
Un santo
Un susurro, las historias comienzan así, mi señor. Permítame decirle algo. A mí no me contaron nada, yo estuve ahí. Sabe dios que al principio no se podía levantar la voz, válgame la madre de esos condenados. Por eso empezó como un murmullo, la voz bajita como si fuera un secreto hasta que el ejército no pudo hacer más nada.
Es que la cola entre las patas se les hacía cuando andaba cerca, serán cobardes. Eso sí, dar palo a la peonada y tirarse a las guainas, moneda corriente. Antes salían de la comendancia ande quieran, como gallitos, parecían caciques; ah, pero cuando el Gauchito empezó a caminar las sombras y a pechearlos con el cuchillo, como mulitas arrastradas pa la fortaleza.
Con su perdón, mi señor, jamás permití que se digan mentiras. Cuando es necesario hacerle el cuento, se achica la verdá, ¿me entiende?
Que andaba cambiando de piel, de hombre a tigre y de tigre a caburé, eso no lo sé, tampoco lo desmiento. Yo digo lo que vi, que es poco, pero también es cierto.
Mis ojos, mi señor, es por donde entra mi sapiencia, y sepa que de buen gusto se lo digo, las historias están pa convidarlas. De aquí se lleva usté la palabra, haga lo que quiera cuando sea suya.
Mi difunto esposo, que el señor lo guarde bien guardado, no por malo, sino por mamao, se ahogaba en la caña, la vida es difícil, ¿sabe? Había que alzarlo pal trabajo. Mano suelta, una vez tuve que sacarlo a los planazos con el cuchillo que llevo siempre en el ponchito. El finao también fue testigo. Es que a los dos nos tiraba el santo, los seis, ahí estábamos mi señor, con el lienzo colorado de Baltasar y con dos velas para prometer.
Quiera algún día se me vayan estos dolores de espalda que me dejan tirada en la silla como trapo viejo, cómo me gustaría volver allí. Es que le echo a todo, si habrán tocado la tierra estas manos, tarefera en Playadito y más arriba del Payubre en el algodonal de don Gervasio. Mis años de moza se jueron ahí. Y si a otros le gustan las cucañas, no soy quien para juzgar. Tengo los nietitos que me cuidan y ellos también saben mi verdá. Por eso le juro, señor, que lo que he visto, dios nos libre, fue obra del malo. A mí me han dicho que dios quiere cerquita a su gente, por eso les regala el camino de los cielos a los jovencitos de buen corazón y deja en la tierra a los maliciosos. Así nos va con tanta humanidá malvada, después anda perdida en los montes como luz mala.
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Este hombre, mi señor, este hombre ni joven ni viejo, era un santo, y vaya a decirme que los santos tienen edad, no mi señor, los santos son de la eternidad. Y si dicen que tenía veintisiete cuando lo agarraron, yo digo que sí, pero también que tenía los años de la tierra.
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Fue el seis, sí señor, en lo de la negrita María, corazón bueno. Usté no sabe cómo la querían a la negra, el respeto. Porque uno no anda mirando a todos por igual, siempre hay quien se gana el cariño; también hay de los otros, que se ganan el desprecio. Compriéndame, estos ojos han visto cosas que hubieran querido no ver y también cosas que le dieron a mi lengua algo para decir.
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En la casa la negra le había hecho el ofertorio al santito. Le bailaba y a veces se pasaba para el otro lado, porque usté sabe señor, que los negros también saben de otros dioses, de allá, de antes de ser esclavos. Una vez me dijo la negrita, que toda la vida les habían enseñado a sobrevivir, pero nunca naides lo que era vivir. Almas buenas eran. Hoy quedan pocos, a los que no los llevó la guerra, se fueron para el norte del Río Grande o la selva del Mato Grosso.
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Usté no sabe lo que bailaban estos pies. Ahora me ve así, enclenca, pero le juro, mi señor, que los mozos me decían cosas cada vez que le hacía al baile.
La imagen fresca, todavía respiro el sabor del yuquerí, la enramada trepando las paredes del lugar, las flores amarillas, y yo bailaba, bailaba hasta que se hacía de día.
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Algo es cierto, todos sabían que Antonio andaba por ahí, pero no se hacía ver. No por miedoso, porque guapo era seguro. Pero una cosa es ser valiente y otra es pecar de presuntuoso. Los que todavía no lo conocían era porque andaban nuevitos por el lugar o querían mirar para otro lado, porque hablar del gaucho era meterse en problema con la partida. Y digo todavía, mi señor, porque en estas tierras se lo conoce tanto como el aroma de la tierra antes de la llovizna.
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Agazapado iría el Antonio, y difícil de agarrar. Los güesos me pueden fallar, pero la memoria de esa noche, mi señor, es un tesoro bien guardado. El calor nos hacía transpirar y uno enfiestao no guarda reparo, se empapa y para eso está la cañita y el vaso de vino, para entonarse y seguir transpirando. Y ahí andaba el ejército también, esperando, escondidos como ratones, haciéndose pasar por promeseros. No es difícil reconocer a la milicada. Por más que se disfracen hasta el tuétano, milico quedan. Se aguantaban la sudación sin entrarle al porrón, se delataban solitos.
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Los promeseros íbamos y veníamos, es que el jolgorio está permitido hasta el alba. Después ya es otra cosa, el santito nos deja festejar pero también pide respeto.
Uno o dos chupaos quedan siempre por ahí, a veces empieza la gresca, alguno que se le va al humo a otro, los cuchillos, y bueno mi señor, entienda que pa peliar no hace falta mucho seso.
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Recuerdo cuando entró. De ande había salido, ni diosito sabe. Y es que no hacía gala de su persona, no, para ser presumido hay que perder la humildá y eso, mi señor, nunca la perdió, ¿si no cómo me explica lo del milagro? Por eso la peonada lo quería, porque andaba como uno más. Entró caminando, la vincha colorada. La negrita lo acompañó al ofertorio y se besaron. Flaco era, pero las venas de los brazos como un horcón. Usté sabe que para quebrantarlo había que ser duro. Hubo un silencio y la negra ordenó a los músicos que siga el baile y después se esfumó mi señor. Duró unos instantes, los necesarios para que me acuerde de sus ojos negros y el pelo escuro tapao.
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Ahí dejé de verlo para siempre. La milicada se puso nerviosa, la noche sirvió para que el Antonio se escape. Por eso decían que cambiaba la piel, rodeado de soldaos y se escapó, capaz hecho un ratón. Disculpe que me ría, es que la vergüenza no se la deseo a naides, pero a estos flojos vestidos de uniforme les auguro la culpa para siempre.
Y no es que era suerte eso de salir bien parao, sino que tenía otra cosa, en eso sí era como el tigre, no sé si me entiende, la gente que vive en paz con la tierra también vive en paz con los cielos.
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El Antonio ya no estaba y los que lo conocimos nos dimos por tranquilos, porque el hombre estaba a salvo. La fiesta siguió como sigue cualquier fiesta, no se la voy a alargar.
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Fueron los días después, la Mercedes, mi señor. La Merceditas vino corriendo desde el campo de los Hernández para avisarme. Que se había entregado, que le habían agarrado a un compañero y se entregó por la culpa de que le maten un amigo. Manso, me dijo la Mercedes. Un refocilo señor, se me doblaron las rodillas, un golpe en el corazón. Y perdone que me se quiebre la voz, pero los que lo conocimos supimos que nos iban a matar a un santo.
El camión
Para reyes se la mandaron. Tenés que ver lo que eran esos dos guachines manejando el camión. El Ricky apenas sabía andar en bici y venía volanteando corte Schumacher. Qué pendejos zarpados.
Al Guacho lo conocí cuando éramos unos nenes, él era un poquito más grande que yo. Pobre la Mari, mi vieja dice que es una santa, que siempre iba al frente por los vecinos. A la Mari la conocemos todos, después de lo del Guacho se hizo más conocida. Del papá, el Roberto, no me acuerdo, pero decían que era alto chorro. En el barrio lo querían todos porque no dejaba que entren los fisuras. Lo hicieron cagar a traición. Dicen que entre la gorra y los transas lo liquidaron, a él y a sus hermanos, qué se yo, se dice eso.
Por eso al Guacho lo conozco de cuando jugábamos al fútbol en la canchita de los paraguayos, no sé, de los diez años, once, por ahí. Se habían ido a Corrientes, la gorra la tenía amenazada a la vieja. Nació acá, pero después se fue para allá, y después volvió al barrio, no sé bien qué onda. Mi vieja sabe mejor la historia.
Bueno, pará que te cuento, no sabés la fiesta que se armó, amigo. Que te la cuenten como quieran, pero vos no sabés el hambre que había en el barrio, una malaria. Además un calor, viste cuando estás sentado y se te moja el culo, bueno, así. Estábamos re tirados ahí, con los pibes tomando una birrita en el kiosquito del Ronco. Era reyes papá, no había un peso. Los pibitos estaban todos re locos, porque no tenían guita para los transas y empezaron a chorear en el barrio. El Guacho y el Ricky les re ponían los puntos, yo los vi enfierrados yendo a la casa de los transas de Villaflores. No sabés cómo le dejaron la casa un día.
