Nacimiento
Se enteran que nació porque el llanto se escucha como el estallido de un vaso contra el piso. Ahí nomás, como si se tratara de un rito inevitable, una obligación que parte del pecho al cielo, los tíos, que son dos, se miran con los ojos brillosos, levantan sus manos en dirección a las estrellas, retiran el pestillo de seguridad y descargan sus pistolas a la oscuridad de la noche.
Las balas son una ofrenda porque la Mari dio a luz a un bebé sano, un varón, después de mucho intento, quién sabe cuánto, porque se decía que un gualicho los invadía y no podían engendrar.
Una risa contagiosa sigue después, las bocas abiertas escupen felicidad al aire como si el mundo entero estuviera de festejo. No es para menos, no todos los días llega un hijo de Roberto y la Mari al mundo.
Se ríen y pasan una botella de cerveza, sus manos entibian el interior, beben con brío hasta que la espuma no los deja respirar, escupen y se burlan del silencio. No hay nadie más en la callecita, que tiene el tamaño de un pasillo ancho, como de hospital. Las casas están enfrentadas y arman una especie de laberinto cuadriculado de ladrillos, rejas, ventanas, y tanques de agua negros que parecen mates que criaturas gigantes han olvidado allí. Las viviendas se unen por medianeras regulares y un tejido de cables cruza por encima de los techos a través de las calles, en diagonal, hacia arriba, en caída, formando otro laberinto de sogas oscuras, flexibles. El barrio que hizo la municipalidad está en el medio de la villa, como si se tratara de un fuerte rodeado de la indiada.
La puerta de la casita es de chapa verde y se abre con intensidad. La figura enorme de Roberto aparece desafiando el contraste de la luz que ilumina el interior y las tinieblas que acechan la calle. Uno de los tíos apoya la cerveza en el suelo y va en busca de un abrazo, del parabién. Estira los brazos, pero Roberto tiene otra intención y ahí nomás lo estampa contra la reja, le cruza la cara con una trompada de su mano izquierda que golpea de lleno en la mejilla. Roberto sabe dónde pegar, no impacta en la nariz para que no se rompa, no cruza la boca para no ver volar un diente, no apunta a los ojos porque las cejas se quiebran fácil, le da al cachete, porque atonta y deja poca marca.
El tío se despatarra en el suelo y mira asombrado, el otro permanece quieto.
Pendejos pelotudos, les dice Roberto, porque es el mayor y le gusta juntar esas palabras, ya les dije mil veces que hoy no quiero tiros al aire, pendejos pelotudos.
Los mira a los dos, antes de darse vuelta y entrar a la casilla.
El tío, que todavía permanece en el piso, se acomoda la mandíbula y guarda el fierro entre su cuerpo jadeante y el elástico del pantalón. El otro lo ayuda a levantarse, se miran serios, hasta que el gesto de compunción de uno hace reír al otro y empiezan nuevamente las carcajadas y otra vez la birra ingresando a los estómagos y un golpecito en la cabeza que termina con un abrazo mezclado con risas contagiosas.
Adentro de la casa el jaleo es otro.
La Mari está en el fondo, tirada sobre el colchón de dos plazas que apenas cabe en la pieza. Tiene los ojos hinchados, sus pestañas parecen azaleas mojadas que se mueven involuntariamente con una levedad casi imperceptible, sus manos negras sostienen la cabecita del niño.
Todo huele distinto. Marcela, la partera del barrio, había desparramado agua florida por toda la casa y también en el cuero cabelludo de Roberto, en una especie de conjuro aromático.
En la cocina hierve un tarrito con hojas de eucalipto, para que agrande los pulmoncitos, dice.
El interior de la casita es una nube de vapores, fragancias, es un aire espumoso que esquiva el ruido del exterior.
Marcela se mueve para un lado y para el otro, levantando trapos cubiertos de sangre y fluidos violáceos. Levanta sábanas, remueve el cacharro en hervor, cada tanto observa a la Mari y sonríe. Parece no importarle que su delantal está enchastrado.
Roberto se inclina sobre la cama, la Mari está detenida en el capullito negro, lleno de pelos, que parece la cría de un topo. Con su mano le aparta los pelos que le inundan la frente y le sopla porque hace calor. Ahora los dos están mirando al negrito que tiene los ojos cerrados y la boca entreabierta.
