Le llaman la Puerta de Caracas y hace honor a su nombre. Cuentan que los habitantes originarios, pertecientes al conjunto de los indios caribes, transitaban una pica o sendero mentado “La Culebrilla”, vía natural que conectaba al Valle de Los Toromaymas a través de la montaña con el Mar Caribe. Una de las leyendas dice que los españoles a través de gestos señalaban la tierra que pisaban para preguntar a los indios cómo se llamaba el lugar; los indios al ver las manos que interrogaban con una lengua nada conocida, veían en el terreno la pira o yerba Caracas (como se le conoce hoy día) que ellos pronunciaban “caracara” y de allí el posible nombre de Caracas.
Los colonizadores aprovecharon esa pica y gracias a la esclavitud fue empedrado a partir del 1603, “bajo el palo implacable, del mayoral”, que después se conoció como el Camino de los españoles; pasados los siglos el Camino viejo de los españoles y que hoy mucha gente lo reivindica como el Camino de los Waraira, otros como el Camino de los toromaymas, recordando que fue forjado por los aborígenes, antes y después de la llegada accidental de Cristóbal Colón.
Ubicado al norte de la capital de Venezuela, la parroquia La Pastora es la antesala de la travesía hacia la majestuosa montaña. Antes de comenzar el recorrido, hay una especie de arco o puerta que da la bienvenida a un barrio tan colorido como las flores que pululan en el cerro. Varios murales colman las paredes de las casas que dan identidad y sentimiento a su gente. Al iniciar la caminata, a muy tempranas horas, con un clima despejado y levemente frío, no pudimos dar con algún vecino que nos hablara del sector.
Bajaban y subían algunos vehículos rústicos, pero la soledad del empedrado era más elocuente que su silencio, acompañado por el canto de pájaros y saltamontes. Los perros de varios tamaños nos advertían que transitamos por sus casas, pero no ladraban con rabia, más bien espetaban ser dueños del territorio exigiendo respeto. Escaleras y aceras, tanquillas viejas y carros casi chatarras en esa calle ascendente apostaban por mejores momentos. Muchas casas con viejas pinturas se conservan bien para los tiempos que corren.
Pasados los primeros mil metros, aparecen los verdores primigenios que son irrumpidos por rojas cayenas asediadas por los diminutos colibríes y abejorros negros como petróleo. Margaritas y mariposas negras-azafranosas hacen presencia, avispas y abejas en lados opuestos del camino se disputan los néctares y aromas de la mañana. Pequeñas lagartijas corren y se confunden con las ramas secas y las hojas caídas.
Un puesto de guardia aparece con el alba, la grama que le cobija es como limón picante. Varios carteles indican que es una parada obligada, al menos para descansar, ya que los militares al ver nuestra facha deportiva, fueron amables y no revisaron los morrales. Una casa que hace de oficina-posada del puesto de control merece una mirada admirada. Nos abastecieron de agua que proviene de un manantial cercano, líquido que a mi juicio no es insaboro ni inoloro, ya que debe existir un sabor y olor llamado “frescura”.
Ya saliendo del barrio-ciudad, entramos al barrio-montaña, un sector que se conoce como Sanchorquiz, que tiene una simpática capilla, que sirve de estación para los fieles que en semana santa hacen su viacrucis desde La Guaira. Las casas en los costados son tan hermosas como las plantas que conviven en sus patios. Aparecen nuevamente los caninos que ladran y ladran, a los cuales saludamos con silbidos y «holas» amigables. Casi todos asumieron la calma, pero con algo de desconfianza, ya que son guardianes de sus reinos.
Van más de dos mil metros de tránsito cuando observamos que varias piedras y sin ser arquélogos, percatamos que son “huellas del tiempo”. El ascenso culminó en una curva de polvo, y la caminata se hace larga y plana, mostrando que los caminos son destinos que se mueven en los pies. Burros y caballos aparecen, sin ningún jinete que les acompañe. Comen su pasto con parsimonia, ignoran nuestra presencia moviendo sus colas y dientes con su ritmo de rumiante.
Ya nos acercamos al objetivo, las ruinas de El Castillo Negro, un fortín que data de 1770. Una leve elevación nos recibe con un clima bondadoso, de sol ligero adornado con nubes grises, que cohabita con una cabaña de guardaparques en franco deterioro. Vandalizada por los dueños de lo ajeno y por el abandono de las autoridades del Parque Nacional Waraira Repano, todavía conserva su estructura que reprocha el cariño de una pronta restauración.
