Sueño
Acaba de cumplir dieciséis, pero nadie recuerda la fecha. El azul estira el cielo y el sol inflamado es una antorcha que azota la tierra sin consentir un poquito de sombra.
Encarnación está entretenida con las dos gallinas que han sobrevivido al gato que entró de noche. Antonio fue el primero en reconocer la matanza, las plumas revueltas sobre la estantería, los salpicones de sangre maquillando el piso, la pata tiesa arrancada de un tirón que parecía un juguete sin dueño. No eran los rastros de una batalla, más bien de una masacre. El animal había entrado por un agujero pequeño, había olido o escuchado, vaya a saber el preludio del festín.
Antonio se apoya contra la pared mientras estira un lazo corto y sus ojos se pierden en el llano. ¿Qué le anda pasando, mijo?, dice Encarnación que ve en su cuerpo algo de preocupación. Sin volver la vista empieza a contar. Las pocas palabras hay que aprovecharlas y su madre escucha con atención. Soñé con una laguna grande, roja sin peces, más parecido a un charco, vi unas tacuaras que se agitaban entre el humo de explosiones y lamentos, los gritos de la muerte.
Los sueños son cada vez más frecuentes, y Encarnación entiende ese día que serán premonitorios.
La madre contesta algo así como que su sueño ha traído al gato, pero Antonio sabe que hay algo más importante que un bicho guarango y hambriento.
Encarnación continúa con las aves, les tira algo de maíz y las acaricia como si fueran su descendencia. Las gallinas parecen cómodas en esa especie de cuidado maternal, repiten el gesto de siempre, mover el pescuezo, buscar en el suelo la fuente del día, caminar, corcovear, suenan parecido a la voz de doña Paula, la señora de la estancia El Molino.
También anda el menor de sus hermanos. Camina entre las plumas y se divierte pintando una piedrita con la sangre fresca de las muertas.
Antonio deja el lazo a un costado, alza la vista un poco más allá y ve en el horizonte un animal que se acerca al trote. Reconoce el apero. Sale del rancho para ver mejor y a media legua ya sabe quién es el que se acerca. Ojos de tigre tenía, dirá la madre un tiempo después.
Balerón viene al trote lento, bajo el infierno del sol, como si no quisiera llegar. Lleva chambergo, bota de potro y chiripá. Viene como resignado, casi sin levantar la vista.
Encarnación escucha el trote y sale al encuentro sola. Antonio queda atrás, pero sigue atento con su vista. El hombre se detiene a unos metros del rancho, los suficientes como para alcanzar algo de intimidad. El hombre saluda con pesar, como si estuviera incómodo. No se baja del pingo, cruza unas palabras con Encarnación que Antonio no logra escuchar. Hace un gesto de despedida que su madre no contesta. Mientras el hombre pega la vuelta, la mujer se toma con ambas manos su cabeza y la sacude para ambos lados. Los ojos brillan, luego se los enjuga con el vestido verde que sirve para disimular el polvo que se levanta desde el monte. Emprende para el rancho y se detiene frente a Antonio.
Ahora mira directo a los ojos de su hijo que parece adivinar el destino. A tu padre y a tus hermanos los mataron en la guerra. Lo que soñaste mijo, lo que soñaste.
Antonio no dice nada, como siempre, guarda las palabras para sus pensamientos, el único lugar que no comparte con nadie, se mete para dentro como los animalitos en la vizcachera. Su corazón empieza a perfilar la decisión de volverse hombre, de dejar atrás el rancho. Ya sabe enlazar, tiene la magia del don y los animales, dicen los peones que lo han visto, se rinden a su encanto como si fuera un indio, conoce de aperos, cosecha. Las tareas, que a muchos le lleva años de oficio, las maneja con soltura. Tiene callos secos en ambas manos. Cierra los ojos por un momento, como queriendo descansar de su futuro. Levanta la vista hacia Encarnación, quien observando lo que pasa comienza el ruego, que no, que no vaya, que se quede. Pero Antonio está decidido, sabe que es la última noche en el rancho, al otro día parte a la piedra Itá Pucú para presentarse como voluntario e ir también a la guerra.
