
Quiero la cabeza
La memoria, vaya don. Desde mitaí había aprendido a orientarse.
Entretenido con una ramita va trazando líneas sobre la tierra, piedras amontonadas y hojas de higuerón que acomoda en un dibujo frente al rancho. Encarnación sacude un lienzo mientras el gurí marca, encima cascotes, junta semillitas. Los mayorcitos andan sembrando maíz en el campo de Soria.
¿Qué hace mijo? El silencio, la primera respuesta. La soledad es compañera de Antonio y a veces se olvida de que hay otra cosa. De pequeñito cerraba los ojos un buen rato, como queriendo ver para dentro. ¿Mijo, qué anda haciendo? Las palabras cortas, como raíz de ambay. Empapado de sudor o tiritando de frío, lo mismo da. Suelta la lengua cuando quiere y para decir lo que hay que decir.
Es el mundo, contesta. Con un dedo señala el monte Valenzuela hecho de hojas verdes y castañas, la estancia de los Segura formada con piedritas, los animales de semilla. Le muestra el camino a Curuzú Cuatiá y una roca grande, la piedra de Itá Pucú.
Conoce de memoria los rigores de la noche y el sendero de los bichos del monte.
Encarnación ve el dibujo y acaricia sus cabellos, este gurí es sabio como un baqueano, piensa y vuelve al trabajo.
El tiempo desgasta a los comunes, calamidad incesante. Al Gaucho los años lo han mejorado, como si fuera de arcilla y la vida una artesana.
No se meta donde no le da el cuero. Así le dicen en la estancia de Hernández. La arrogancia será de los malevos, pero a Antonio no lo sacude ese tipo de desprecio. ¿Las palabras?, qué importan, si el tigre no usa ninguna. El episodio apura la sentencia. Una cosa es ser bandido, otra es meterse en asunto de tierras.
¿Si don Hernández se pasaba?, moneda corriente. A las guanitas, pobres niñas, obligadas a servir los caprichos de la calentura y después tiradas por ahí, como paño viejo. Los varones sentían el filo en la garganta si se animaban a la protesta.
El día que el patrón empezó a echar familias de los campos, levantando un papel dudoso firmado en la comandancia, la peonada se rebeló. Sable y fusil, pasó a cuchillo a todos los que levantaron la voz, adulto o joven daba lo mismo, no vaya a ser cosa que después se le retoben. La locura de la ambición se paga con lagunas de sangre y tripa. La rebelión finalizó como se apaga un grito en el desierto, en silencio. Las viuditas fueron obligadas a conchabar a sus gurises por un plato de comida en el mismo campo del asesino.
Una desahuciada habla en la pulpería de Ramírez y la oreja de Antonio sabe escuchar. Sentado en la mesita bajo la ventana, el gaucho se tapa del invierno con un pellón marrón y escucha los lamentos que vienen de la barra. Ramírez asiente con la cabeza y cada tanto habla, qué barbaridad, hasta ahí nomás, no vaya a ser cosa que se vuelva valiente.
Antonio se para y Ramírez pone cara. La señora no entiende el gesto del hombre y el gauchito se arrima para ser parte de la conversación. Un mate camina de mano en mano, llega a las del gaucho. El silencio de Ramírez incomoda a la doña. ¿Usted quién es?, la voz de la viudita es recta. Ramírez presenta, es un hombre valiente y sabe cuidar a los suyos, lo conozco de gurí.
La mujer advierte que es un matrero, un delincuente o algo peor. Botas de potro y chiripá, el bigote duro, la vincha roja, ojos profundos y un facón que brillaba en la cintura, la cara conserva la ternura de la juventud, los ojos salvajes.
¿Qué perder? La señora besa la cruz que cuelga del pecho y despacha. Habla de asesinato y violación, de su hijito de doce acusado de robo, descuartizado por un loco que se hace llamar Ñato y atiende los asuntos del patrón. Ni dios sabe lo que pasa en la hacienda, nos ha olvidado. Unas lágrimas terminan el relato, el mate llega a las manos de la doña que se llena de vigor cuando el agua calentita recorre su pecho, ¿conoce a don Herrera?
Antonio mueve la cabeza afirmando, lo conozco, gracias señora. Esas son sus palabras, las únicas palabras después de haber escuchado el tormento.
Vuelve a pedir un mate, lo toma despacio, el frío acecha y la muerte también. Con un gesto se despide de los presentes.
