La frontera
Una nube acecha. Blanca, huérfana, es el espasmo de alguna tormenta que no pasó los esteros. El raudal dibuja en la bóveda del monte el cuerpo de una yarará. Avanza gateando como si fuera una esquela y tuviese un mensaje crucial. En un punto, sobre el tejido de ramas grises del algarrobal, donde los pájaros supervisan la oscuridad, empieza a crecer y su color cambia. Del blanco pasa al gris, y del gris al verde, como si hubiera dejado el alma de nubarrón y se transformara en un adoquín poroso. También cambia de forma, abandona el cuerpo de víbora y se transforma en una especie alada parecida al guira guira.
Antonio avanza en dirección a los árboles y los cascos del pingo retumban entre los espinillos. El nubarrón se desangra en algunas gotas sobre la cabellera negra y la nariz filosa que anticipa la cara del gaucho. Vuelve de Rio Grande do Sul donde anduvo con otros gauchos como él. Presos de la autoridad que los obligaba a sacar el cuchillo contra sus hermanos, encontraron la libertad en el monte.
Aún falta un trecho para el Payubre. Los años de destierro, el tormento de la matanza de los Mendieta, su madre, Adelaida, necesita volver a respirar su paisito. El tiempo se le nota en las manos, ajadas y grandes. El resto del cuerpo conserva la textura de la juventud. Hace casi diez años que emprendió a la guerra y ¡guay! que pasaron cosas. Si antes de hacerse soldado era bueno para enlazar, bolear y hacer un caballo parejero, ahora domina las tareas como los sabios dominan el arte de los consejos. También aprendió a robar sin matar. El negro Jordán, que venía del Mato Grosso, le había dicho que a los ricos no se les roba, se les saca algo de lo que antes nos quitaron. No olvidó las palabras del gaúcho y empezó a llevar esa consigna como estandarte de sus labios. Después, esa frase cabalgará sobre el viento para hablar de su leyenda.
Avanza despacio porque es tierra conocida. Por esas leguas anda la frontera del cacique Leoncito de los Vilela.
Antonio tira de la cinchas para que el tordillo se detenga, los ojos al frente cubren el llano. Cerca del algarrobal una diminuta figura le llama la atención. Algo se mueve bajo las estrellas. Reacciona tocando el trabuco con su mano derecha y sintiendo en su muslo el filo que tantas veces ha vertido sangre.
Cierra los ojos, tratando de hacer foco en eso que se mueve. Es un indio.
No, no queremos las orejas, queremos las pelotas. Ustedes ya se hicieron los pícaros dejando dos o tres vivos. Me traen las pelotas o no hay paga. Y a las indias me las traen vivas. Y si no me traen a ninguno, los mando a estaquear.
Se acuerda que en la comandancia lo habían mandado a matar guaraníes por un problema de tierras. No importaba si eran niños o mayores, eran los testículos los que daban la paga. La primera vez volvió con el saco vacío. Lo estaquearon toda la noche. La segunda vez, lo estaquearon durante dos días enteros. La tercera trajo una oreja, que cortó con lástima de un cadáver, pero ya nadie se animó a ponerle la mano encima.
Ahora ve uno de lejos. Recostado sobre su caballo como si fueran el mismo cuerpo. Sabe que si lo vio, a él también lo vienen marcando. Los indios y los gauchos como él no se dejan ver por gusto.
Sentado sobre su caballo, mira los movimientos del indio. Es un jovencito, está acostado sobre el lomo de su yegua marrón, sin aperos, sin montura, a pelo. Las crenchas tapan los ojos del muchacho y la cola parece un helecho de selva.
Antonio mira alrededor. Intenta prevenirse, porque los indios no salen a mirar las estrellas solos, andan maloneando o andan trampeando.
Se acuerda cuando conoció a la tribu Vilela, en las tolderías cerca del Cangayé. En esas semanas que le tocó hacer intercambios aprendió que los indios amparan a los cristianos cuando se van por gusto. Había allí varias cautivas, algunas encimadas sobre la sal haciéndole al cuero, otras guasqueando, había también gauchos matreros que estaban de paso, bien bebidos.