El Guacho
Anda por ahí, con una sonrisa que le tajea la cara porque tiene guita en el bolsillo. Pegó un laburo en lo de Don César, que tiene un mercadito sobre Varela. Tres semanas anduvo cubriendo al hijo del patrón que tuvo que internarse por una hernia. Una tarde empezó con dolor en la panza, cerca del ombligo, a la noche lo estaban operando.
Le resultó fácil atender el negocio. Habla con los clientes como si fuera amigo de toda la vida, dice César con un matiz de sorpresa que se les escapa como un chiflido por la paleta faltante.
Es que el Guacho tiene algo, ¿no?, algo diferente, no sé, te mira, te habla y tiene algo distinto, repiten las clientas que se mueren de a poco por su pecho duro y las venas que resaltan como cordones en sus brazos. Tiene algo diferente, es cierto, las pibas del barrio lo saben hace rato, la facha y la onda del Guachín, explica Lucy, que lo conoce de haber pegado faso juntos, varias veces, en la villa La Rana. Un aura, dice Susy, la curandera que tira las cartas, habla con los muertos y cocina sánguches para los paraguayos que trabajan en la obra de la municipalidad. También los pibitos lo miran con un celo particular, algo tiene el Guacho. Le atribuyen ese magnetismo a que llegó al mundo en el mismo momento en que su padre se fue. En el barrio todos saben la historia, la noche en que probó su primer trago de leche, un disparo fatal se llevó al viejo.
El Guacho toma el dinero que César le paga por las tres semanas de trabajo, saluda con un choque de manos y antes de que el hombre le dé un consejo sobre cómo tiene que gastar la plata, dispara del negocio y cruza la avenida corriendo. Avanza en dirección a la casa, esquivando unas viejas que caminan como si fueran una barrera de jugadoras de fútbol, pasa por un costado de la pelopincho que pusieron sobre la vereda de la Vélez Sarsfield. Emergen y se sumergen pibes como delfines morochos y los cuidan doñas que parecen vigilantes de un acuario. Saluda con la mano y se escucha un chau guachín. Corre con gracia y a medida que avanza va saludando a vecinos, amigos, pibitas, el Guacho teje una red invisible de afecto en el barrio. Lo que hace una década era un amontonamiento de ranchos, gallinas y calles de tierra, ahora es un laberinto de pasillos con casas de dos y tres pisos que se encolumnan como torres babélicas sin revoque. Y la música, ¡ay la música!, no es posible cruzar el barrio sin el quilombo que se desprende de las ventanas haciendo temblar el ladrillo hueco. El ritmo de Meta Guacha baja de una terraza repleta de antenas y golpea las puertas de los vecinos como una marea tropical.
Le quedan unos metros para llegar a la casita. Antes de abrir la puerta verde, saluda a cuatro pibitos que improvisan un estadio de fútbol sobre el pasillo que sirve de zaguán de su hogar. Vayan a la escuela, guachines, dice con una sonrisa, y entra arrasando con lo que encuentra. Vuela por los aires un florero con jazmines que su mamá puso cerquita de la entrada.
Lo recoge como puede y la busca en la cocina.
Tomá, le dice, es para vos. La mamá sentada frente a una pava, que está arañada de tanto uso, fuma un cigarrillo que llena el ambiente de humo. El Guacho tira la plata sobre el mantel que se desparrama como un abanico de plumas. La mujer sonríe con una especie de orgullo triste, agotado. Hace quince años que dejó de ser la Mari, la que regentaba el barrio y le ponía los puntos a la gorra cuando se pasaba con algún pendejo. También dejó de ser la esposa del ladrón más respetado del barrio. Sus ojos no dejan de llorar a Roberto. Las ojeras parecen bebederos de arcilla que se agrandan con los años y ahí, en el hueco que se forma, siempre queda incólume alguna lágrima. Aunque tiene menos de cuarenta años, siente que perdió la frescura de la vida. No, mi amor, esto es tuyo, gastalo en lo que quieras. ¿Pero seguro? Seguro.
