Los cobardes
Al mando de Zalazar viene la cuadrilla. La nube de polvo asusta al paraje porque cuando cabalgan tantos juntos el diablo anda entre ellos. Van por el camino que lleva a la pulpería Santa Rita de Rufino Benítez. Sentado en la puerta, el hombre aparta el guitarrón que tiene sobre sus rodillas porque advierte el trote de los caballos. Retuerce los dedos e invoca en silencio a San Baltasar. Su esposa la Crescencia se acerca, lo agarra de un hombro y miran la treintena de hombres, lanudos, con hambre de tripas, que van acercándose. A media legua, al llegar al camino que sale para el sur, doblan y encaran para la estancia del doctor Mendieta. Los Benítez resoplan. Crescencia va hasta la cocina y trae una vela, para el santo, dice.
Hace tiempo que Zalazar se la tiene jurada a la gringa, que no es otra que la mujer de Mendieta. El negro se la había imaginado montando su machete. Es que algunas miraditas en el almacén de Evaristo lo habían envalentonado. Él sonrió, bajó el chambergo gastado en señal de respeto y la gringa devolvió el gesto. La segunda vez que se cruzaron en el pueblo, el hombre le dijo buenas, la mujer iba con sus hijas, se desentendió y lo miró con desprecio. A Zalazar no se le hiere el orgullo.
Lo nombraron capitán después de haber pasado a cuchillo a cientos de niños en la batalla de Acosta Ñu. Ahora su tropa es oficial, no hay patrones que manden a cinchar ni a levantar el fusil ni a perseguir indios ni a guerrerar. No se sabe bien a quiénes responden, no lo saben muy bien ellos porque los que mandan cambian de bando más rápido que de calzones.
Los estancieros y los campesinos se ponen de acuerdo en una sola cosa, los asaltos del ejército son peores que cualquier malón, mucho más sangrantes que el ataque de cualquier grupo de bandidos del monte.
A la gringa le gusta a pelo, desliza con voz ronca a los muchachos.
Zalazar sabe hacer reír a su junta, que no es otra cosa que algunos infieles, desheredados, gauchos desahuciados, jovencitos sin mora y sin descanso que se ordenaron atrás del negro con la promesa de obtener botines y que no haya reproches. La guerra había menguado y la sangre de esos hombres se calentaba si el cuchillo se enfriaba.
Es de tarde y se van acercando a la estancia de Mendieta, cerquita de la laguna Yverá, no tan lejos del campo de Herrero. No llevan ninguna orden oficial, solo el desprecio por ese doctor que desposó a la gringa y anda trajeado, con sus anteojos de armazón dorado y el aire superior que se vuelve una fragancia irresistible para la envidia de Zalazar. Porque no le duele que se monte a la gringa, eso es fácil de arreglar, lo que lo embronca es que ande por ahí con aires de sabiondo, que haya mamado los pechos de una nodriza, que se haya vestido y le hayan curado las fiebres, que lo hayan mandado a estudiar. El negro detesta todo lo que no es su historia y también su pasado. Pero ojo, no es revancha ni conciencia, por eso se desquita de la misma manera con el que más tiene y con las pobres almas que son más pobres que las de él.
Ven el caserío y disminuyen la velocidad. El negro Alvarenga hace un chiste, que se preparen las guainas, dice y todos ríen, menos uno. Bajan de los caballos a unos metros de la estancia y se disponen a entrar. Zalazar hace una seña para que el Choño se mande primero porque es atrevido con el cuchillo y medio bobalicón, mejor que muera primero si alguien tiene que morir. Atrás se cuela Valenzuela, con el trabuco gastado pero listo para la descarga. La avanzada lleva los dientes apretados. Dan unos pasos y se encuentran con el hijo del capataz que se sobresalta por la aparición de los hombres. Antes de que dé el grito de alerta, un tajo le perfora el cogote a la altura de la arteria. El golpe seco del cuerpo retumba en la galería. Atrás ingresan los demás.
