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Si hablamos de ángeles, el punto de partida clásico es la distinción metafísica entre espíritu y materia. Pero esta no necesita ser entendida, en sentido platónico vulgar, como superioridad de lo primero sobre lo segundo, sino su convivencia. En la narración, los ángeles son seres espirituales que asisten a las criaturas. Pueden consolarlas y ayudarlas hasta cierto punto, pero no determinan sus destinos. Los humanos están formados de materia, pero dotados de un hálito divino que posibilita el contacto con los ángeles. Los niños pueden verlos y algunos adultos percibirlos, pero la mayoría no podemos verlos ni escucharlos, pues estamos presos en lo denso.


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Los dos ángeles protagonistas, Damiel y Cassel, sobrevuelan Berlín y se mezclan con la gente, escuchando los gritos callados de sus almas, sus aspiraciones y sus preocupaciones, a menudo intrascendentes. A veces les ayudan: un breve toque de sus manos provoca un cambio de actitud, despierta la luz que llevan dentro y abre una nueva posibilidad de vida, frente al peso aplastante de lo cotidiano. Todos conocemos ese toque: pequeñas iluminaciones que nos pacifican y nos devuelven la esperanza, aunque la guerra siempre esté presente y el peso de los días diseque las miradas.


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Tras intercambiar sus experiencias, Damiel expresa su deseo de tener peso. Esta cansado de volar, de ser eterno. El mundo de los ángeles, de tan puro, es en blanco y negro. No perciben los colores, como padecimientos de la luz. Y sin embargo el espíritu también tiene deseos. El deseo de derribar los muros y de romper fronteras. Lo infinito aspira a lo finito igual que lo finito aspira a lo infinito. Aspiran a la unidad, pues ellos mismos forman parte de ella. La materia, entonces, no puede ser algo totalmente ajeno. Igual que un cuerpo puede abrirse al mundo angélico, un ángel puede encarnarse en un cuerpo.


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Este deseo se hace más patente cuando observa a Marion, una joven trapecista que interpreta a un ángel en un circo a punto de cerrar. Su voz interior nos muestra su soledad y su necesidad de afecto, la decadencia de los sueños de su infancia. La infancia late eternamente y el ángel la percibe como un secreto que la embellece y que le atrae. Pero en Berlín –estamos en 1987– siempre se acaba topando con el muro. Temores incendiados de quienes han perdido su camino.

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Los ángeles son eternos y por tanto coetáneos con el origen de la vida. Conocen la historia de los glaciares, del sol y de la hierba. Vieron surgir al ser humano como una criatura noble, de cuyo nacimiento se alegraron. Pero también vieron como nació la historia: una primera guerra que todavía continúa. El ser humano tiene dos orígenes: pertenece a la naturaleza y es al mismo tiempo un producto de la guerra. Ambas historias siguen sus caminos, igual que la materia y el espíritu. Pero anhelan unirse, retornar al origen y comenzar de nuevo. Quizás por ello Damiel ratifica: “Quiero entrar en la historia del mundo. O simplemente tomar una manzana de la mano… El río primigenio se ha secado y solo tiemblan las gotas de la lluvia presente. ¡Adiós al mundo que está detrás del mundo!”

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Este deseo es expresado también por el anciano Narrador, que se pasea por la biblioteca sin que nadie lo perciba, como si fuese un ángel. Deambula por los páramos de la ciudad tratando de preservar la memoria de vida unida a esos parajes, ahora desolados. El Narrador es un ser humano que reconoce la trascendencia de la narración. Si todos fuesen capaces de recordar y de escuchar al Narrador se abriría la posibilidad de una historia sin crímenes ni guerra. Pero es difícil narrar la epopeya de la paz. No le interesa a nadie, pues vivimos en una sociedad atomizada, en la cual cada individuo es un estado con sus fronteras y su policía.


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Wenders ha optado por la narración, igual que el ángel que desciende y se entrega a la vida compartida. Optar por la narración significa poner la historia por encima de la imagen, la imagen al servicio de la historia. Cine espiritual y por ello apegado a la materia. Cine narrativo y por ello abierto a la eternidad que late en cada instante. Descender de la contemplación a la acción, de lo suprasensible a lo sensible. Invertir el platonismo. Esto implica quitarse la armadura y reconocerse vulnerable. Solo entonces podremos saborear la vida, sin salir del asombro.


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Lo infinito se relaciona con un saber eterno e inmutable. Si Damiel fuese un pensador, su deseo de cobrar peso equivaldría a abandonar las abstracciones mentales y sumergirse en lo concreto. Dejar de ver las cosas desde el cielo sublime y enfangarse. A las dos concepciones del tiempo (la historia de la guerra y el mito de la creación) se añade entonces otra, que las reconcilia y las supera: la posibilidad de construir la propia historia. Este tercer tiempo equivale a la imaginación creadora, como mundo intermedio en el cual los cuerpos se espiritualizan y los espíritus se materializan. Esto pasa por dejar atrás la frontera entre la gravedad y la gracia. Una gravedad sin amor es una desgracia. Una gracia sin resistencia carece de sabor. Hay una gracia grave y una gravedad graciosa.


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Al descender, escapamos de nuestro encierro y aprendemos a mirar al otro cara a cara, ya no desde la altura del pensamiento sino con empatía. Un deseo implacable de sentir, de abandonar toda certeza para saborear la vida. El milagro de un café caliente en una noche de invierno. El sabor de una manzana y la sonrisa de un desconocido. Y, por encima de todo, el misterio del amor humano, como encuentro entre dos soledades extraviadas. La necesidad de construir una historia propia que nos permita abandonar lo espiritual desencarnado y deshacernos de la guerra.

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Al dar ese paso, Damiel deja de tener un acceso privilegiado a las conciencias de los otros y se convierte en uno más. Esto le permite conocer el dolor, reconocer los colores y las distancias, el calor y el frío, la sequedad y la humedad. Coger una manzana y no caer. La caída es el mito de los menesterosos. Pero hay otras realidades: las idas y venidas del sol y las miradas, los encuentros y los desencuentros, la gravedad y sus latidos. Allí donde hubo vida hay un vacío. El vacío contiene una promesa. Es necesario estar perdido, no vivir de forma permanente bajo la luz de la conciencia. Una luz permanente no muestra los colores. No muestra lo que hay sino que lo reduce todo al blanco y negro. Hay días sin cielo y noches sin barreras. Hay hambre sin perdón y una melancolía tan poderosa como las alas del deseo. Una paciencia matricial que impregna las mareas y las calles y hace de los lamentos ficciones pasajeras. Así el encuentro con el otro resplandece y vibra, como la posibilidad de una historia que empieza desde cero.


El amor es el centro de esta herida, el manantial de esta promesa. El deseo de amar nos abre al otro. Vivir ya no es un juego. Ya no hay azar sino un camino claro. La luna nueva de la decisión, cuando dos soledades se reconocen. La decisión sacude la existencia. El mundo entero participa de ella. Somos un centro perdido en la inmanencia. Los pasos del deseo conducen al deseo. La pareja encarna la historia que transciende todas las historias y las abre al tiempo decisivo de la consumación. La historia de unos nuevos ancestros, de un nuevo Adán y de una nueva Eva, de un origen visible que asume lo invisible. Sus ojos son la imagen de la necesidad de todos y de nadie. La puerta que cruzamos y nos permite mostrarnos vulnerables, para penetrar en el laberinto de la felicidad compartida. Descubrimos entonces que lo efímero es lo eterno: “Ocurrió una vez. Sólo una vez y, por ende, para siempre”. Aquí y ahora. Para siempre.