El hijo de Leoncito, que no necesitaba un lenguaraz, le dijo una noche que en su tierra el que manda no es como hacen los huincas, ustedes obedecen y manda el que manda. En este lugar primero hay que sentarse con los otros caciques, arreglarse con los capitanejos, hablar con los hombres antiguos, en esta tierra todos son iguales, todos son libres.
Tira del animal para un costado. Sabe que lo miran, siente la presión de la indiada que está escondida y también espera sus movimientos. Antonio cambia el sendero. Más tarde de lo que pensaba llegará al Payubre, pero prefiere llegar tarde a ser atropellado por el cuchillo de los Vilela. Emprende el trote, el viento lo acompaña y suelta las cinchas para empezar a cabalgar.
Los animales vuelven a su ritual nocturno. Los indios bajan las lanzas.
Los Otarios
No era la primera vez que Roberto se cruzaba con Jorge, el mayor de los Otarios. Se habían estado midiendo, pero el Tropitango apuró el final.
El negro echaba a los transas si los veía por el barrio. Tampoco nenes de pecho, no se quedaban atrás y andaban con los fierros descubiertos por la villa. La convivencia no era fácil entre chorros y transas, menos compartiendo territorio. Dos veces se tirotearon, de lejos, para mostrar que las dos bandas se la aguantaban.
Roberto Cruz pertenecía a la vieja guardia de ladrones, hombres que eran respetados por todos en el barrio. Le hacían a los bancos y blindados, armas de calibre grueso, alguna ametralladora.
Tenés que tener códigos, les decía a los pibitos que se querían sumar a la banda y veían en Roberto la imagen de un héroe, la representación de un ídolo villero que a los tiros había logrado hacerse un nombre y con ese nombre la veneración del piberío y reverencia del barrio. Se sentaba en la puerta de la casa, ojotas, short deportivo, camisa abierta, pava de acero y un minúsculo mate de loza. Lampiño era el negro. Las cubanas en cascada de rulos por su nuca, el fierro escondido en el elástico del pantalón. Lo rodeaban sus compañeros, jamás levantaba la voz. Si una vez no respetas los códigos, te quedas sin una rodilla, ¿me entendés?, dos veces no caminas más. El negro no dudaba y más de una vez dejó rengo a alguno por faltas de respeto. La banda de delincuentes llevaba su nombre. Robar con ellos te acomodaba un escalón arriba en la jerarquía delictiva y tumbera. Haber pertenecido a la banda te salvaba de lavar la ropa de un pabellón y ser el mulo de algún preso más poronga. El negro se encargaba de arreglar la protección dentro de los penales, sostener el bagayo de las familias y mantener lejos a los arruinaguachos.
En el barrio no se roba, afuera pueden hacer lo que se les cante el orto, pero acá no, repetía para que quedara claro. Es que la villa es la casa de un ladrón. Si no está seguro en su barrio no está seguro en ningún lado. Los pasillos son las arterias de escape, la casa de cualquier vecino un refugio. Roberto no solo impedía el robo dentro de su barrio, también cuidaba que nadie se hiciera el vivo, sobre todo los transas. Cuando conoció a su compañera, en el carnaval de año nuevo, cerró todo. Una mirada en el corso, una birra, dos birras, el apretón contra la pared, los besos, a los meses se fueron a la casita de la Mari. Esa unión fundó una sociedad que el barrio bautizó como “Los ángeles”. Ni políticos, curas, asistentes sociales o comerciantes. Los que podían hacer un milagro en medio de tanta miseria eran esos dos negros que se habían enamorado.
La Mari recibía la visita de madres viudas o abandonadas, pibes que no tenían donde comer, hombres desempleados y siempre encontraba la manera de resolver los problemas. También era conocida en la municipalidad donde pateaba la puerta al intendente cuando no bajaba comida al barrio o cuando la villa no tenía agua y desesperaba. La conocían los punteros y los religiosos, las maestras, los militantes barriales y periodistas, que cada tanto aparecían porque alguna tragedia del barrio significa noticia. La Mari estaba ahí, dando la cara para todos.
Roberto se movía en la sombra de su mujer y ordenaba otros conflictos, la policía y los narcos. Con sus dos hermanos se ocupaba de tener a raya a los cobanis y tratar de que no entraran, como decía, los hijos de puta que le estaban pudriendo la cabeza a los pibitos.
En el Tropitango empezó el final. Estaban esperando que tocara Javito y el grupo Red. Roberto estaba con la Mari ya embarazada, lo acompañaban sus hermanos y un par de amigos del barrio también chorros. Habían pegado una fija en Vicente López y los bolsillos escupían plata. A unos metros, Jorge y un par de pibes de la banda de los Otarios no dejaban de mirarlos.
¿Qué mierda quieren estos fisuras? Lautaro, el Laucha, el menor de los hermanos de Roberto pregunta al aire. Los Otarios se ríen. Dejalos, son altos peluches, responde la Mari. Lautaro, se da vuelta y abraza a Vicky, su novia. En ese momento siente que su remera se moja por la espalda. Los Otarios se ríen. Jorge sostiene una jarra vacía, la boca abierta de risa. Todo lo que estaba adentro del recipiente cubre la remera deportiva del Laucha. No hay ninguna pregunta, se rompen algunas botellas. Las piñas son parejas, de un lado y del otro. Todos los pibes que pelean han estado alguna vez presos, el mejor lugar para aprender a defenderse o ser cobarde hasta la muerte. El Niño, uno de los guachines, sobrino de Jorge, saca una faca y la empuña contra Lautaro. El corte es superficial a la altura del hombro. El humo del boliche confunde los movimientos, la ceremonia del baile se apaga y las luces se encienden. Una ronda se arma alrededor de las dos bandas que golpean con firmeza. La Mari se corre a un costado, su embarazo no la deja moverse con soltura. Vicky toma una botella del suelo y parte la cabeza de Niño. Los grupos se separan, la sangre cubre la cara de Niño, se agarra el cráneo mientras su hermano mayor, el Toto, lo sujeta de un brazo. Los golpes cesan y Roberto da un paso al frente agitando los brazos. Jorge queda enfrente, a los gritos se escucha una sentencia que se repite varias veces, ¡mano a mano!
Jorge mira a su banda, que le devuelve un gesto de temor por la invitación a medirse uno contra uno. El terror invade a los Otarios porque el duelo es la síntesis de la derrota. Roberto avanza, sus manos lucen nudillos cuadrados, conocen la leyenda de que no ha perdido ninguna pelea, su espalda grotesca como un simio, su rostro emparchado por cicatrices que la policía se encargó de marcar las veces que cayó preso, y una mancha de sangre en su remera. Roberto da un paso al frente, grita, ¡dale, cagón! Jorge, entumecido por la cobardía no se mueve. Ningún Otario respira. El Laucha se agarra del tajo que tiene en el hombro, grita ¡son todos putos los Otarios!
Dale, cagón, arrancá, Roberto vuelve a agitar al líder de la banda contraria. Nadie se mueve. Roberto avanza, las luces prendidas no dejan posibilidad de engaños, el boliche está pendiente de la contienda. Los pibitos del barrio son espectadores, el Tropitango es el coliseo de la villa y la pelea se va a contar por todos los pasillos, la intriga del barrio es el chusmerío.
Roberto da unos pasos, lo tiene casi encima a Jorge que no dice nada, parece olvidarse de vivir. Sabe que es mejor ser derrotado que retirarse y ser cobarde, el estigma es para siempre, pero su cabeza no le da ninguna orden al cuerpo.
La respiración de Roberto perfuma la nariz del transa. Jorge intenta tocar el fierro que lleva en la cintura, pero un cachetazo le cruza la cara y la vergüenza rebota por todas las paredes. No volvés más por acá. El Laucha saca el fierro, apunta y grita, se van todos manga de putos. Los gritos del Tropitango festejan el desenlace. A los Otarios no les queda otra que obedecer. Con la mejilla colorada el transa se marcha hablando de venganza, mientras los pibitos del barrio aprovechan para bardear.
Un tiempo después Roberto y Jorge vuelven a encontrarse. La cara del Otario es la última que ven los ojos negros del ladrón más querido del barrio.
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