tú”, la frase que viralizaron las feministas chilenas del colectivo Las Tesis, mientras señalaban con el dedo la oficina de los carabineros que habían agredido sexualmente a lxs manifestantes de octubre de 2019, parece haberse instalado en nuestros inconscientes peligrosamente descontextualizada, y pegajosa como un eslogan publicitario.
La denuncia contra McKey inicialmente me pareció bastante sólida. La joven que lo acusó creó una cuenta de Twitter para proteger su identidad bajo el seudónimo “Pía”. Los eventos que narra ocurrieron cuando ella tenía entre quince y dieciséis años y McKey treinta y seis. Su relato se sostiene en capturas de pantalla de chats que mantuvo con el escritor, en los que él despliega largamente toda su florida perorata literaria para seducirla. En estos intercambios ella responde siempre muy brevemente, mientras se prepara para un partido de fútbol o trata de prestar atención a una de sus clases de escuela secundaria. La desigualdad entre ellxs es innegable. Finalmente Pía le hace el juego a McKey, accede, y termina dirigiéndose al domicilio del escritor caraqueño en un par de ocasiones. Es allí donde tienen lugar los encuentros sexuales que ella relata como traumáticos. Si se trata de un consentimiento libre e informado, para mí resulta una pregunta tan difícil de responder como qué cosa es la libertad misma.
Mis amigxs y yo leemos y comentamos estos chats: “¿Viste lo de McKey?”. En privado podemos plantear hipótesis que en público están prohibidas. Una manera de leerlo es que, en el contexto particular de una Venezuela precarizada, un hombre abusador ofrece dar acceso al campo cultural al que pertenece, a una adolescente talentosa que, según sus propias palabras, “se moría por formar parte” de esa movida. A cambio le pide primero sus nudes, y luego sexo en carne y hueso. Parece que las promesas de Mckey quedan incumplidas. Pero lo que él se juega no es poco, y el poder no es unidireccional: deja registro de sus masturbaciones verbales, y se hace vulnerable, exponiéndose a las capturas de pantalla que efectivamente ella tomó. Pareciera que no ignora que lo que hace está penado por la ley y es peligroso, pero al mismo tiempo sueña desfasadamente con que ha conseguido una compañera permisiva y silenciosa para su juego. En uno de los soliloquios más perturbadores, McKey le expone a Pía una teoría sobre la complicidad, en mensajes continuos entre las 12:14 y las 12:24 de la madrugada:
Los cómplices son superhéroes de lo humano. Se trata de personas capaces de entender nuestra locura, nuestras singularidades y nuestros defectos sin permitirnos la tristeza. Es decir: dándole lugar al placer. Pero un cómplice no es ni un amigo, ni una pareja ni un amante. Mucho menos un familiar. Un cómplice es todo eso y más, con la maravilla del silencio a nuestro servicio. No juzga, pero puede juzgar cuando quiera. No desea, pero puede desear cuando sea. No se adueña, pero puede adueñarse cuando sea. Son personas que decidimos poner cerca de nuestra vida porque se convierten en lugares de refugio. Son espacios donde reír, estallar de la risa, emborracharse o estallar en orgasmos. Es válido, y sobre todo, es seguro (…) ¿Me sigues la idea?
Pía le responde a las 12:25: “Te la sigo agarradita de la mano mirando hacia donde pisamos”. Varias frases en este fragmento me quedan resonando: “la maravilla del silencio a nuestro servicio”, el ideal de cómplice que “no desea, pero puede desear cuando sea”… ¿Es ingenuo McKey? ¿Confía demasiado? Y la respuesta de ella, ¿es dulce y condescendiente o desdeñosa y cínica? Quienes seguíamos la noticia no podíamos deshacernos de la sensación morbosa e incómoda de estar inmiscuyéndonos en un intercambio privado que se hacía público, y muchxs con la necesidad de formarnos un juicio, no podíamos parar de leer. Eso teníamos: la necesidad de juzgar, y era lo que nos mantenía pegados a las pantallas. Esa necesidad no me abandona hasta ahora. Supongo que sí había un delito, pero me pregunto insistentemente de qué gravedad. Y más importante aún: por qué en las redes sentimos tan intensamente esa urgencia por determinarlo.
