Yo no he practicado siempre la medicina, mierda de oficio. La frase de Céline llega sorpresivamente mientras me zampo una tortilla de papas, una coca-cola zero y espero que suene la aplicación del móvil con el próximo pedido. Estoy sentado en un banco frente a la Sagrada Familia a las diez de la mañana en las postrimerías del verano. No tengo ni idea por qué recuerdo ahora esta frase que Céline suelta al principio de Muerte a Crédito, pero me parece que si Céline hubiese trabajado de rider en Barcelona se habría replanteado su opinión. La idea no solo es estúpida sino frívola, lo acepto. Y sin embargo… tal vez me habría ido mejor si me hubiese quemado las pestañas estudiando nueve años de Medicina. Pero no. Vaya aburrimiento. Qué desperdicio de energía y de tiempo que podrían usarse de otra forma, por ejemplo, viviendo. Y sin embargo… aquí estoy a las 10:30 de la mañana, rodeado del turismo ramplón, el turismo de los chollos, los turistas del 2×1 que giran alrededor de la iglesia más kitsch y visitada del mundo con ojos de no entender nada, una sonrisa de tontos en la cara y haciéndose selfis con las espigadas torres de la iglesia como fondo. Miro mi móvil que ha comenzado a sonar con ese irritante tono que anuncia un nuevo pedido de alguna viejita catalana que con mi suerte vivirá en el ático de un edificio sin ascensor y con escaleras estrechas por las que tendré que subir de medio lado, cargado con las bolsas de la compra. Pero no será así. Será peor. Porque la realidad supera la ficción. Una verdad como un templo que yo no logro asimilar y con la que tropiezo una y otra vez, dándole un sentido más amplio a esa frase que mienta que el hombre es el único animal que tropieza con la misma piedra dos veces. Pero vayamos por partes.
Conducir en Barcelona es una experiencia irritante, una suerte de coitus interruptus constante en el que no puedes avanzar más de treinta segundos sin que te detenga un semáforo en rojo o, si se trata de un cruce a izquierda o derecha, la luz amarilla intermitente que le cede el paso a los peatones que en Barcelona son una plaga. Parece que uno no vaya a llegar a ninguna parte con estas interrupciones repetitivas, machaconas, cansinas y, ya puestos, burlonas. Parece una obsesión el asunto de los semáforos
Y allí voy yo sobre la moto eléctrica que apenas puede con mis ciento veinte kilos, a los que hay que sumar los quince o veinte kilos de alimentos que suelo llevar en el cajón negro que también me sirve de espaldar. Me veo reflejado en el escaparte de una sex shop y descubro lo ridículo que se ve un gordo conduciendo una moto. Luego, sin darme cuenta me paso dos semáforos en rojo y en una esquina por muy poco no me llevo a una pareja de ancianos. Los catorce puntos de mi licencia, conseguidos a base de no manejar, se van a ir muy pronto al carajo.
Recojo el pedido en uno de esos nuevos supermercados gourmet que han proliferado en la ciudad: ocho bolsas bien cargadas que apenas logro meter en el cajón de la moto. Calculo unos treinta kilos. Verifico en la aplicación la dirección de entrega y la coloco en Google Maps. Calle tal, número tal, El Carmelo. No tengo ni idea de dónde queda El Carmelo. En general no tengo ni idea de dónde estoy parado en esta ciudad. El GPS es mi Guía y mi Señor. Y un consejo que me dio mi hermano. Me dijo: Hacia abajo tienes el mar, hacia arriba la montaña. Con eso te ubicas. Mi hermano ha sido siempre de opiniones inapelables.
Y así es como me desplazo en el nervioso tráfico barcelonés. Por supuesto, tardo el doble de tiempo en entregar un pedido que lo que tarda un rider medianamente rápido. No sé a mis jefes, pero a mí me da igual. No pienso hacer carrera en el mundo enloquecido y desamparado de los deliverys.