Pará, aguantá que me colgué, estábamos ahí con los pibes, yo andaba chamuyando una pibita que estaba re buena, ahora es mi mujer, dos pibes me dio. Bueno, estábamos ahí y de repente se escuchan unas bocinas, unos gritos. Nos paramos al toque porque sabés que así arrancan los corchazos, amigo. El Bocha, que estaba al lado mío, estiró el cogote y vio el camión antes que todos, me dice, mirá es el Guacho, amigo.
Tenía razón, era el Guacho y el Ricky. El negrito manejaba y el Guacho venía colgado de la puerta con un fierro en la mano gritándoles a las doñas, vamos, vamos, decía.
Pararon a media cuadra de donde estábamos, fuimos corriendo a ver qué onda. No sabés lo que fue cuando abrieron la puerta de atrás. Empezaron a sacar cajones de pollo, lechones, media res, era un quilombo pa. La gente llegó al toque, se tiraba de cabeza, no le entraba la alegría en la cara, y el Guacho entraba y sacaba cosas, el Ricky se había prendido un pucho. Me re acuerdo, porque el Guacho le aplicó mafia al toque, le pegó un coscorrón en la cabeza, ayudame, o algo así le dijo.
En diez minutos voló la carne amigo, el barrio era una fiesta. Comimos dos días enteros con el camión. No sé dónde lo robaron, pero se ve que alguien les cantó la fija o no sé, capaz ya venían pensando cómo hacer el hecho.
Esa no se la perdonaron.
Es una cagada, amigo, esos bigotes de mierda. Nosotros no sabíamos que los hacían laburar para ellos y ahora que ya pasó un tiempo, entiendo que para mí lo del camión fue su venganza, como que se amotinaron a su manera.
No era así el Guacho, yo nunca lo había visto enfierrado, pero después de que se la dieron a los Otarios, la cosa cambió, no le quedó otra que salir de caño, andar así todo el día. Se re oscureció el pibe, pero en el fondo era un fenómeno. Todos en el barrio lo re queríamos, era un buen pibito. Siempre andaba con una sonrisa, y no se metía con nadie. Pero se la re aguantaba eh, se paraba de manos al toque si alguno lo agitaba, le encantaba boxearse, y no sabés lo que era peleando. Tenía un San Jorge en la espalda, una locura, las pibitas se lo querían comer, todas, mi jermu también. Pero el Guacho siempre respetuoso, tenía códigos, no como los pendejos de ahora que tienen berretines de chorros y por cinco pesos te pegan un tiro en la gamba.
A mí una vez me vio medio tirado y me preguntó qué me pasaba, yo le dije que no tenía un mango, que mi vieja estaba preocupada, ahí nomás peló un fajo corte millonario y me dio doscientos pesos. Me fui corriendo a casa y le dejé a mi viejita la guita adentro de una latita donde guardaba la plata. Yo me quedé con treinta pesos, para la jodita. Así de generoso era el Guacho, y el Ricky también. Capaz que estaban ahí, sentados tomando una birra y si te conocían te invitaban a escabiar y fumar un porrito, eso no lo hace cualquiera.
…
Me re acuerdo. Después de lo del camión los empezaron a buscar por todos lados. Los ratis se la tenían jurada. Pero los pibes conocían el barrio, se metían por los pasillos y los vecinos los guardaban en las casas. No sé, un par de semanas se la pasaron escapándole a la gorra. Un día me enteré que el Ricky se refugió en lo de la Ludmy, del Guacho no sabíamos nada. Andaba con Jenny, la hermana del negro. No sé, para mí alguien los vendió, porque una tarde entraron los cobanis a la villa y fueron directo donde estaban. Mirá que hay que ser vigilante para vender dos pibitos a estos pata negra. Se armó alto operativo, estaban los de la comisaría pero también los de la brigada, vino un celular con cabezas de tortuga y había un par de ratis corte soldado, un helicóptero, no sé, yo no había visto nada así en el barrio. Era una película, amigo, por dos guachines, que sí, se la re bancaban, pero no era una banda, eran dos pendejos.
La secuencia fue un bardo, la gorra entró chapeando al barrio y los pibes se enteraron. Sabían que los venían a buscar y que los iban a boletear. La policía cerró el barrio, escaparse no podían, o perdían o les mandaban bala.
Todavía tengo la imagen de la Mari pegándole a un rati, estaba sacada, le decía que eran unos hijos de puta, que lo obligaban al Guacho a robar. La Jenny también, lloraba por los dos, por su hermano y por el Guacho. Fue el día más triste de la villa, nadie se olvida de eso, porque el Guacho y el Ricky eran dos pibitos que los quería todo el mundo.
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