Por si fuera poco aparece la muerte. Se sienta en el marco de la ventana y comienza a escarbarse los dientes como si tal cosa. Yo no la he invitado. Nadie lo hace. Ella va por libre y hoy ha decidido hacerme una visita. Me mira con una pizca de ironía. Espera. Eso sabe hacerlo muy bien. Tiene el tiempo de su lado. Lo que no sabe ella es que ahora mismo no tengo nada que hacer, ningún sitio al que ir y que tiempo es lo que me sobra. Así que si lo que quiere es jugar, por mi parte estoy dispuesto a jugar.
Dejo de escribir, giro la silla y me pongo de frente a ella. Nos quedamos así un buen rato y luego, sin dejar de escarbarse los dientes, lanza el primer dardo:
―¿Qué te parece? ¿He estado fino?
―Lo que me parece es que te repites –digo.
―¿Cómo así?
―Bueno, lo de los virus está ya un poco manido. Además, la masificación empobrece el arte de matar.
―Pero es práctico y sobre todo eficaz.
―Pero tú eres una artista. Si no ¿qué sentido tiene la muerte?
―Esas son chorradas.
―¿Chorradas?
―Pues claro. ¿Qué crees? ¿Que ando por ahí haciendo obras de arte?
―Más o menos.
―No, no, no. Déjame explicarte.
En este punto la muerte se baja de la ventana y se arrellana en el sofá. Aunque hable en femenino lo cierto es que la muerte es un tipo bajito y fornido con un enorme mostacho que le cuelga máchamente de los labios, un sombrero de charro apretando la cabeza que es como un trompo, dos bandoleras cruzadas sobre el pecho y un cinturón en las caderas del que cuelgan par de colts de cañón largo.
―¿No tienes nada de beber?
Hay que joderse. Voy a la cocina y saco una cerveza de la nevera. Y ya que estamos, saco una para mí también. La muerte da un largo sorbo a la cerveza y habla:
―Yo no soy más que un empleado en este negocio, un eslaboncito de nada. Ni siquiera tengo un sueldo fijo. Vivo de las comisiones. Y últimamente las almas no cotizan muy bien. Cada vez es más difícil llevar dinero a casa y hay facturas que pagar, una familia que mantener. La vida se ha vuelto muy cara. Solo el colegio de los niños me sale por un ojo de la cara. Así que no me hables de arte.
―No has leído a de Quincey, ¿verdad?
―¿Leer? No tengo tiempo ni para cagar.
―¿Y ahora?
―No, por favor. Más bien tráeme otra cervecita.
Voy a la cocina y saco dos cervezas de la nevera. Cuando regreso a la sala y le tiendo a la muerte la suya me pregunto si solo es a mí a quien le pasan estas cosas. La muerte me mira como si supiera en qué estoy pensando. Tal vez lo sepa.
―Dame un cigarrillo –dice.
―No fumo –digo.
―Vaya, eres un hueso duro de roer.
Callamos largo rato. El tiempo transcurre. Nos tomamos un par de cervezas más. La muerte fuma un cigarrillo. No sé de dónde lo ha sacado. Detesto el olor del cigarrillo y en mi casa no fuma ni Dios. Pero no digo nada. No voy a ser yo el que le diga a la muerte lo que puede y lo que no puede hacer. Ya tengo suficiente con que se haya colado en mi casa.
Hay un silencio extraño. Una paz insospechada. Me temo que mi querida familia me ha abandonado a mi suerte. Como quien dice me han dejado solo ante la muerte. ¿Y qué hace uno ante la muerte? Seguir conversando. Alargar el tiempo. Aplazar lo inevitable. Así que digo:
―¿Juegas al ajedrez?
La muerte no responde. Me mira y no responde. Su sonrisa es sarcástica y no desaparece de su cara. Se estira sobre el sofá y mira por encima de mi hombro el tablero y las piezas de ajedrez de mi papá. Luego se vuelve a arrellanar cómodamente y no responde. Toma un trago de cerveza, se lleva el cigarrillo a la boca y aspira largamente el humo que luego deja escapar por la nariz. Pero no responde. El tiempo está de su lado. Ella es el tiempo. Entonces escucho en el fondo de mi mente la vocecita de mi sabia Rosa Inés que me dice que para variar me paso de dramático. Así que para no tener luego problemas con ella piso el freno y digo:
―Me pican las bolas.
La muerte escupe la cerveza y abre la boca en una sonora carcajada cuando un golpe de viento cálido entra por la ventana y se arremolina entre nosotros. Y allí se queda, entre nosotros, golpeando nuestras caras, temblando brevemente en los mostachos de la muerte, calentando nuestras cervezas.
―Necesito mear –dice la muerte levantándose del sofá.
―Al fondo a la derecha –digo.
Cuando sale del baño le estampo una sartén en la cabeza. Los mostachos se elevan como si quisieran agarrarse del aire mientras la muerte cae y queda tendida en el parqué cuan larga es. No mucho. El viento se levanta del sofá y viene enfurecido hacia nosotros. Y enfurecido revolotea por el apartamento desde ese momento hasta que yo termino con la muerte.
―Vas a saber tú lo que es morir –digo.
Agarro a la muerte por un tobillo y la levanto. Me impresiona lo liviana que es. Su peso es etéreo. La llevo a la cocina y la dejo caer en el fregadero. Pongo a hervir unos diez litros de agua. Le quito el sombrero, las charreteras, la ropa y las coloco sobre la encimera. Voy por mis cuchillos de cocina. Lo primero que corto, son los mostachos. Hago la incisión sobre la carne de los labios para que no se me deshagan en las manos. Los dejo al lado de la ropa. Luego lo que hago ante la mirada embravecida del viento que se ha hecho huracán en la cocina, es destazar y descarnar a mi pequeña muerte. Los huesos intactos pero cubiertos por restos de carne, cartílagos y sangre, los echo en el agua hirviendo. Luego de un par de horas los saco del agua, espero a que se enfríen, los limpio y les saco brillo. Con pequeños trozos de alambre uno los huesos. Lo último que coloco como una corona es la cabeza sonriente. El viento observa en intranquilas ráfagas. Cuando tengo armada de nuevo a la muerte, la visto, cruzo la charretera sobre el costillar, le encasqueto el sombrero, le pego los mostachos y la dejo en la sala. Con un último golpe de rabia el viento se escurre por la ventana. Lo escucho reír cuando desciende hacia las copas de los árboles en la vereda.
En la mañana, cuando Carlos Pedro y Roberto Juan despiertan, se encuentran con este divertido muñequito de grandes y gordos mostachos que se parecen tanto a los de Sam Bigotes y ante la mirada atónita de mi no lo suficientemente ponderada Rosa Inés, vida de mi vida, comienzan a jugar con él. Se lo lanzan uno al otro y en el aire los mostachos ejecutan un baile silencioso y la calavera se gira y me muestra su tétrica sonrisa de dientes blanquísimos.