Para nuestra sorpresa, nos encontramos con una familia de senderistas, que arribaron al lugar una hora antes que nosotros. Una mujer blanca, de estatura mediana y contextura robusta, de cabello largo negro y como de 40 años que se presentó como Rebeca ya estaba recogiendo sus macundales para seguir deambulando por este paraíso celestial-terrenal. Honorio, alto, delgado, moreno claro y de escaso cabello, que supongo debe estar rondando los 50, todavía tiene ganas de quedarse sentado. Tres niños y cuatro niñas juegan al “escondido” con mangos y cambures en la mano, que indican el postre del desayuno (o quizás el desayuno como tal).
Honorio y Rebeca llevan uniformes de la milicia bolivariana, me comentaron que hacen ese paseo una o dos veces al mes por estos lares: «la mayor parte de la gente de Caracas se pierde este paraíso que no cuesta nada, es gratis como la lluvia que cae del cielo», pero que debe ser cuidado: «la gente viene y ensucia, contamina algo tan maravilloso, un regalo de Dios que no es apreciado» sentenció el miliciano. No quisieron ser fotografiados, sin embargo nos ofrecieron las frutas que aprovechamos para nuestra merienda. La despedida fue plácida y rápida.
El Castillo Negro, otrora la fortaleza contra piratas, corsarios y bandidos que se enfrentaban a los otros piratas, corsarios y bandidos que invadieron Caracas, mantiene sus cimientos y algunas paredes que testimonian su reconstrucción tardía, de lo que tiempo atrás fueron diezmadas por balas de cañón que intentaron repartirse el botín de estás tierras espectaculares.
Un pozo nos llenó de misterio. ¿Era una especie de fuente de agua o un almacén de armas y provisiones? Quizás ambas. Esas ruinas cuentan historias silenciosas, dan luces sobre la cercanía de tiempos remotos y nos preguntamos si alguno de nuestros ancestros pasearon por esos lares que disfrutamos en la compañía de los zamuros y querrequerres.
Cerca del mediodía, emprendimos la mirada hacia el cercano Fortín del Medio, que está a un kilómetro del Castillo Negro. Una elevación algo accidentada contrasta con el camino plano de seis kilómetros que nos llevó al primer puerto. Afortunadamente llevé una chaqueta deportiva que evitó que las “halapatrás” me pincharan la piel. Isabel no corrió con la misma suerte, así que las espinas le tatuaron su blanca piel con enrojecidas marcas.
En pleno ascenso, se pueden ver varias casas y sembradíos que parecen sacados de otro tiempo, paisaje que evoca suspiros, techos rojos que contrastan con paredes blancas, de piedras o ladrillos. Es uno de los poblados que quedan pendiente para otra visita. Llegando al terraplén, ruina que da testimonio de la existencia del Fortín del Medio, permite el lujo de ver en uno de sus costados el mar, sobre todo una vista parcial del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía. Pero las nubes de inmediato hicieron su entramado y se posicionaron sobre nuestro horizonte visual, por lo cual duró poco la “felicidad” de ver las aguas azules de salados sabores.
Y aunque parezca repentino, una súbita y helada brisa, nos indicó que podría arribar en cualquier momento, un cargamento copioso de agua del cielo. Pudimos disfrutar pasear en los alrededores del terraplén, pero de una vez embestimos hacia el Castillo Negro, ya que es el refugio más cercano para guarecer de cualquier tormenta. Imaginamos en el descenso, los sitios donde estaban los cañones y la torres de vigía. Un viaje en el tiempo en pasos de rapidez forzada.
Ya en el refugio, decidimos almorzar para recargar energías. Las arepas con queso y nata combinaron bien con el jugo de guayaba. Cambures y mangos remataron la provisión. Como el regreso supone varios kilómetros, decidimos dar descanso y emprender el regreso una media hora después, llueva o no llueva. Un rocío no tan leve, con inclinado viento hacia el este, marcó el inicio de una lluvia que a los diez minutos se mostró pasajera, así que pospusimos el inminente regreso. Unas guacharacas volaron hacia el sur y los zamuros aparecieron hacia el noreste. Fue tan rápido como sorprendente.
El regreso estuvo marcado por algo de fango marrón, en el horizonte del este, relámpagos y nubes negras despachaban aguaceros a kilómetros de distancia, eso nos tentó a apurar el paso, sin perder la vista al paisaje de retorno, que siempre regala detalles inesperados. Una curiosa gallina de color marrón picotea la tierra buscando lombrices y más allá sus cinco pollitos corren a sus alas. Pido permiso a los arbustos para llevarme unas flores de cayenas, que tienen como destino combatir algún insomnio que se presente.
El camino de los Waraira nos invita a volver, dejando un desafío futuro, llegar hasta Quenepe en la próxima oportunidad, donde el regreso será por La Guaira, para remembrar las otras leyendas que nos deleitan tanto como sus parajes y accidentados relieves. El sendero de los Toromaimas es una expedición a la emoción, una llamada a jugar con las leyendas, una estadía por el eterno retorno.