Por lo demás, a mí personalmente se me hacía inevitable pensar en mi propia historia, en la adolescente que fui, en los vínculos amorosos y sexuales que tuve entre los quince y los veinte años con hombres entre ocho y quince años mayores que yo, y que ocupaban posiciones de poder. Me pregunto si pesaba más cuánto me gustaban o cuánto me gustaba gustarles (¿me gustaba o lo necesitaba?), y qué cosa se ilumina cuando intento aislar así esa diferencia. Revisito esas relaciones desde que me identifico como feminista (hace unos quince años) y honestamente hoy no me considero víctima de nada. Esa etiqueta no me sirve, no tiene por qué servir siempre y no controlo el tiempo que se puede quedar adherida a mi frente. Sin duda fueron vínculos complicados en los que yo ignoraba la dimensión de lo que ponía en juego, pero tenía opciones y por algo los propicié y los elegí. Ahora tengo clara conciencia tanto de lo que me costaron como de lo que obtuve. De todas formas, es obvio que cada caso es singular y por eso es tan complejo legislar sobre estos temas.
Según las abogadas feministas expertas, que opinaron al calor de la noticia, el margen delictivo en una relación con una persona adolescente comienza cuando la diferencia de edad alcanza los diez años, y McKey era veinte años mayor que Pía. Si ella hubiera tenido dos años más, esa diferencia no habría importado ante la ley, pero no los tenía.
“A confesión de parte, relevo de pruebas”, decíamos mis amigxs y yo cuando surgían dudas. Sí, pero también había que pensar que la lógica del #MeToo no admite instancias de apelación: denuncia y condena son una y la misma cosa. Él seguramente habría calculado que no tenía caso defenderse.
Ese día las redes de McKey no tardaron en explotar. Mucha gente con urgencia de pronunciarse y cuanto antes mejor. Culpable, violador: era el veredicto de la mayoría abrumadora. Sus conocidxs, sus compañerxs de trabajo, gremios, partidos políticos, personalidades, el fiscal general de la república. En unas horas lo botaron de la revista Prodavinci, de la cual era miembro fundador; la asociación Autores Venezolanos anunció que revisaría la posibilidad legal de retirarle un premio de poesía que había ganado en 2016; corría el riesgo de ser extraditado y enfrentar quién sabe cuántos años de cárcel; y un buen grupo de sus noventa y ocho mil seguidorxs en Twitter, y treinta y nueve mil seguidorxs en Instagram, hacía un feroz escándalo en su contra. La condena venía desde todas las direcciones posibles.
McKey –que se describía a sí mismo como “semiólogo político” y daba lecciones sobre estrategia en redes sociales– comenzó a emitir comunicados compulsivamente. Yo los leí en desorden. El primero que encontré me pareció relativamente sensato, aunque innecesariamente largo. Allí admitía que había cometido “estupro”, se disculpaba con Pía y también con su pareja. “Sabré hacerme cargo de las consecuencias de este hecho”, dijo. “Bueno, tiene la intención, podría hacerse cargo, ojalá lo haga en verdad”, pensé. Se tomó la molestia de hacer un pequeño diseño gráfico para una especie de imagen de portada que acompañaba los textos. Eran demasiados: tres en total. Para dos de ellos eligió un fondo violeta, apropiándose de un color asociado históricamente al feminismo. Mis amigxs y yo los leímos ya con mucha pena ajena. McKey trataba de demostrar frenéticamente su conciencia sobre la violencia de género, su disposición a revisarse, su aceptación anticipada de las razones por las que su entorno le daría la espalda. Seguía el guion que corresponde a los acusados con una torpeza inaudita. Dijo cosas como que pondría sus herramientas a la orden para que Pía accediera a especialistas y pudiera atender las secuelas del episodio; que apoyaba al movimiento #MeToo; que daría su testimonio para ayudar a visibilizar estas prácticas normalizadas; que él había intentado deconstruirse. “Que se calle”, pensábamos todxs. Pero su mal disfrazada fantasía de que podía seguir bajando línea y dirigir el discurso de su propia cancelación parecía incontenible. Leí eso como síntoma doloroso de un narcisismo a punto de alcanzar la disociación y empaticé con ese rasgo.
La gente comenzó a condenar no ya los hechos con Pía, sino la desfachatez de estos lamentables posts. “Sin duda eres un estratega, pero este no es el momento para demostrarlo”, le dijo, por ejemplo, la marketinera digital Verónika Ruiz del Vizo, en un hilo de Twitter que fácilmente ponía en evidencia cómo se veían las costuras de estos comunicados.