Zalazar permanece afuera con unos cuantos, se arma un tabaco y escupe la loza. Antonio está en ese grupo de la retaguardia. Adentro el ruido es infernal. Empiezan los llantos y las súplicas, el intento de salvarse y el olor de la pólvora. Caen los cuerpos entre los matarifes que empiezan a festejar su hazaña. La alarma de la muerte transforma en bestias a los que quieren vivir, pero la pelea es desigual. Los hombres que han llegado los superan en número y en saña, son perros viejos, lobizones de carne humana, son despojos de lo que fueron de gurise, almas que tributan sangre a la tierra, siempre sedienta.El jefe espera un rato mientras se divierte pateando unas bolitas de arcilla que coleccionan los hijos menores de Mendieta. Al rato decide entrar. Cuando entra sus hombres ya han pasado a cuchillo a casi todos los varones de la casa. Niños o adultos, da igual. Al único que dejan vivo es al dueño de casa, bajo expresa orden de Zalazar, me lo dejan vivo al dotorcito.
Entre cuatro lo reducen y maniatan con violencia. La gringa ta en la pieza, dice Alvarenga, mientras sostiene con una mano los pelos de una criada que ahoga un grito con un golpe que el negro le da en el medio del estómago. Grisel, así se llama la gringa, intenta ampararse en la planta alta, aunque sabe que esa habitación es más una trampa que un refugio. Está con dos de sus hijas menores, las que pudo manotear cuando entraban los hombres, una se pone a rezar y Grisel la mira con lástima.
Zalazar pide que lo acompañen tres hombres y que lo lleven a don Mendieta. Todos se anotan en esa partida, pero Zalazar dice, tres hombres, no más. Alvarenga sube y lo escoltan el Choño y el indio Pascual. Abajo empieza la fiesta. La estancia es un matadero donde las bestias tienen permitido violar, de a tres, de a cuatro, con palos, con hierros que hacen calentar en el fuego que un rato antes servía para entibiar agua de mate. Festejan que ha llegado Flores con el botín de la dispensa, y reaniman a una mocita con aguardiente, para seguir usando su cuerpo.
En la habitación de la planta alta sucede lo esperado, no hay milagros esa tarde. La gringa implora por sus hijas, se entrega en cuerpo, pide que no las toquen, mira el rostro de su marido, en el lugar donde estaba su boca ahora hay una mancha negra que sangra. Empieza el ritual que va a durar hasta el amanecer.
Antonio permanece afuera de la estancia todo el rato. Valenzuela fatigado de empuñar el cuchillo, lo llama a los gritos para que entre, que hay charqui y caña. Los aullidos de las criadas decoran el salón. Sus compañeros, bestias angurrientas, se turnan para hincarse a las hijas mayores de Mendieta que han dejado de creer en los santos. Los hombres que no violan, se entretienen despellejando a varones que todavía se lamentan desde el suelo. De la despensa llega más caña y el vino, y allí, cuando se aburren del tumulto de mujeres carnean a uno de los mozos.
La sangre pinta el suelo, la marea se desliza por los huecos de las baldosas de ladrillo como si quisiera escapar hacia el campo.
No es fácil adivinar cual es el destino que a uno le espera. Para Antonio la vida ha tenido un solo sentido, solo que hasta ese momento no lo ha sabido. No puede ser que su Dios le haga esto, que la muerte de niños sea su estrella, que la ventura de su juventud sea doblegar hembras con el cuchillo. No quiere estar ahí, ni quiere pasar sus años empujando a la muerte inocente. Le basta esa noche para ponerle remedio. Sabe que si persigue su deseo, la apuesta se le viene en contra. La deserción lo invita al monte, al destierro, a estar agazapado y cambiar el nombre. Mira el salón donde las bestias se entretienen con los cuerpos que a esta altura han perdido el calor. Los ojos opacos de un gurí inanimado le advierten que si se queda ahí será para siempre. Se la juega. Ahí nomás, sin explicaciones, da media vuelta, camina unos pasos y en las sombras busca su tordillo. Se sube sin temblar y encara para el monte, alejándose de los cobardes que hasta un instante habían sido de su partida.
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