Un beso en la frente que la Mari recibe con una sonrisa de sus labios superiores es la despedida con la madre. El Guacho manotea su plata, sale corriendo de la casa, dobla en el primer pasillo y entra a la casa del Ricky. Salta por encima de la abuela que permanece como una roca frente al televisor, mientras su cabeza marcha donde todavía es joven y moja sus pies en un arroyo de su Asunción natal.
El Guacho encara para el dormitorio del fondo y en el pasillo cruza con un beso a Jenny, que lleva un short tan cortito que se le ven dos centímetros del culo. Lleva también una remera sin corpiño, esos pechos, piensa al Guacho, le encantan esas tetas que parecen hechas en cerámica, las mira de reojo, pero lo que más le excita es el aroma de su piel, el olor a margarita punzó que inunda las lomas de Mercedes, en Corrientes, donde su madre se refugió cuando al viejo y a los tíos los mataron como a ratas.
Esquiva al perro del Ricky, un salchicha gordo ciego que se desplaza como si fuera una foca. Entra al dormitorio y encuentra a los hermanos menores del amigo que están haciendo la tarea sobre la mesita de melamina; los saluda y les agarra los cuadernos, hace que no se los devuelve y todos se ríen, menos la Jenny que relojea desde el comedor y le germina en el pecho la idea de que le gusta el Guacho, aunque sea un par de años menor, aunque lo conozca desde que es un pendejo, aunque sepa que es mujeriego y todas las pibitas se mueran por él.
¿Dónde anda el Ricky? Los niños señalan el baño, y el Guacho patea la puerta apurando. Tranquilo, Guacho, que esta facha hay que mantenerla, dice mientras abre. Se chocan las manos con firmeza. El Ricky tiene los dientes blanquísimos y parece una parrilla de teclas en esa cara marrón, corte de pelo filoso, un tatuaje en el cuello: dos revólveres cruzados por una rosa enorme.
Vamos para la feria amigo, dice mientras agita los billetes como si hubiera roto el casino. Emprenden. Antes de salir de la casa el Guacho aprovecha para mirar a Jenny que está esperando esos ojos. El encuentro termina con una sonrisa de ella, un guiño de él. Encaran para aquel lado y toman la calle Chilavert. A media cuadra esquivan los vidrios de varios envases muertos contra el piso y saludan a Jote, que pasea en cuero a su perro pitbull.
La feria está a dos cuadras. Los dos brillan como margaritas en un baldío, el pecho hacia afuera, la pera levantada. El Guacho es parecido a Roberto, en el barrio las señoras lo comentan; alto, piel de bronce, manos grandes, ojos negros, nariz cuadrada, atractiva, la quijada marcada como una señal para que empiecen los músculos, que a medida que crece se ponen más firmes y atractivos. También tiene algo de la Mari, una especie de belleza inconmovible, el hechizo de esa mujer, que aunque está seca por dentro, todavía conserva una fascinación de la que se habla en el barrio.
Están a una cuadra de la feria y ven a Ludmy, que antes se llamaba Cristian y que sus padres evangélicos la nombraron así porque era lo más parecido a la palabra cristiano, hasta que se pudrió de la borrachera del viejo, de los maltratos a la vieja, y de que su tío se metiera en su cama desde que tenía seis años. Un día los mandó a cagar a todos y se fue con lo puesto de Misiones para vivir en la villa con un grupo de travestis del Bajo. La saludan y Ludmy les dice que tengan cuidado, que andan cerca los Otarios y que están re zarpados.
El Ricky le tira un beso, cada tanto cogen y guardan ese amorío como un secreto de dos. El le lleva merca, toman juntos y Ludmy le regala un rato de amor. Hacen esa y después cada uno a su vida, y aunque no lo digan se quieren a su manera.
Siguen caminando, doblan en la esquina en dirección a la feria que está cada vez más cerca, y aparecen dos Otarios.
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