La tarde siguiente, mi amiga Nana –compañera de la misma Escuela de Letras– vino a visitarme. McKey fue el tema número uno de nuestra conversación. Su último post en Twitter no pintaba nada bien: “No sean esto. / Crece adentro y te mata. / Perdón”. El avatar de Willy ya había muerto. Nana había llegado a mi casa hacía quince minutos cuando vio su celular y palideció, se puso a llorar de inmediato y me dijo: “Marica, se mató”. Versiones que tardaron menos de media hora en confirmarse. Sí: se mató. Nana y yo bebimos por Willy, a quien ninguna de las dos quería especialmente. “Coñoelamadre, pero ¿era para tanto?”. Esto era demasiado duro y real.
Apartando todos los factores de su vida personal a los que por suerte nunca tendremos acceso, hay suficientes elementos en el texto para suponer que quizá lo que se le hizo insoportable fue seguir viviendo sin ese avatar, sin el control de la imagen desbaratada de sí que proyectó mientras se sabía hiper-mirado. Su reflejo estaba hecho trizas, y es como si –al menos en parte– él hubiera necesitado hacerse trizas tras él. Entre nosotrxs y ese reflejo, ¿hay realmente una diferencia? Creo que la historia de Willy nos alerta sobre el peligro de esa indistinción. Supongo que se trata de un peligro tan viejo como el mito de narciso, y que cada época lo habrá sufrido con el tinte específico de sus correspondientes tecnologías de representación, pero en la nuestra parece más inminente por la omnipresencia de estas redes. No lograré elaborar aquí dónde reside exactamente el horror particular que ellas añaden, pero sin duda es horrible.
Recuerdo que en aquellos años en que estudiábamos Letras, cuando comenzaba a llegar el internet a los hogares de la clase media caraqueña, el profesor de un curso llamado “Literatura y Vida” nos dijo en una clase: “¿Qué es eso de «la red»? ¡Cuidado! Yo no me meto allí. El mismo nombre nos está diciendo que vamos a ser capturados como peces”.
Ese día del suicidio de Willy yo hice un post apresurado en mi Facebook, ya con unas cervezas encima. No pude contenerme. Me interrogué por el escrache y subrayé la clave trágica del rol que McKey encarnó. El comentario me costó una semana de tensas discusiones, sobre todo con amigas feministas con quienes he militado durante años, que al unísono remarcaban la importancia de apoyar a Pía, en desmedro de cualquier otra pregunta o eje de análisis. Hoy releo esas discusiones y me doy cuenta de que en esencia pude disentir, pero también dije algunas cosas desequilibradas hacia cualquier lado, de las que no estaba tan segura, quizá por miedo a ser señalada y cancelada también. ¿Pero por qué sentí esa compulsión de opinar tan pronto?
“Una muerte que se pudo evitar”, pensábamos la Nana y yo, y otrxs compañerxs con quienes seguíamos chateando. “¿No tenía acaso un círculo de contención? ¿Un amigx que lo convenciera y le dijera «marico cierra esa vaina y vete de vacaciones»?”. Pensábamos en toda esa gente que lo ensalzó, lo premió, lo propulsó a la fama porque les era útil, le dio financiamiento y cancha mientras servía a sus objetivos, y luego se desmarcó tan fácilmente de él. Así como lo montaron, lo bajaron. Pero claro, solo él era responsable de sus acciones y elecciones, de haber hecho el tipo de pacto mortífero que hizo con sus redes, y sobre todo solo él era responsable de su suicidio. Esto es una obviedad, pero dado el estado de cosas, toca remarcarla para insistir en que no se trata de culpar a Pía.
Pía hizo lo que tenía que hacer, según la lógica de esta vertiente del feminismo cada vez más dominante y estridente. No pongo en duda la veracidad de su testimonio, apunto solamente que la manera en la que recupera, narra y publica su experiencia está organizada por un marco de referencia muy predeterminado: casi una plantilla. Es una clave, como podría haber otras, pero esta que ella eligió se siente cada vez más como un imperativo, y de hecho, es parte de “una ola”.
Mis amigas nunca me presionaron para contar la historia pero se morían por que el momento llegara. Ver su ira y su indignación fue uno de los impulsos más importantes. Hago esto para honrar su rabia.
Dijo Pía en uno de sus últimos tuits.
El eslogan de “lo personal es político” parece imperativamente confundido con una necesidad de que lo privado se haga público. ¿Qué ganamos las mujeres con denunciar así por redes? Me pregunté esto cuando, a los pocos días, un doliente inescrupuloso de McKey creó una nueva cuenta de Twitter solo para desclasificar la identidad de Pía, con nombre y apellido, y poner en cuestión su testimonio. Me pregunto si el movimiento que invita a las mujeres a denunciar este tipo de abusos alerta suficientemente sobre las consecuencias que podemos enfrentar. La chica que usó el pseudónimo de Pía tuvo que cerrar todas sus redes y quedó silenciada en esos espacios. ¿De qué manera eso le conviene a ella? ¿Nos estamos inmolando por una causa colectiva? ¿Tenemos conciencia de ello?
Al mismo tiempo, no tiene caso negar que esta ola de denuncias sobre abusos y violaciones, con todos sus problemas, sí sirvió para visibilizar casos muy contundentes, poner en evidencia el estado de la cuestión y exigir justicia. ¿Pero, es la denuncia en redes la única alternativa o podemos pensar en otras formas de tramitar la violencia sexual en sus distintos niveles? ¿Estamos denunciando porque sentimos que es obligatorio o porque obtenemos alguna suerte de reparación o provecho? Y cuando consentimos a encuentros sexuales bajo circunstancias dudosas o ambiguas, ¿nos conviene etiquetarnos como víctimas absolutas? ¿Siempre que haya lugar a dudas quedamos eximidas del trabajo personal de ubicar nuestra propia responsabilidad? Espero que no… “Lo otro del escrache no es el silencio”, dice la psicoanalista argentina Alejandra Kohan:
Si de lo que se trata es de no callarse, hablar no tiene por qué hacerse públicamente bajo la forma del escrache. Hay muchísimas mujeres que no quieren hablar de esa manera. No hay por qué obligarlas. Hay que seguir generando y pensando espacios en donde ese decir pueda alojarse, pero la alternativa al escrache no es el silencio, eso es una falacia.
El caso de McKey se complicó cuando el fiscal general de Venezuela publicó un fragmento de un show transmitido en streaming por YouTube, donde el escritor aparecía, con otros dos personajes de la farándula caraqueña, diciendo una sarta de barbaridades explícitamente misóginas en público, como si estuvieran en la sala de una de sus casas.
Pero en aras de no hacer el cuento más largo, diré que la historia para mí termina con una búsqueda en Google: me dediqué unos días a investigar más sobre McKey, para tratar de saber un poco quién era. En principio conseguí que era buen poeta, y me llamó la atención su libro Paisajeno, un proyecto transmedia que combinaba poesía con cómic y un blog, cuyo lanzamiento estuvo atravesado por un intenso diálogo con sus lectores a través de un hashtag de Twitter. Esto me confirma que las redes ocupaban un lugar verdaderamente crucial en su vida y en su obra.
En YouTube, cuando lo conseguí tratando de dar cátedra sobre estrategia política, me resultó bastante arrogante y antipático, pero de pronto me topé con una entrevista distinta que le hizo la actriz y presentadora venezolana Ana María Simon, un poco menos de un año antes de su suicidio. Me pareció lindísima porque eran amigxs, y esa intimidad se trasluce en el intercambio. En el minuto 31:04, McKey le dice a Simon:
Mi mamá era muy jovencita cuando me tuvo, bastante jovencita (…) Como mi mamá y yo nos llevamos 15 años y a veces 16, también tenemos una relación fraterna muy divertida.
Esto me dejó impactada. No era en lo absoluto un dato menor. Comencé a buscar entonces en su obra cualquier cosa sobre su padre, y la conseguí de inmediato en una entrada de Prodavinci titulada Acero:
Nací el once de septiembre de mil novecientos ochenta y él nació el diez de septiembre de mil novecientos cincuenta y cuatro. Nuestra diferencia era de veintiséis años y un día. Cada vez que necesito precisar nuestras edades en algún momento de nuestro tiempo común, casi siempre con la intención de ubicar alguna anécdota, hago cálculos redondos. Por ejemplo: la primera vez que vimos una película juntos yo tenía cinco años de edad y él treinta y uno.