La noche abre un surco para que el gaucho se mueva mejor. Antes de subirse al caballo se añuda fuerte la vincha. Después palmea al alazán y le dice algo al oído. Se trepa sin esfuerzo y marcha. Galope hasta la estancia, tres leguas, tal vez un poco más.
No conoce a Herrera, pero sabe que todos los patrones son iguales, son fáciles de reconocer, los hay menos peores, cada tanto alguno quiere a su gente, contados con una mano.
Llega a un fogón montado en la puerta de la casa, un pozo nuevo, galería de ladrillo. Una mulatita está desnuda y varias mujeres observan tristes la escena. Hay algo de regocijo que no pueden reconocer, una especie de gozo por no ser la víctima de esa noche, le podría haber tocado a cualquiera. Algunas agradecen a un dios invisible, otras han dejado de creer hace tiempo. Un hombre la manotea, le tira agua fría en el cuerpo, es poco más que una niña. El gaucho camina escondido entre las sombras hasta llegar a la ronda. El jolgorio no advierte el movimiento de Antonio que no tarda en anunciarse. Déjenla, la voz es grave.
Los hombres se sorprenden por la llegada del extranjero, se miran entre ellos, será de dios, dice el patrón, ¿a este quién lo juna?
No se meta donde no le da el cuero, habla uno de cara mala y nariz chata. Qué fácil es prender la rabia. ¿Vos sos el Ñato? El hombre se sorprende. ¿Y vos quién sos? Hojarasca y yesca de ñandubay, combustible del monte. No lo anden desafiando al gaucho, una miaja de bronca y el fuego quema por dentro. El Ñato vuelve a hablar, salí de acá si no querés pasar del otro lado. Hernández ríe, chambergo blanco, botas de cuero caña alta, un pañuelo cubre la yugular, tiene el bigote prolijo. Uno más lo acompaña, también ríe. La nariz chata, la espalda bruta, es grandote el Ñato.

El silencio se hace meseta, se empiezan a medir, y de la risa se pasa a la preocupación. La duda se consume en las chispas que desprende el fogón, el entuerto se resuelve con sangre. La mulatita aprovecha para salir corriendo, las otras mujeres desaparecen en la oscuridad. Los movimientos del gaucho son imperceptibles, parece quieto como el yacaré negro, pero dentro ruge la bestia, el añá jaguareté.
Antes que el Ñato empuñe el cuchillo, Antonio salta cortando en un movimiento de gato, limpito, a la altura del cogote. Ya no sos más el Ñato, le responde al matón que se despatarra por el suelo y se agarra el cuello intentando retener la vida. El segundo saca el sable, Antonio saca el suyo, diestra la faca, sable en la zurda, dos cruces y el cuchillo atraviesa el ojo del ladero de Hernández. El patrón se tira para atrás, camina torpemente, intenta huir, la cara de susto, tiene la muerte enfrente. Da la vuelta y empieza a correr, hace unos metros y cae. Las boleadoras de Antonio son infalibles, un movimiento y la boca del patrón golpea contra el suelo. Desde la tierra empieza el lamento, después la súplica, le doy dinero, lo que quiera, pero no me mate. Antonio habla corto, le devuelve las tierras a su gente o esta noche se va con el malo. El miedo obliga al hacendado.
Los chismes vuelan por los parajes. La madrugada trae la historia, un peón cuenta que el diablo anduvo haciendo de las suyas en la casa de la familia Hernández y que se llevó dos hombres. A la viudita le llega el cuento, mira al cielo y hace la señal de la cruz. Mueve las manos, como si el gesto la salvara de alguna culpa. Sabe que ha sido el gaucho que conoció ayer el que devolvió algo de justicia. La mujer se encarga de contar la historia, describe a Antonio con precisión. Un paisano escucha y afirma luego haber visto esa noche a un hombre transformarse en tigre. La coincidencia son los ojos y la vincha colorada. No hay dudas que es Antonio. Se arma un tejido de relatos. Se lo nombra en el arroyo Yuquerí, y unos peones anuncian que ese mismo gaucho ha matado a dos oficiales que se lo quisieron llevar. Se lo ha visto merodeando las comandancias, para embromarlos un rato. La leyenda de un hombre vivo, tarea difícil, que habla con los animales y es amigo de la muerte.
Es un ladrón, ta fuera de la ley, dice una señora. ¿Quién puede estar adentro, si la ley nos tiene así de pobres? Replica un mozo mientras intenta enrollar el papel para armarse un tabaquito.
