Caburé
Se detiene en la laguna que se armó por el aguacero del día anterior. Al tordillo con el que venía andando lo cambió por un alazán que tomó de la estancia de los Segura. De noche, cuando la peonada se fue a dormir, caminó por el mandiocal que está pegado a la casa y se metió en el corral. Un chucho negro de patas cortas le salió al paso, pero Antonio conoce de perros. El invierno hambrea a las jaurías cimarronas que buscan en el monte algo que llene los vientres, alguna vez se los topó, lazo y cuchillo los enfrentó a lo guapo. Esta vez miró los ojos del animal, le brillaron los dientes, el gaucho sacó la faca, por las dudas. Un amague y retrocedió, atinó a ladrar como excusándose. Cuando la primera vela se prendió, Antonio ya cabalgaba sobre el alazán.
Respira tierra conocida, lapachos y alecrines se amontonan detrás de los espinillos. El Payubre es una ventaja, conoce senderos que solo los bichos caminan. Encarnación nunca supo qué hacía tantas horas metido en medio del monte. Una vez regresó con una mulita lastimada, se notaban los zarpazos de un montés. Cuando llegó la puso sobre su regazo y la cuidó hasta que murió. Luego la enterró a los pies de un quebracho blanco. Todos vamos a morir, le dijo a su madre, se limpió los ojos y volvió al monte hasta el anochecer.
La zona también es una trampa, Zalazar, ahora el coronel Zalazar, le puso precio a su cabeza. Uno o dos robos dejaron pasar, pero ya se cuentan como una decena y ¡ay carajo! la chusma que no dice nada. La gente que cierra el pico es la misma que lo esconde porque sabe la bondad del gaucho que le anda robando a los ricos, o como dice él, sacarle un poco de lo que antes nos han sacado. ¿Y si su desertor empieza a ser un ejemplo? Me lo encuentran y lo matan, ordena a su cuadrilla.
El alazán jadea, está abombado. Teme por el pingo, que desde hace leguas trota aplastado.
Un algarrobo que da una sombra irregular le sirve de excusa para detener la marcha y recostarse un momento. Baja del animal, le quita el peso y lo deja comer en la sombra. De cara al cielo, agarra una pajita que empieza a masticar con las muelas y la imagen de la Adelaida se le hace fuerte. Trata de cerrar los ojos, pero la figura de la mujer se hace más grande, como si estuviera encerrada en sus párpados. Es que no ha sido una mujer cualquiera. La conoció en la estancia de Barrientos, cuando se conchabó como peón, después de desertar, usando otro nombre para que no le encontrara el ejército.
Recuerda la frescura de su cuerpo que sabe al yuquerí, el olor a jazmín cuando se enredaba en sus cabellos y la dureza de sus muslos que había empujado como un potro. Adelaida le había enseñado, tranquilo, no sea bruto, así, despacio, con algo de cariño, bestia. Y de a poco lo fue domando.
Cuando el padre de la muchacha se enteró, roja se le puso la cara y anchas las venas. Tomó un trago de una caña áspera y fue en busca de la faca. Es que a mi hija no la toca naides, dijo al aire para que lo oyeran los que andaban cerca.
De esa contienda solo se acordarán algunos, cuando la fama de Antonio empiece a flotar como polvo suspendido en el llano.
El gaucho sabía que venían a cortarlo, Adelaida le gritó para que escapase, pero a Antonio que no le sobraban las palabras, le abundaba el coraje. Dejame, le dijo y Adelaida se tapó los ojos para que no se viera el llanto.
El hombre llegó como poseído por un temporal. Antonio estaba afuera, bajo la sombra de un ñandubay, echado sobre una raíz que sobresalía como si fuera un catre de campaña. Fumaba un tabaco dulce que había conseguido de un rodeo con unos gaúchos al norte del Río Grande. Rodeado de tres peones que lo ladeaban, más por curiosos que por otra cosa, el hombre avanzó con el filo en la mano y Antonio no tuvo más remedio que pararse. Ahí nomás se plantó. Sus ojos negros que eran tan profundos como el pozo de la noche se abrieron y cuartearon por los aires la valentía del hombre. Una ojeada, dirán después, con solo una mirada lo hizo recular. Los tres que andaban de testigos enmudecieron. Es que también quedaron asombrados por esos ojos que parecían tener el significado de la muerte.