Las tetas enormes de la Mari están al descubierto, los pezones hinchados se refrescan con el vientito que Roberto larga por la boca.
Se escucha la voz de Marcela, que siempre está ocupada, limpiando, acomodando, desde la cocina dice que le haga ahora, que se prenda.
La Mari empieza a jugar con su dedo índice, tratando de empujar la boquita del niño a su pezón. No se apura, trata con dulzura ese cachete, su dedo es una guía para que se nutra, para que empiece a trabajar la voluntad, para dar inicio a la primera tarea que nadie hace por nosotros cuando salimos al mundo, comer.
Roberto mira, tiene los ojos empapados porque sabe que un hijo es una bendición y que con los hijos llega la esperanza, aunque sea un pretexto para hacer del mundo algo un poquito mejor. Mira a la Mari que le devuelve los ojos rebosantes, de la alegría nueva, de un apego que tiene forma de laucha, negrito, inundado de pelos.
Casi no lloró, Marcela habla en voz baja y se acerca sigilosamente, va a ser fuerte, sentencia con voz de bruja
Los ojos de Roberto y la Mari se enlazan y un orgasmo de tranquilidad que trepa por el borde de lo incomprensible provoca una sensación en los pechos de la mujer que empiezan a convulsionar internamente. La leche sale de a gotitas, como si fuera rocío y luego se corre como una polución juvenil. El líquido toca los labios del negrito que empieza a moverse intranquilo, deseoso, mueve el hocico como la ratita que es, y llega hasta el pezón ante la mirada de los padres que descubren ese momento como el hallazgo de un tesoro. El negrito empieza a chupar despacito y después a succionar con fuerza, como si tuviera experiencia, siempre con los ojos cerrados como si fuese un animal submarino. Roberto le acaricia el pelo a la Mari que ya dejó de prestarle atención a su marido. Marcela se acerca con un vaso de agua para la madre, porque va a tener sed, dice. En ese instante se vuelven a escuchar un par de tiros en la puerta.
Concha la lora, dice Roberto, que se pone furioso porque le recuerdan que hay otro mundo afuera, y entonces vuelve a salir, esta vez con mayor furia.
Roberto abre la puerta con más fuerza y sale directo a golpear a sus hermanos porque lo tienen podrido con esas pendejadas. Hay que ver su cara de enojado rompiendo las sombras de la noche. Pero sale y no ve a nadie, achina los ojos porque las tinieblas de la esa hora no le permiten ver con claridad. Mira hacia ambos lados y putea en voz baja porque no encuentra a sus hermanos, hasta que descubre que a unos pasos hay un bulto sobre el piso. Abandona la puerta de la casa y camina con incertidumbre hacia el objeto que tiene forma y tamaño de, sí, ahora está seguro porque muchas veces vio la muerte, porque más de una vez tuvo que matar o fue testigo de la ruina de un compañero. Entonces reconoce las zapatillas de su hermano en ese cuerpo sin vida y retrocede porque sabe que está en peligro. Se da vuelta para correr para la casa y atrincherarse, pero un fierro en la frente lo detiene y una voz le susurra con asco, perdiste negro de mierda, y un último disparo hace abrir los ojos del niñito.
Alumbramiento
El monte tiene el color del sol, la temporada es tan amarilla que los niños se han olvidado de la lluvia. El arroyo de Curuzú Cuatía parece un hilo de lana vieja y los animales deambulan como ánimas engualichadas. Cerquita, en el Payubre, de cara al Monte Valenzuela, un rancho de adobe teñido de polvo y bosta, un punto perdido como tantos otros que ni asoman como paraje, escucha un lamento. Un quejido suave y solitario con voz de mujer que ya ha escuchado otras veces. Encarnación se levanta de la silla haciendo más fuerza que de costumbre. Desde hace días se siente lista, pero al amanecer se da cuenta de que le llega. Tiene la boca seca, como si la hubiera agarrado el sol del mediodía sin pañuelo en la cabeza. Apoya los pies en el piso de tierra y camina rumbo a la puerta para morder algo de aire.
