Nada hacía suponer que un western rutinario, rodado en los secarrales del sur de España con un presupuesto ínfimo, catapultaría a la fama a su director y lanzaría la carrera de su semidesconocido protagonista hacia un estrellato que solo abandonaría para convertirse en leyenda –leyenda aún viva y en activo, por fortuna—. Seguramente, los propios Sergio Leone y Clint Eastwood fueron los más sorprendidos por la tremenda onda expansiva de Por un puñado de dólares.
Todo lo que vino después de ese título iniciático del spaghetti western pertenece al campo de lo improbable. Pero si hay que buscar una respuesta lógica a algo que pertenece a los indescifrables arcanos del arte, tal vez sea la obsesiva meticulosidad del realizador italiano –tan exasperante que Eastwood terminó por deshacer la dupla, a pesar del enorme éxito: el norteamericano fue coherente: en su faceta de director es famoso por rodar rápido y aseado, casi siempre por debajo del calendario y el presupuesto.
Sergio Leone se había empapado de los clásicos hasta metabolizarlos. A Akira Kurosawa lo saqueó sin piedad. Era una época propicia para el robo. En un mundo aún no interconectado, las películas, con suerte, se veían una sola vez. El atraco no fue perfecto: la productora de Kurosawa lo denunció por plagiar Yojimbo. Tuvo que ceder el quince por ciento de la recaudación mundial de Por un puñado… al japonés.
Más allá de latrocinios, Leone entregó una obra inclasificable que combinaba la desmitificación del western –la película era amoral, grasienta, sucia, polvorienta, preñada de rostros macilentos, sin afeitar y con la dentadura carcomida— con unos encuadres arrebatadores que alternaban primerísimos primeros planos con planos generales, a veces incluso dentro de la misma imagen. Todo ello narrado con una contenida ironía que confundía a la audiencia: ¿estaba viendo un drama o una comedia?, ¿aquello iba en serio o era una gigantesca burla?
El tándem Leone-Eastwood redoblaría la apuesta, con mayor éxito aún de crítica y público, en Por unos dólares más/La muerte tenía un precio, con el añadido de un Lee Van Cleef que también se abonó un año más tarde a tocar el cielo con El bueno, el malo y el feo, quintaesencia del estilo Leone. Eli Wallach completaría la triada que da título al filme.
El italiano dispuso de un presupuesto más holgado para contar la historia épica que tenía en su cabeza, aunque no se acercaba a los parámetros monetarios de Hollywood. Por ello, tuvo que volver a los paisajes españoles –los costes en la subdesarrollada España de los sesenta suponían un veinticinco por ciento de ahorro con respecto a Italia—. Además, contó con la generosísima ayuda de la dictadura de Franco: el ejército le construyó un puente (en realidad, dos: una confusión hizo que volaran el primero cuando las cámaras aún no estaban rodando); fabricó las miles de tumbas del cementerio donde culmina la película y prestó a sus soldados para ser utilizados como extras. Antes de anatemizar a Leone por blanquear el fascismo, conviene recordar que en unos días medio planeta estará animando a unos futbolistas que competirán en una tiranía absolutista, misógina y homófoba.
Todo lo que estaba presente en las dos primeras entregas se encuentra en El bueno, el malo y el feo en un modo superlativo. La cámara de Leone demostró moverse con igual soltura entre centenares de figurantes y escenarios grandiosos, a la vez que seguía firmando majestuosos primeros planos coreografiados con la música de un Ennio Morricone que definitivamente puso patas arribas el ecosistema de las bandas sonoras.
El alargamiento del tempo narrativo llega en El bueno… a su ejemplo más refinado. A Leone le interesaba más la liturgia de la violencia que esta en sí misma. Sabía que la acción elimina el suspense y, por tanto, la emoción. En sus películas no hay ensaladas de disparos, porque lo que importa es el proceso hasta llegar a ese tiro de gracia. El duelo final es el máximo ejemplo: cuatro minutos y medio y setenta planos silentes de los personajes en tensa espera que se resuelven con un solo disparo (en el cine mainstream de acción actual la proporción sería a la inversa; queda al criterio del espectador qué opción cinemática le seduce más). Para reforzar la sacralidad del enfrentamiento, sitúa a los duelistas en un cementerio travestido de arena de circo romano, solo que los espectadores no son abotargados patricios sino las miles de cruces que rodean el foso del camposanto. De la mística del lugar da idea el modesto pero emotivo documental Desenterrando Sad Hill, disponible en Netflix.
Frente al esquematismo de los caracteres de sus anteriores películas, más propio del comic que del cine, Leone introduce aquí a un personaje hasta ese momento inédito en su filmografía: Tuco, el feo del trío protagonista: un ladrón de poca monta, miserable y fanfarrón, codicioso, cobarde y traidor, canalla y mentiroso, pero invariablemente simpático y entrañable. A diferencia del laconismo que preside la galería de criaturas Leone, Tuco es verborreico y exagerado. Es la antítesis del hombre sin nombre Eastwood, el bueno, un solitario del que no se sabe ni de dónde viene ni hacia qué lugar se dirige ni cuáles son las motivaciones de su conducta. El director muestra su predilección por Tuco al otorgarle una historia, una trayectoria vital que explica su conducta, le confiere humanidad al concederle un pasado.
Cuando el filme se convierte en una buddy movie entre Tuco y el hombre sin nombre, Eli Wallach le roba todo el protagonismo a Clint Eastwood. La picardía del actor, criado en las zonas más duras del Brooklyn inmigrante, conectó de inmediato con la exuberancia mediterránea del realizador. Este le concedió carta blanca para construir el personaje. Posiblemente hubo mucho de celos en la negativa de Eastwood a seguir trabajando con Leone.
El bueno, el malo y el feo no es el mejor trabajo de Sergio Leone. Este honor le corresponde a Once Upon a Time in the West, facturada dos años después. Pero sin aquella no habría existido esta. El salto cualitativo que dio su cine fue inmenso. Once Upon a Time… no es solo uno de los grandes westerns de la historia, también es una de las películas más importantes de todos los tiempos, sin distinciones de géneros. Después llegaría la infravalorada pero muy recomendable Duck, You Sucker! y, tras un silencio de trece años, la monumental Once Upon a Time in America, destrozada en su momento por la jibarizada edición de la productora y elevada a los altares en la actualidad en su montaje final de casi cuatro horas: quizás se peca de radicalidad en ambos casos, es un filme un tanto irregular pero que contiene momentos de gran cine, en especial el segmento dedicado a la adolescencia de los mafiosos.No le dio tiempo a más. Su inmenso y vitalista corazón reventó a los sesenta años de edad. Dejó una carrera breve pero casi inmaculada: seis de sus siete largometrajes puntúan muy alto. El único borrón fue su primer encargo, El coloso de Rodas, un desganado péplum que dirigió apenas superada la treintena. Quizás la función de esa película era cimentar la leyenda, alimentada por crónicas como esta, de que nada hacía suponer el futuro que le esperaba a ese bisoño director que acompañado por un semidesconocido actor se dirigía a los secarrales del sur de España a rodar un western rutinario…