A los soldados les han de crujir las patas cuando andan solos. Maldicen la suerte y le rezan a Baltasar, saben que es amigo del bandido, para que interceda. Será aña memby, dicen los oficiales.
Zalazar escupe la tierra. Mastica la bronca, el dolor del ridículo lo atormenta. Toma un trago, mira a sus oficiales que enmudecen para no temblar. El coronel se para, camina dando vueltas ante la vista de los oficiales. El sable desenfundado brilla sobre la mesa. Lo toma con la diestra y empieza a blandirlo a velocidad. Da estocadas al aire y resopla, es hábil el negro. Decide volver a apoyar la espada. A ver si me entienden, iñorantes. Un gaucho alzado es un bicho al que hay que dar palo, no vaya a ser cosa que sirva de ejemplo. Vuelve a tomar un trago y resopla. En el horizonte se ve que empieza la tormenta, habla con la garganta tomada, más parecida a un gruñido que a la voz del hombre, me lo traen o les corto las pelotas.
Una voz se alza, es Varela. Señor, yo sé dónde lo podemos agarrar. Diga, el coronel muestra los dientes. En lo del santito, del Baltasar, es promesero, va a volver a la fiesta del santo.
Un fasito
¿Por qué me mirás así?
Y, porque sos hermosa, guacha.
Son preciosos juntos, dice la Mari. Uña y mugre, mi hermana es la mugre, estalla el Ricky que presenta sus dientes blanquísimos cuando larga una carcajada.
Un golpe en el hombro, no me mirés más así.
Te miro todo lo que quiero.
La humedad de los besos y tres botellas que se apilan a un lado de la cama como un torreón de cascotes. Un paraguayo finito, dos veces chispa del encendedor hasta que el fuego crepita el faso. Baja el humo y la garganta parece quejarse, retener el aire, ahí está la clave, el pecho arde suave, como un matambre que se cocina en brasas. Jenny convida mientras fuerza la voz aguantando la respiración, dejame tocarte el pelo, dale, no te hagas el lindo. El humo sube, qué atorrante ese vapor, se acumula bajo la chapa.

El Guacho larga el humo. Mirá, se puede ver el aire, ¿me entendés?, si yo respiro común no se ve nada, ahora mira, le doy una sequita, ¿ves?, ahí está mi aliento.
El perfume contagia la risa, una tos divierte. Los besos vuelven con la humedad del barrio, los días de gira piden un descanso.
¿Qué vas a hacer Guacho?, la pregunta vuelve. No hay respuesta, el silencio es cómodo. Jenny lo abraza y cierra los ojos.
El barrio está en silencio, pero su cabeza no deja de aturdir. Prefiere la música golpeando ladrillo hueco, los pendejos corriendo por los pasillos, el quejido de las doñas. Jenny baja la respiración, si hay algo de felicidad en la miseria, está en su pecho. ¿Qué voy a hacer?
Un año. La fecha es un corte que no sutura.
Intenta pensar en otra cosa, cierra los ojos y ve la cancha de Boca, Susana, nombre de maestra, organizando la salida para que todo el grado conozca la bombonera, el viejo estadio. Una sonrisa moldea los labios. Fue Alan quien lo hizo bostero. Se nubla la salida escolar y aparece nítido, el rostro de Alan. Qué facha tenía, blanquito y los ojazos marrones miel, distinto a todos. Laburante. Un accidente menor, dijo su capataz cuando se tajeó la muñeca en el frigorífico. A la semana, le vino la primera fiebre. No se cura Guacho, le dijo con algo de timidez, mientras le mostraba un agujero rojo lleno de pus. Ya va a pasar, el aliento de los que no quieren ver el dolor. La primera que alertó fue Karina, la mamá de sus pibes. Alan, estás pálido, andá al médico y dejate de joder. En el frigorífico se excusaron, accidente de trabajo no es después de tantos días, Alancito. Los médicos de la sala dijeron que un virus o una bacteria, qué importa, había entrando por su mano, que se vaya al hospital urgente y que se deje de joder con ir al trabajo. Dar órdenes, qué costumbre arrogante hasta para salvar una vida. Contale a un papá, a una mamá del barrio cómo se para la olla sin laburar. Días pasaron, Alan siguió yendo al trabajo. El seis de abril, la fecha aparece en la imagen del Guacho, el tormento de la fiebre llegó con fuerza, la ambulancia tuvo miedo de entrar a la villa, la noche de vigilia y el líquido amarillo que salía de esa herida, Karina sentada al lado del Alan, la boca seca, los ojos rojos y una palidez que solo regala el final. Cuatro pibes tenían. A la muerte le encanta el barrio, tiene tantas formas.