Esa mirada se convirtió en leyenda y fue la misma Adelaida quien contó por primera vez cómo retrocedió su padre ante esa vista que tenía algo de inexplicable, como la de un tigre o algo peor. Las historias galoparon por los rincones del Payubre.
Casi siempre pasaba lo mismo, el desafiante reculaba ante la mirada del joven de cabellera negra, nariz filosa. Los ojos se volvieron célebres antes que su melena, su vincha roja, los milagros. La historia volvía en esos ojos negros, profundos, como si fueran unas cuevas que guardan algún secreto tenebroso. Algunas veces no quedó más remedio que sacar el cuchillo y tajear al que se pasaba de vivo, porque Antonio además empuñaba el facón con la destreza del añá jaguareté. La muerte es amiga del gaucho, empezaron a decir.
El cuento del hombre que cruzaba el monte en la oscuridad y prefería desarmar con los ojos a sus oponentes se fue desparramando como simiente de espinillo.
Hasta los oídos de Zalazar llegaron esas historias, anda uno, por estos pagos, que con su mirada hace retroceder a los guapos, Antonio, se hace llamar. El oficial supo de quién se trataba, su soldado, varias cruzadas lo tuvo entre sus filas, su desertor. Cuando le contaron hizo silencio, mandó a callar al chusmerío y ordenó perseguirlo sin tregua.
Una nube distrae la nitidez de Adelaida, la brisa remolina el polvo. Abre los ojos y la sorpresa es enorme, aún para él que es amigo del monte. El ave que el mismísimo Tupá ha creado lo observa desde una rama, como si fuera una extensión del viejo árbol. El caburé está inclinado hacia delante con los ojos puestos sobre Antonio. Los dos animales se miran con deleite y tal vez con algo de respeto. Qué lindura, dice el gaucho que recorre sus plumas del mismo color que el ramaje. No es común verlas con el sol arriba. Esas son horas de andar paseando, Antonio dice y ríe por su propio comentario, que parece más el de una madrecita que de un retobado, y el caburé retuerce el pescuezo en señal de agradecimiento. Los dos son almas del monte y pronto ambas andarán juntos como amuletos en los ponchos de la peonada. El ave abre las alas y despega rumbo a un destino que Antonio no puede adivinar. El vuelo es bajo y permite seguirlo hasta que se pierde como ceniza en el punto donde el cielo y la tierra se funden en un color marrón.
Antonio también se mueve, se para, junta los aperos, ensilla y una nueva imagen se le aparece en la cabeza, mañana es la fiesta de San Baltasar, para allí va.
Herencia
Ese es el problema, ¿cuánto dura una buena relación entre los transas y la policía?
El comisario Jiménez, dos años al frente. Primer día, reloj imitación, dos pares de zapatos que alternaba, un Renault discreto, una carpa en los balnearios de San Clemente, cuando se fue, válgame dios. Los Otarios ayudaron a pagar el viaje a Disney, el departamentito en Pinamar, un auto para la mayor. Fue rápido, dos años y la fortuna del negro Jiménez creció tan de prisa como la conversión de los pibes del barrio en fantasmas renegridos por el paco. Los transas sacaban a los tiros a los familiares que reclamaban algo, la policía bajaba la gorra. Cada jornada la necesidad de meterse algo por la nariz y por la boca dejaba en la villa el recuerdo de algún niño vencido, una familia rota. Las manos comprimidas, el frío de los cuerpos, las gargantas empantanadas, los pulmones secos, ojos sin color.
A la Rosi se le murió la hija, tenía dieciséis. La última vez que la vieron la habían encerrado en la casa, para que no fuese a lo del transa, repetía la mamá apretando una foto de la nena contra su pecho como si tuviera que justificar las dos vueltas de llave sobre la reja. Una hora la dejaron sola, se escapó por los techos. A los dos días la encontraron tirada sobre el paredón del cementerio, a diez metros de otro pibe que nunca se enteró de la muerte.
Jiménez se zarpó, dijo el nuevo comisario de apellido Velloso. No se puede hacer lo que hizo, ustedes me entienden, ¿no?, bueno ahora tenemos a la superintendencia mirando para acá, tenemos que ser más vivos.
El Ricky olvida la sonrisa cuando los ve avanzar. El beso que le tiró a Ludmy queda suspendido en un recuerdo que se contará tiempo después, cuando empiece la leyenda del Guacho.
Niño y Pantriste caminan por la vereda de enfrente en dirección a ellos. Niño tiene una visera verde que llama la atención porque tiene una inscripción, “NY”, en un plateado que devuelve la luz del sol. En cuero lleva su panza como un acoplado con insignias. Tres tatuajes, la imagen de su madre “Doña Tita”, la leyenda “Otarios mandan” en letra gótica, y el rostro de Jorge, muerto de sida unos años atrás.
Pantriste es flaco, tiene los dedos amarillos y la garganta jadeante, se le nota la ansiedad. Camina encorvado, también está en cuero y se le ve por un lateral del pantalón deportivo que está enfierrado. Los dos tienen llantas blancas que parecen faroles en la tierra. Los Otarios mandan en el barrio, el tatuaje de Niño no miente. Después de la muerte de Roberto y sus hermanos, los transas coparon, dejaron que entraran chorros de villas vecinas, rajaron a los curas de la capillita del barrio, por acá no caminan más, amenazaron a un grupo de jovencitos que habían montado la unidad básica del barrio. El tiempo en la villa tiene su propia medida, puede acelerarse si los encontronazos no son afortunados, puede ser lento, como el hambre de las madres que toman mate para matar la señal del estómago.
Vamos a ver muchachos, tenemos que terminar con esto, ¿cómo es que se llaman, los qué?, Velloso habla y fuma, con la candela de uno prende el siguiente. Tráigame café, Benitez. Bueno, les decía, a los jefes les tenemos que seguir pagando, así que bueno, vamos a tener que buscar otra caja.
El Guacho sabe su historia, se la repiten cuando pueden, Roberto, el barrio, la banda, los blindados, Sierra Chica, la disputa con los Ortivas, la Mari, los tíos, el Tropitango, la venganza a traición. Los Otarios lo miran con los ojos cascados del fasito, no se detienen en Ricky que se toca la cintura, tanteando el fierro que siempre carga como si fuera su documento. El Guacho no baja la vista, el pecho se inflama, la sangre de Roberto le corre por el cuello, el lamento de la Mari le dice que no se achique pero que no bardee. La calle es más pequeña que las del centro, angosta, un auto pasa con dificultad, pero es mucho más que un pasillo. Las veredas de cemento sostienen las casitas, parecen torres de naipes. Vienen de frente. Niño baja a la calle para ganar terreno. Pantriste sigue sus movimientos. Están a pocos metros. Pantriste enfoca a Ricky y con la voz turbia habla, ¿qué mirás, bigote?
Usted Romero, váyase con tres móviles y revienta la casa de esos negros de mierda, ¿me entendió? ¿La orden? Mire Romero, no me rompa las pelotas, el papelito se lo consigo en dos segundos. Fortunatti, usted va de apoyo con dos móviles más.
¿A quién le decís bigote, gato de mierda?
Hablarles así, solo al Ricky se le ocurre. Es que el pibe se le anda parando de manos al destino. Que sale a chorear de caño, uno o dos tiroteos con los ratis, y el año anterior, se comenta en la villa, bajó a un gendarme y estuvo guardado un año en el Instituto. Pantriste sabe quién es el Ricky. Se imagina bajarlo antes que se ponga más picante y también al Guacho, así termina de una vez con la dinastía de los chorros. ¿A quién te comiste, la concha de tu madre?, contesta con la garganta apestada, hace un movimiento torpe para agarrar el fierro. El Guacho y Ricky se dan cuenta y logran ponerse atrás de un contenedor. Los Otarios desenfundan, Niño grita ¡Vas a morir guacho, vas a morir! Y empiezan a tirar. El Ricky saca la 22, una pistolita, carga y contesta, las balas pegan lejos. El tiempo de la villa maneja su propia medida, el resentimiento no puede esperar.
Vamos, salimos en cinco. Me acompaña, subcomisario, queda al mando, yo superviso el operativo. Se vienen dos patrullas más conmigo; Benítez, usted va a manejar mi auto. Vayan a ponerse los chalecos y arréglense un poco que hoy salimos en la tele.
Las persianas se cierran. La música del almacén de los bolivianos se apaga. Los alaridos del Ricky hacen que Amanda, la almacenera, se haga la señal de la cruz. El hombro quema antes que pegue el grito, ¡Guacho me dieron, Guacho, la concha de la gorra, tomá, tirá vos! Las balas silban la cabeza de los dos negritos. Parados a unos metros, Niño y Pantriste disparan sin vacilar. El grito de una vecina empieza junto al llanto de un bebé. La villa está pendiente del tiroteo. Hay un silencio, ni los perros se animan a chumbar.
Los Otarios se incorporan y comienzan a acercarse despacio, agazapados, no logran ver detrás del contenedor. El Guacho empuña, sabe tirar, aprendió de chico en Corrientes, donde la Mari se refugió después de la muerte de Roberto. Los primos le enseñaron, a las latitas primero, después palomas, torcazas, lo que entre en la olla, hasta un ciervito en la entrada del monte. Con zurda y diestra, al Guacho nunca le tembló la mano.
Los transas se acercan como gatos, punta de pistola en dirección al contenedor, los ojos clavados delante. El Guacho los espera como una víbora, en silencio.
¡Ay!, el grito sincera el impacto de un tiro en la pierna de Pantriste que cae como si lo hubieran talado. Apenas golpea el suelo, un segundo disparo le abre el cráneo en un agujero perfecto. Niño se refugia detrás de un poste de luz, dispara contra el contenedor. ¡Guacho, hijo de puta, te voy a matar!
Muy bien muchachos, llévense a todos presos. ¿Y vos qué mirás, negro de mierda? ¿Sabés cómo vas a comer pija adentro del penal? Los Otarios perdieron. Jiménez felicita a los subordinados, muy buen trabajo muchachos. Se dirige a Benítez, secuestren todo lo que hay y agarren lo que necesitamos antes que lleguen los peritos. Dejen algo para que vean las cámaras, muy bien, con eso está bien. Un suboficial se acerca corriendo, tiene la cara perfectamente afeitada, sus patillas casi invisibles se cortan por una gorra de color azul. ¿Qué pasa, cabo? ¿Un tiroteo? ¿Dónde? Pero la puta que los parió, Moreno, Sosa, agarren dos móviles y vayan para allá.
Una vez más el impacto de bala es contra el contenedor. ¿Estás bien? El Guacho mira a Ricky que se agarra el brazo. Sí, Guacho, hacelo cagar.
Niño vació el cargador, dispara una, dos veces, no sale nada, gatilla otra vez y el revólver se traba. Lo tira y empieza a correr en dirección contraria. Dos puertas que todavía están abiertas se cierran cuando ven llegar a Niño. La villa no protege a los narcos. Corre con dificultad, la panza pesa y el terror lo vuelve lento. Un dolor electrizante le sacude la parte trasera de la rodilla y cae sobre la calle. Una bala le atraviesa la pierna. Jadea, intenta pararse, pero no puede sostener el cuerpo que parece pegado al piso. Una sombra que lo cubre lo obliga a darse vuelta. Para, para Guacho, yo no te hice nada. Por favor, Guacho, no me mates, por favor.
Es ahí, a la vuelta, pará acá. Vamos muchachos, saquen los fierros. Avancen en columna, de a dos. Vos, Salazar, te vas con Ramírez del otro lado. Los encerramos por si se quieren escapar para la feria. Vamos, muchachos, que no les tiemble la mano, si hay que darles le damos.
Se abren las ventanas. El Guacho escucha las sirenas y el grito de doña Laura rompe la cuadra, dale Guacho, que viene la gorra. Las puertas de a poco también van dejando ver el interior de las casas. Al Guacho lo conocen todos, es un hijo de la villa. José, el panadero, grita desde la esquina, dale, Guacho, que ahí vienen.
Niño tiembla, está sentado sobre una de sus piernas, la otra derrama sangre, apoya una de sus manos en el piso y con la otra pide clemencia.
El Guacho apunta a la cabeza del transa, no lo moviliza la venganza, tampoco la ira, sentimiento noble de la pasión. Es distinto, dicen en el barrio, el Guacho tiene ese no sé qué, algo distinto, era enorme, un santito de la villa, dirán después.
Yo no mato cagones, habla sin lástima antes de que tres disparos rompan las rodillas de Niño.
¡Alto! ¡Policía!
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