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Hay un Fellini anterior y uno posterior a Otto e mezzo (1962). El primero es el autor de varias obras maestras y otras tantas películas en las cuales despliega una inteligencia, un talento y una sensibilidad notables. El segundo es el creador de un universo propio, vital y extravagante, en el cual cada película es concebida como un festín visual e imaginativo: Giulietta de los espíritus, Roma, Amarcord, Casanova, La ciudad de las mujeres, Y la nave va… Todas ellas comportan una apuesta visual y temática única en el cine por la imaginería que despliega, entre lo barroco y lo onírico, en ocasiones delirante, con ese tono bufo característico. Pero también por su apuesta por dar cabida a la dimensión imaginal, haciendo de la vida interior el centro.
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Cuando le ofrecieron a Fellini realizar una película sobre Giacomo Casanova, se sintió molesto. Al parecer, el productor había intuido una afinidad entre la alegría felliniana con respecto a la sexualidad y el celo conquistador de Casanova. Pero este esta muy lejos de representar lo que Fellini ama; más bien, es el representante de una sexualidad que un amante de la imaginación y de la vida del espíritu tiende a rechazar. Fellini deja claro hasta que punto lo detesta, como un mero acumulador de sucesos en los que no se implica y que solo pueden entenderse como una fuga constante de la autenticidad y de la vida. Y esto es, precisamente, lo que se nos muestra: el fracaso vital asociado a una sexualidad galante, de salón, basada en la conquista, y en la cual lo cuantitativo es más importante que los sentimientos. Una sexualidad centrada en la penetración, que descuida al ser humano como un todo; que no une a los amantes sino que los separa, como cuerpos que se juntan externamente, en una pantomima cuyo barroquismo roza lo enfermizo: la repetición mecánica de gestos, sin la menor implicación del alma, hasta un paroxismo en el que desfallecen y que se pone de nuevo en marcha cuando se recupera la energía.
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A nivel estético, este tipo de sexualidad está unida al manierismo, a lo grotesco. Políticamente, al cosmopolitismo y a la rebelión contra la religión. Vitalmente, a la errancia y a la ausencia de raíces. Moralmente, al decadentismo y a la ausencia de tabúes. Filosóficamente, al mecanicismo: cuando se pierde el equilibrio interno, el corazón se seca y deja que el cuerpo físico ocupe el centro, convirtiendo al ser humano en una máquina. Con esto se pone en evidencia hasta que punto el sexo puede ser alienante, sustituyendo a la verdadera entrega y a la auténtica comunión entre dos seres humanos. La sexualidad queda convertida en un asunto de poder, de músculo, de fuerza, de tamaño, en la cual lo crucial es exhibirse como máquinas o como folladores desinhibidos, con el cuerpo siempre por delante. Resulta significativo como el cine comercial sigue contribuyendo a fomentar esta sexualidad grotesca como una panacea. Pienso en películas como Instinto básico: el encuentro sexual entre Sharon Stone y Michael Douglas es presentado por este como “el polvo del siglo”, pero no es más que una pantomima, que solo podría satisfacer a alguien emocional y espiritualmente castrado. Por eso la película tiene una dimensión abstracta, en la cual toda sensibilidad o vivencia auténtica desaparecen. No hay una trama propiamente dicha sino una sucesión inconexa de episodios en torno a un personaje tan grotesco como plano. Casanova carece por completo de psicología: no hay en su vida el menor atisbo de una situación dramática, ni evolución interior en ningún sentido. Lo único que pasa es el tiempo y el acumularse sin sentido de vivencias cuya superficialidad encandila a los cretinos.
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Más allá de su moralismo, la película se presenta como una obra de arte total, que tiene en cuenta todas las dimensiones mencionadas y las lleva a su paroxismo, creando una imagineria propia, exuberante y por momentos delirante, dentro de la cual las peripecias de Casanova son solo una manifestación de un mundo artificial plagado de artefactos, dentro del cual él mismo está atrapado, por mucho que se crea un ser humano excepcional: cosmopolita, erudito y libertino. Y es precisamente dentro de este mundo donde la verdad de sí mismo se le revela, aunque sea fugazmente. En una escena cumbre, Casanova danza y hace el amor con una autómata. Sólo en este momento, ante una máquina sin sentimientos, es capaz de sentir las emociones que en presencia de las mujeres de carne y hueso se negaba. Si el otro constituye un espejo del alma, solo cabe reprimir toda emoción para salir indemne del encuentro, sin tocar fibras secretas ni despertar emociones que nos conducirían a un replanteamiento total de nuestra vida. Toda una lección sobre la íntima relación entre la vida artificiosa propia de la Modernidad mecanicista con la incapacidad de amar. Fellini ama demasiado la vida para no detestar a Casanova. Un odio que se extiende al cine concebido como un espectáculo para masas ávidas de distracciones. Su película lleva esta contradicción hasta el extremo. Es un milagro que haya salido airoso de una empresa tan descabellada. Solo ese amor hacia la vida puede explicar su triunfo incontestable: la capacidad de transformar una maquinaria muerta en una obra genial como una nube.