Cuando llego al Carmelo me encuentro con una versión europea de La Pastora en Caracas. Pero en lugar de enormes casonas coloniales de un piso con zaguanes y patios interiores, veo viejos edificios abigarrados de cinco o seis pisos construidos sobre la ladera de una montaña. De esta nueva trampa de la nostalgia en la que cae casi diariamente todo inmigrante que se precie, salgo al ver un monstruo mayor, una cuesta de medio kilómetro poco más, poco menos, que mi pobre moto eléctrica es incapaz de superar. Si esta última oración les ha parecido demasiado larga y les ha faltado oxígeno para terminarla es porque jamás han tenido que cargar con treinta kilos de bolsas de mercado por las laderas de La Pastora barcelonesa. Pero vamos por partes.
Estoy allí, parado en medio de la calle. Calculo que he recorrido apenas un tercio de la pendiente. La cima se ve muy, muy lejos. No hay carros ni gente a la vista. No hay nubes en el cielo de un azul que desde que estoy aquí me ha dado por llamar azul Springfield, y hace cuarenta grados a la sombra. Me voy dando cuenta de lo que me espera. Sin embargo, decido volver a intentarlo. Doy media vuelta. La idea es coger impulso, acelerar al máximo y confrontar la ascensión a toda la velocidad que es capaz de ir la moto. El resultado es poco esperanzador. Apenas he podido arañarle un par de metros a la calle de los cojones. Me bajo. Intento empujarla. Me ayudo con el acelerador. La moto emite un triste ronroneo de gato y apenas colabora. Solo logro avanzar tres o cuatro metros. El esfuerzo me deja sin aire. El corazón se desboca y golpea el pecho como si quisiera salir, buscar aire él también, quizás jubilarse de una buena vez. La cima sigue estando demasiado lejos. A mi derecha veo un puesto para motos. Un oasis. Pero un oasis traicionero. Consejo: nunca estacionen una moto en una cuesta tan pronunciada. Si la estacionan viendo hacia abajo no van a ser capaces de colocar el caballete. Si la estacionan viendo hacia arriba no van a ser capaces de quitar el caballete. Pero sobre todo nunca, nunca, usen la pata lateral.
Viendo la moto tumbada de medio lado como una barca encallada en una playa solitaria, decido tirar la toalla. Nada nuevo. Tirar la toalla es lo mío. Soy un experto y me he entrenado toda la vida para este momento crucial en el que voy a llamar a mi jefe para decirle que ahí le dejo su moto de mierda y que haga con ella lo que se le pegue la regalada gana. Y tal vez, de paso, luego me llevaré alguna cosilla de la compra de la vieja del Carmelo. Para reponer energías. Pero en ese momento crucial de mi vida, mira por dónde, una furgoneta se estaciona delante de la moto moribunda y un repartidor se baja y me ofrece ayuda luego de hacer la característica pregunta retórica: ¿Se te cayó la moto? Es latinoamericano. Eso lo explica todo.
El caso es que este pequeño gesto de un hermano de la calle, esta mano tendida en medio de las dificultades, me devuelve el valor, el arrojo, restituye mi carácter, siempre tan débil, lo refuerza. Y es así que decido continuar. Ya basta de tirar la toalla. Basta de rendirse. Esta montaña de mierda no va a poder conmigo. Este país de los cojones no me va a aplastar. Hoy no. Hoy voy a coger las malditas ocho bolsas y voy a ascender al mismísimo cielo si es necesario y se las voy a entregar a la maldita vieja del maldito Carmelo. Y lo haré así muera en el intento, así quede tullido de por vida. Hoy va a ser un triunfo. Hoy va a ser el triunfo del inmigrante. Y en mi corazón se la dedicaré a cada uno de los inmigrantes que se desplazan a través del globo, renovando con su sudor y su sangre tierras lejanas y extrañas y aportando nuevos significados a la palabra país.
Dejando atrás el sentimentalismo barato, mientras tomaba la decisión que seguramente perfilaría el resto de mi vida, me percaté de que más arriba, a unos quince metros, hay una bocacalle. Subo a inspeccionarla y confirmo que es hermosamente plana. De lo que se trata ahora es de lograr llevar la moto hasta ella. Pero estoy poseído por un furor enajenado que me da fuerzas donde antes había dejadez, decisión en donde antes había titubeos. Soy hombre de poquísimas decisiones categóricas, inapelables. La última la había tomado seis años atrás cuando decidí emigrar con mi familia a España. Entregarle las ocho bolsas de mercado a la vieja de El Carmelo es una de esas decisiones categóricas. Soy un hombre fuerte, a veces.
Esto no significa que el esfuerzo de llevar la moto hasta puerto seguro no le haya costado un par de años de vida a mis riñones y unos cuantos latidos menos a mi corazón. Pero, al fin, allí está la moto, fondeada en esas aguas tranquilas y, sobre todo, horizontales.
Busco en el móvil la ruta más corta para llegar a mi destino. Al principio me cuesta emparejar la realidad con el mapa en el móvil. ¿Qué tiene que ver ese recuadro artificial con lo que me rodea? ¿Dónde está la izquierda y la derecha, el norte y el sur? Si ni siquiera sé dónde estoy parado yo. Recuerdo aquellos carteles verdes en Caracas con una mano cuyo dedo índice señalaba un punto en el mapa y abajo en letras blancas informaba usted está aquí. Sí, pendejo, yo sé muy bien que estoy aquí. Pero ¿aquí dónde? Eso es lo que quiero saber, lo que he querido saber siempre. Luego recuerdo la recomendación de mi hermano: hacia abajo el mar, hacia arriba la montaña. Como decir abajo el sur y arriba el norte, como siempre. Y de inmediato me ubico en el mapa del móvil, en la realidad y en la vida. Saco las bolsas del cajón y las cargo. Cuatro en una mano y cuatro en la otra. Me pongo en marcha.
Me toca desandar el camino. Siempre siguiendo las indicaciones de la aplicación, llego al pie de unas escalinatas que conectan la calle en la que sufro con otra más arriba. No ha sido demasiado duro, pero los dedos de las manos han tomado un color morado que se inclina preocupantemente al negro. Dejo las bolsas al pie de la escalera y les tomo una foto con el fondo de este Everest en miniatura que me toca conquistar. Se la envío a mi jefe por guasap explicando que la moto de mierda que me han adjudicado es incapaz de subir las calles del Carmelo y que me toca llevar las bolsas a pie. Un minuto después me contesta: Hoy tienes crossfit gratis, caritas sonrientes. Una manera bastante hedionda de decirme gordo. Ya verá el cabrón de lo que es capaz este gordo. Emprendo el ascenso. Son cuatro tramos de escaleras. Establezco puntos de descanso cada vez que corono uno de los tramos. Los escalones no son muy altos, pero son estrechos. Así que al esfuerzo físico debo agregar el esfuerzo mental, la concentración que requiere no tropezar y mantener el equilibrio. El primer tramo no me cuesta demasiado, pero cuando alcanzo la cima de estas escaleras, habiendo hecho descansos cada vez más largos, estoy deshecho. Y el panorama que me ofrece la calle que he alcanzado no mejora, ni mi estado físico ni emocional: unos setenta metros de pendiente pronunciada por una acera estrecha que además tiene barandillas a ambos lados, puesto que se trata de una especie de puente.