Abre los ojos. El sentimiento del Guacho es parecido a una llaga que se descompone todo el tiempo.
Un año. Hijos de puta, eso dijo hace un año. Fue lo único que murmuró cuando terminó de hablar el comisario.
La risa y la amenaza de muerte van juntas cuando la policía toma el mando. Los fierros en la mesa, la cara del Ricky todavía desencajada por el dolor en el brazo, Dani y Tomás cagados en las patas. Además de Velloso había dos oficiales, uno de bigotes, morocho, otro canoso con cara pálida y dientes amarillos. Les dieron whisky y marihuana, la que le habían sacado a los Otarios un día antes.
Velloso hizo chistes, los otros rieron, mamaderas del comisario. Dio vueltas, sacando temas que no le importaban a nadie hasta que dijo lo que tenía que decir. Bueno pendejos, hoy empiezan a laburar.
Las primeras salidas resultaron giladas. Velloso fue claro, nosotros liberamos la zona, le tiramos la punta y con esa fija ustedes laburan, ¿se entiende?
Los pibitos eran la caja. El Dani y Tomás, el Guacho y Ricky. Organizados en pareja, salir siempre de a dos.
No pueden perder, eso se los garantizo, pero si por alguna razón pasa algo, nosotros no podemos hacernos cargo, no tengo que explicarles, ¿no cierto?
¿Qué es “si pasa algo”? No es suficiente andar enfierrado, capaz a los tiros, ¿y si toca matar a alguno? ¿Y si nos reconoce alguien? Claro que va a pasar algo. Los pensamientos del Guacho le golpeaban la lengua, pero no se animó a hablar.
Tomás preguntó, ¿y si no queremos?
Mirá, pendejo, a nosotros nos chupa un huevo lo que vos querés, y nos chupa dos huevos tu vida, pero a vos sí la de tu familia.
Trabajar para la policía, la desgracia del ladrón.
El tiempo se fue acumulando en dolor. El día previo a la fija, los iban a buscar al barrio, un auto civil, dos o tres vueltas hasta que hacía luces. Casi siempre Sosa, el mensajero elegido. Los subían, los verdugueaban un rato porque el cobani se divierte con eso, amenazaban con violar a las hermanas como si fuera una gracia compartida, las risas de los oficiales, el rato para recordar quién era el que mandaba y después pasaban el dato. Ah, y la platita la pasamos a buscar mañana mismo. El ritual se había transformado en algo inaguantable.
Cuando pasó lo del Dani, los días se oscurecieron. Venía zarpado, las pastillas, veneno de todos los días, había algo de fuga en esa locura. Por eso cuando robó el supermercado de la San Martín estalló. Se la agarró con un empleado, no me mirés, la concha de tu madre, el pibe no bajó la vista, con la culata le reventó el cráneo. Tomás lo frenó como pudo y salieron corriendo.
Al otro día la marcha pidiendo justicia, que encuentren al culpable, las vecinas salieron gritando a las cámaras, no se merece vivir, negro de mierda, repetía el coro de amigos. Muerte por muerte, la ley cómoda del gatillo. Velloso entendió el mensaje y entregó el cadáver. Mirá si contaba algo, susurró Velloso a Sosa. La autopsia reveló muerto por politraumatismo, asfixia, tortura, disparo fatal en la cabeza. Los medios titularon, enfrentamiento con policía. Fin del Dani.
Tomás se fue al Paraguay, no aguantó. Sabía que venían por él. Se subió a un micro en Retiro, la familia materna lo esperó en Asunción. La rapidez de la salida tomó por sorpresa a Velloso. Ese día empezaron los aprietes sobre el cuerpo. Al Ricky le mostraban fotos de la Jenny, mientras se turnaban para pegarle en el mismo calabozo donde fueron a parar la primera vez. Al Guacho le daban duro porque nunca se quejaba. Los dos terminaban tirados, a veces días, hasta que se recuperaban para caminar.
Frenar no se puede, la inercia de una maldición está en camino. Un golpe suena en la puerta. Seco, de puño.
Jenny se sobresalta y se calza una remera en segundos.
¿Quién es? Abre la boca con temor.
La respuesta llega en forma de murmullo. Dale guacha, abrí. La voz del Ricky suena alterada. Entra, Guacho, los ratis están por todos lados. La concha de tu madre, contesta mientras se cambia. Salgamos, ¿tenés los fierros?
***
Índice: