Con la sangre
El mundo se ha dado vuelta, piensa bajo la oscuridad de la lona que cubre su cabeza. El amanecer arroja las primeras luces y la trama deshecha de la tela da paso a la claridad. Distingue la brisa que campea desde el sur refrescando su mentón. Las veces que cruzó los campos peleándole al viento. Ahora el aire llega como una caricia.
La rama del quebracho se balancea cuando intenta moverse. Los pies descalzos apuntan al cielo y la ligadura de cuerdas aprieta los tobillos con firmeza. La frente hinchada de venas, como lombrices de tierra buena, hacen presión contra la piel.
El mundo siempre ha estado patas para arriba, los pensamientos de Antonio viajan de manera errática. El calorcito de las manos de Encarnación, el rostro del padre que vuelve con la dureza de la vida breve, la Adelaida y Sía María. Los gaúchos del Rio Grande do Sul, la matanza de hermanos del Paraguay, la deserción, el monte. El viaje ha sido el único camino y la maldición del gaucho, detenerse no es otra cosa que la muerte.
No siente las manos, lleva un buen rato atado cabeza abajo y cada tanto un murmullo le hace parar la oreja. Sabe que los hombres están reuniendo el coraje. Hablan masticando temor y no deciden el momento. Hay un verdugo entre ellos, uno que tiene la experiencia, soldado hace poco, asesino sin remordimientos, cuatrero y faenador. El hombre sabe usar el cuchillo y lo prefiere antes que el trabuco, sin embargo no da el paso adelante. Los otros cobardes de la partida le dicen que apure, el silencio domina el final de la charla.
La cabellera negra se desliza como un salto de agua en la tierra. Hay un laurel cerca, Antonio intenta fundirse en el aroma.
Un dolor lo aturde. La noche se ha medido en garrotazos. Todavía siente el palo y las patadas en el lomo, pero el dolor más fuerte es el que acompaña la muerte de sus compañeros. No se iba a permitir que les mataran. El enfrentamiento desigual, la partida se ensañó con los otros. Fusilados con la cobardía de los que no se animan a empuñar el filo, dejaron dos cuerpos en el monte, sin cruz y con la panza al cielo, para que los bichos hagan lo suyo. Pobres hombres, pagaron el precio de la compañía de Antonio. Al Gaucho lo domaron a sablazos, listo para juzgarlo. Después corrieron la voz de que se había entregado mansito, a la salida de la fiesta del Baltasar, negrito santo, Santo Cambá. Como el tigre peleó, a tres soldados le marcó la cara, luego el tumulto se le vino encima y rendido cayó.
Siente la respiración de sus asesinos, se ha acelerado. El tiempo nunca se detiene en el Payubre, las aves avisan que el sol ha despuntado y las flores del monte lo saludan de frente.
¿La oportunidad del arrepentimiento?, no todos la tienen. A veces la muerte llega como un rayo y la reflexión la hacen los deudos. Antonio no se lamenta porque cuando se hizo de su voluntad, jamás levantó la mano contra los justos.
El verdugo se levanta, siente el movimiento en la tierra. El monte le habla, dice que pronto va a terminar, que el hombre es de la tierra y a ella ha de volver.
El soldado apaga un tabaquito con la suela de la bota. Frota sus manos para volverlas valientes. Se acerca al cuerpo que cuelga del árbol, tira del lienzo para quitar la capucha que enceguece al gaucho y los ojos de Antonio absorben la luz del amanecer. Una mueca parece demostrar una tranquilidad severa, como quien conoce su destino y su partida es solo un paso más.
El verdugo es advertido, no le mires a los ojos. El hombre hace caso. Toma el cuchillo con la diestra, empuña con la firmeza que da la costumbre de llevarse almas. La izquierda tira de la cabellera para dejar limpio el pescuezo. La tarea fácil si no fuera Antonio Gil. El hombre elude los ojos del retobado, sigue el consejo para evitar la maldición del Gaucho. Es en ese momento que Antonio habla sin temor. Nadie le dijo al matarife que cierre sus orejas. Tiene las manos ocupadas, una con el cuchillo, la otra sosteniendo la melena, no puede taparse los oídos. Las palabras suenan como un relámpago, se deslizan con firmeza y se clavarán en la memoria del verdugo, “con la sangre de un inocente se cura otro inocente”.
El hombre apura el rito, el cuchillo abre la carne y los ojos de Antonio se cierran para dar paso a la leyenda.
El milagro
Del cementerio al barrio hay unas veinte cuadras, la tumba es ordinaria pero los objetos que la adornan la distinguen del resto. Una botella de fernet, fotos de pibes y pibas, un arma de juguete y cigarrillos por todos lados, tomo una fotografía. Camino las cuadras con ligereza.
En la esquina de Guiñazú y Varela un altar de ladrillo hueco pintado en rojo sobresale entre los grises de las fachadas del barrio. Un cartón rebanado al medio gotea tinto, algunos cigarros sin fumar se codean para hacer lugar entre colillas gastadas y teñidas de lluvia. Una botella rota y papeles, de lejos significan basura, de cerca es la promesa del vecino, la carta de la familia que agradece por la sanación de la abuela, la palabra escrita del hombre al que le llegó el trabajo en momento de desesperanza. Gracias en letras irregulares, promesas escondidas en sobres artesanales. El espacio es pequeño pero aloja la gratitud del barrio.
La monotonía de casas bajas se interrumpe por la entrada a la villa. Un auto trepa con esfuerzo por un sendero de asfalto. Es el anuncio de la miseria. Las viviendas hechas de cartón y chapa dan lástima, le dan pelea al viento, parecen barriletes en desgracia. Dos perros flacos me observan, el marrón ladra y su voz se apaga en el tercer esfuerzo. El otro, negrito, apenas mueve la cola, el sol parece acariciarlo. Las casillas son nuevas, me entero un rato más tarde. El camino sube y a medida que avanzo aparecen las casitas del Barrio Municipal. Parecen una fortaleza al lado de los armazones de soga, nylon y madera que sugieren los hogares de la entrada.
Camino en dirección al norte. Un grupo de pibes sentados en una esquina me miran con desconfianza. Un auto con las puertas abiertas deja salir la música. Reconozco la percusión y los acordes,Yerba Brava, no tengo dudas. La música pica como el aroma del fasito que inunda la calle. Los ojos del grupo se posan en los míos, desvío la mirada. Cargo con el estigma del extranjero. No cumplo con el consejo de camuflaje, mis amigos dicen que me cuide si voy a entrar, que me vista con colores que no llamen la atención. Son los anteojos y el caminar inseguro lo que delata lo forastero. Es una marca que también vale, no soy diferente a muchos jóvenes a los que se le permite ingresar con soltura en ciertos ámbitos de clase media, de refinamiento académico, de fiestas convenientes donde se ensayan posturas y algunos nuevos famosos acuden sin desprecio. La etiqueta es un bien, en el barrio me lo hacen notar. Camino dos cuadras más por el barrio.
En la esquina de la casa un mural se alza como una estampita de pared. El Guacho Cruz, la letra gótica dibujada con precisión. La cara del negrito, un San Jorge pequeño que acompaña el rostro, los cinco puntos. La Mari está arrodillada levantando el yuyo que nace entre la baldosa y la pared. La naturaleza es obstinada y crece donde le viene la gana.
El saludo es afectuoso, me hace pasar enseguida a su casa, que se encuentra a unos pasos. En segundos estamos tomando mate dulce. Le hablo del barrio, de las casitas de la entrada, puede haber miseria, pero pocos son miserables, me contesta mientras agarra con su mano la pava de acero.
En algo se parece a mi madre, la insistencia por bañar el mate con azúcar, como si estuviera sembrando arroz en un campo inundado. Podrida que me digan que era un Robin Hood, en todo caso es como el Gauchito Gil, toma mate con fuerza, haciendo tronar la bombilla por falta de agua.
Es la segunda vez que nos encontramos. Repasa la historia y su cara me cuenta los sentimientos, la noche en que nació, el refugio en Corrientes, la vuelta al barrio, su adicción a las pastillas, el alcohol, el negrito que salió hermoso como el papá, el Ricky, la junta, los Otarios y la policía amenazando al guachito. El día del camión, sonríe, habla del Ricky, hace un rato pasó en moto, ya lo vas a conocer.
Se levanta a calentar agua. Aprovecho para detenerme en las fotos clavadas sobre la pared. Hay una en blanco y negro, una beba cargada por una mujer, un hombre de pelo grasoso las acompaña. Luego hay dos de colores, en una está Roberto con la camisa abierta y la pava sobre el suelo, es joven, su peinado es divertido, ya no se ven las “cubanas” de rulos en los jóvenes. Reconozco la fachada de la casa donde me encuentro, hay varios muchachos. Hay una tercera imagen, es el Guacho abrazando a la Mari, los dos parecen felices, abrazados, los cachetes pegados como si fuera una sola cara.
¿Podés creer que no pude tener una foto de Roberto y el Guacho juntos? La primera vez que estuve me contó la historia, salí aturdido. Fue lo único que me narró esa tarde. Me dio tantos detalles que me costó retenerlos.
Apoya la pava, el mate tiene yerba cambiada y antes de mirarme vuelve a arrojar una tonelada de azúcar sobre la hierba.
No sabés lo que fue, pobrecito mi amor. Toma aire, todavía tengo grabada acá la imagen. Hunde el dedo índice en su cabeza. Todo sangre, las piernas agujereadas, pobrecito, y su manito agarrada a la mía, te quiero ma, me muero ma, no me dejes.
Hace una pausa y toma el mate con fuerza, aferrándose al objeto para que la voz no se quiebre. Yo me metí igual, no me dejaban pasar esos hijos de puta, solo no se iba a morir mi hijito.
El agua caliente hace flotar el palo de la yerba, una cuchara de azúcar amenaza el caldo del mate. Cuando entré, al Ricky lo estaban apuntando, lo iban a fusilar. Mi bebé con su cuerpito salvó al amigo, se le tiró encima, ni una bala le entró. Después lo corrieron para rematarlo, ahí es cuando llegué. Me tuve que pelear con la policía ahí adentro, después el barrio empezó el quilombo, por eso se salvó el Ricky.
Su pierna se mueve de manera incesante. Un repiqueteo de su rodilla hace desviar mi atención. Agarra el paquete de cigarrillos que está sobre la mesa y prende uno, aspira largo y larga. El humo tiñe el ambiente, demora en salir, queda suspendido como si estuviese cómodo.
Da otra pitada, esta vez más corta. Me convida un mate y antes de que empiece a preguntar vuelve a hablar, los milagros, mi amor, siempre son para otros. El humo se escurre entre las palabras.
El timbre de la casa suena. La Mari se levanta y me pide disculpas, afuera la música, siempre la música suena desafiando la tristeza.
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