Llegados a este punto releo lo que llevo escrito y un súbito ramalazo de hastío me golpea. ¿A quién quiero engañar? ¿A quién puede interesar las tribulaciones laborales de un tipo de cincuenta y seis años en un barrio de Barcelona? ¿A quién coño va a interesarle que en aquel momento recordé cómo, siendo un joven vigoroso de dieciocho años, en el trayecto que va desde el glaciar de Timoncito en el pico Bolívar hasta el Pico Espejo, luego de que un compañero de excursión sufriera un esguince de tobillo, llevé mi morral y el suyo, avanzando cincuenta metros primero con el mío para luego regresar por el de mi amigo, cargármelo a la espalda y avanzar otros cien metros con él y luego regresar a por el mío y así sucesivamente hasta llegar a la estación del teleférico, y que es eso precisamente lo que hago ahora sobre esta estrecha acera catalana tan lejos en el tiempo y en el espacio de aquel muchacho con futuro: tomar cuatro bolsas de mierda, subirlas diez metros, dejarlas sobre la acera, regresar por las otras cuatro bolsas de mierda, reunirlas con las primera, así una y otra vez, una repetición agotadora, como un Sísifo pelabolas condenado a repetir eternamente el ascenso de esa callecita con sus ocho bolsas de mercado desgarrando los músculos de sus brazos? ¿Es que quiero acaso que alguien se compadezca de mí explicando que, una vez llegado a la cima de esta cuesta, cuando al fin llego a la calle en la que vive mi vieja catalana, me percato de que estoy en el extremo opuesto a donde tiene ubicada su vivienda, que me dirijo, digamos, al número 4 y estoy en el número 102 y que ante mí se abre una centena de posibilidades de dejarme la piel, de ahogarme en mi propio sudor, de convertirme en aire caliente, pesado y polvoriento, que Murphy existe y que escribió su ley especialmente para que yo la recuerde y la putee en este preciso momento y que cuando finalmente llego frente a la puerta del número 4, o tal vez el 2, seguro que es el 2, y toco el intercomunicador, la vieja de mierda no tiene la decencia de dejarse ver y me pide, con esa voz trasmutada en metálica por efecto de las ondas sonoras recorriendo los cables eléctricos, que deje las bolsas en el descanso, que, mira qué casualidad, es una especie de zaguán en miniatura? No, qué va. Prefiero darme lástima yo solito.
Deshago el camino. Más que caminar, levito. Literalmente me he quitado un peso de encima. La sensación es agradable a pesar del dolor en los hombros y en la espalda y los dedos engarrotados. El día, incluso, me parece bello. Sin embargo, no tengo ganas de celebrar este logro de mi carácter. Saco cuentas. Las tres horas que he invertido en entregar este pedido me han generado una entrada neta de 20 euros. Un despilfarro de tiempo y energía por tan poco. Incluso, beberme una coca-cola helada resultaría un lujo dadas las circunstancia. Por eso mismo fui y compré una. Me la merezco.
Tu empinada calle catalana se parece a mis putos edificios madrileños donde a nadie se le ocurrió construir un ascensor para que este fotógrafo gordo y emigrante, de sangre canaria, mayor de 60, de rodillas adoloridas, suba cargado de equipo y un tripode a fotografiar un piso por 35 euros. Nunca subí las putas escaleras de El Calvario en Caracas y me tocan ahora los escalones crujientes de madera de Madrid. Por eso te entiendo, amigo.
Bien bueno; si tuviera un libro tuyo escribiría un comentario para Por escrito(II). Felicitaciones; haya salud.
¡Que relato tan agobiante! Lo disfruté ¿seré masoquista? Me agrada la mención a Sísifo. Él escapó dos veces de la muerte violentando el designio de los dioses con su astucia, por ello, cuando al fin Hermes lo captura y lo regresa al Hades, se decide que el mayor castigo que se puede imponer a un ser humano es hacerlo repetir una y otra vez el mismo trabajo sin que el fruto de su esfuerzo se vea recompensado o tenga utilidad conocida. Tengo la sensación de que estamos condenados a una historia de frustración y desdicha que ya fue contada hace 4000 años y para la que sólo existe la satisfacción que puedas encontrar tú en esa minúscula recompensa —pasajera como toda felicidad— que te das antes de iniciar todo nuevamente al día siguiente (o la satisfacción más duradera cuando estás en casa y están tus hijos, tu mujer, tu cama y una eternidad de varias horas que te aleja aún de volver a empezar a subir la roca a la cima de la montaña) eso o la “alegría” de hacer el trabajo mejor que nadie. También es cierto que en casos como el tuyo, existe la escritura (la satisfacción del arte), una forma de exorcismo.
No he leído aún el Ulises pero creo que se le parece.
Excelente, lo viví, me sumergí en el relato.