El ambiente apiñado no la ayuda. Se va agarrando de las paredes como una lagartija, reptando con las manos. Se mueve unos metros hasta llegar a la entrada del rancho donde una brisa le devuelve el sabor de su saliva. Un rastro de aguas y los dolores que se hacen insoportables la acompañan en el trayecto. Es el cuarto, pero esta vez está sola. Su marido anda conchabado en el campo de Loreto y sus hijos mayores lo acompañan para agrandar la paga.
Se acuerda de los otros tres, los que vinieron antes. Se retuerce del dolor. Recuerda las manos de la payesera, una en la nuca y la otra en la panza. Se le viene a la mente la fuerza que tuvo que reunir, sabe que se repite la historia como si fuera un animal, una vaca en la espera de su ternero.
Esta vez es distinto, está sola con ese bebé que la hace crujir por dentro. No sabe esa madre que ese niño va a ser el distinto de la manada, que sus palabras serán pocas, pero ¡ay cuando las use!, que sus cabellos negros y largos recogidos con trapos rojos serán los deseos de las mujeres sin edad, que sus caballos no tendrán descanso, que su invocación hará posible su presencia fantasmal, que no dará hijos de sangre, pero los caminos se teñirán de ese color desde el Río Grande hasta el confín helado. No sabe que permanecerá siempre joven, eterno gauchito.
Respira como le enseñó la payesera. Le hubiera gustado tomar unos mates o una caña, pero la fuerza del niño por salir no le da respiro.
Endereza el cuerpo y se apoya contra la pared, porque siente que necesita un sostén. Se agacha un poquito, de a poquito, le tiemblan las patas y manotea el fuentón que guarda unos centímetros de agua limpia.
Abre las piernas y se acomoda sobre la fuente. La pone por las dudas, por si se le escapa de las manos, para que no caiga en la tierra seca por donde caminan los bichos.
Sabe que es hora porque la panza se le mueve sin que lo quiera, como si fuera de otra persona. Junta un poco de aire y empieza el esfuerzo. No grita, lo hace calladita, aunque le duela la panza, la concha, el culo, aunque la espalda esté pegada a la pared de barro que lastima con la fricción.
Una presión en la cabeza la detiene, se toca la nariz que está sudada. Recorre con el dedo índice la vena gruesa con forma de lombriz que le ha crecido en medio de la frente. Vuelve a tomar aire. Se da ánimo, invoca a los santos, a Jesús y a la Virgen del Valle, a la que le pide que le dé fuerza porque ella también es mamá y aunque el diosito haya elegido mantenerla virgen no la privó del dolor. Traer a un niño al mundo que va a jugar y va a comer, y va a andar por ahí boleando y enamorando a las guainas, y después vaya a saber si hay guerra y muere allí. Que venga un niño al mundo es también darle la bienvenida al camino de la muerte, hasta el más santo de los hijos puede morir crucificado. Encarnación hace el intento de cambiar los pensamientos que le hacen llorar el corazón, vuelve a reunir coraje, se le hincha la vena que tiene en la frente y con toda su fuerza grita, como no ha gritado nunca, como no ha chillado con sus otros hijos que también parió. Hace fuerza y grita, mientras las piernas empiezan a temblequear, se afirma contra la pared porque no tiene de quién hacerlo.
Mira el rancho, siente que ya le falta poco, recorre la soledad que va a ser interrumpida en breve. Toma aire, lo expulsa con suavidad, vuelve a tomar y un grito se ahoga en la apertura final del tajo que lleva entre las piernas. Sus manos socorren al niño que ha salido por la cabecita, lo va tomando con dulzura, pero con experiencia, ya está casi afuera. Sigue haciendo fuerza y el cuerpito se desliza como en un tobogán de aceite. Acompaña, ahora sí, la salida de su caderita y sus rodillas que son invisibles, porque están cubiertas de jirones de sangre y un color blancuzco crema. Ve los piecitos, que son hermosos, delicados y acompaña la salida de todo lo que viene después de retirarlo de su vientre. Cae la placenta como si fuera una rana de los esteros. Un rayo de sol atraviesa la cara del niño y doña Encarnación entiende por primera vez lo que significa la palabra alumbramiento. Le da un beso y lo arropa en su vestido arañado por el esfuerzo, Antonio le dice, y lo vuelve a besar.
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Índice:
Excelentes cuentos y la novela, impresionante narración del alumbramiento, llena de detalles