Me llamó la atención esa obsesión por el cálculo de la diferencia de edad, que insiste en varias partes del relato. Saqué la cuenta de que el papá de McKey le llevaba once años a su mamá, quien era una adolescente cuando lo tuvo. Más adelante en el texto se revela que este hombre no era su padre biológico, sino que apareció en su vida cuando él tenía tres años y su mamá dieciocho. No me parece descabellado especular que la pregunta sobre la sexualidad y el consentimiento de su madre adolescente –que en el fondo era la pregunta por la legitimidad de su propia existencia– quizás acompañaría a Willy durante toda su vida, y encuentro sintomático que el tópico reapareciera así, como una especie de destino ineludible que lo llevó a la muerte. Tampoco se trata de intentar justificarlo a partir de esto, pero sí de invitar a leer lo que creo que merece ser leído.
Gracias Tati, no sabía que necesitaba leer esto.
Gracias por esto Tati.
Gracias. Sea la palabra equilibrada. Sea (…)
¡Gracias! Me encontré en tus palabras de principio a fin.
Hola Tati, disculpa pero la verdad no me queda claro a qué conclusión quieres llegar? Siento que es un texto ambigüo donde solo expones ideas sobre el tema pero no aclaras del todo qué es lo que quieres decir, qué estuvo mal: la violación justificada por la experiencia de vida de WM? hacer pública la denuncia por parte de Pía? No entendí.
El equlibrio y la lucidez de intentar un camino medio, entendiendo que no solo hay victimas y victimarios, -que en estas historias todos salen dañados- y la necesidad de otros escenarios en que se promuevan dialogos, que conviertan el dolor en enseñanzas es invalorable, gracias
Un dicernimiento necesario que humaniza. Maravilla de escrito. Gracias
Gracias por esta opinión valiente. Verdaderamente “Una muerte que se pudo evitar”, No era su amiga, era más bien su contendora, enfrenté muchas algunas de sus opiniones, pero no se merecía esa vendetta pendeja, que terminó en asesinato, un suicidio inducido.
Gracias por tu honestidad y tu análisis racional y equilibrado.
A Navokov nadie lo linchó,y «Pía» pensó que saldría ganando y le arrancaron la máscara.
gracias
El escrache en las redes es como las “cayapas” o linchamientos de toda la vida en las que lo menos que importa es si la persona fue demostrada culpable. Simplemente pareciera que se necesita algo o alguien en quien descargar toda esa violencia (contenida?). Y así estoy segura han pagado muchos inocentes.
La diferencia con las redes es que el impacto es mayor y tiene más alcance. Entonces es una MEGA LINCHAMIENTO. Y cómo tú bien señalas además de eso el ataque es hacia la propia identidad construida en redes y esto ya involucra una cuestión existencial.
Lo interesante acá es que tú análisis es en torno primero al ser humano detrás de todo esto. Y es en el fondo lo que nos debería importar.
Grande Tatiana. Has dicho lo que muchas pensamos y no todas tenemos acceso a plataformas públicas.
Por mi nombre sabrás que también me gradué en la escuela de letras y también he militado por la causa feminista. Aunque no en Venezuela. Tengo un máster en problemas género encima y 15 años de lucha por los derechos civiles.
Describes una realidad del mundo intelectual/ académico, lo que llamábamos «culturoso» en nuestra época.
Yo tengo 15 años viviendo en Europa y el «me too» se vive aquí con un poco más de aplomo, tal y como lo describes tú.
Mckey sí tenía amigos, y lo intentamos contener. Era una bomba de relojería. No estaba solo. Así lo decidió. Y haya pasado lo haya pasado, no creo que la obra de nadie deba ser eliminada por los estragos que sus demonios hayan causado. Los humanos somos muy complicados.
Nota al margen: Hay evidencias de quien publicó las capturas de pantalla no fue «Pia» sino su hermana.
Mi opinion: hay una delgada linea entre la victimización y la infantilzacuon de la mujer. Lo que acabaría siendo un acto patriarcal.
Aceptar la sexualidad ejercida requiere valor. Y en retrospectiva pienso lo mismo que tú de la mía a esas edades. Yo estoy de acuerdo con tu reflexión.
Gracias por haber escrito esto.
Gracias.
Que texto tan humano. Gracias
Gracias en el alma por escribir y publicar esto. Primero recordar que somos humanos y luego lo demás. Fue una experiencia fuerte lo del «tribunal digital», y lo de McKey , como bien asevera, fue un espejo que se quebró, y a mí me pegó bastante, y entre todos, hay que propiciar espacios más humanos para la reflexión, y lo auténticamente humano, incluyendo la poesía. Saludos desde San Cristóbal, Venezuela.