





Antes que Joe Pesci estuvo James Cagney. También era bajito y malencarado, violento y cruel, colérico, explosivo y con una querencia patológica por su madre. Y al igual que Pesci, su cinismo pícaro lograba despertar cierta simpatía en el espectador, a pesar de su brutal comportamiento. Nada más aparecer en pantalla se intuía que su final iba a ser trágico. Scorsese le saqueó sin piedad para construir al matón visceral de Goodfellas y Casino.


El cine de gánsteres fue un fenómeno social en los Estados Unidos de los años treinta, amenazando incluso con destronar al western como rey indiscutible de la taquilla. Las películas contaban lo que se vivía en las calles. Las bandas se disputaban los inmensos beneficios del alcohol de contrabando. Fue el efecto no deseado, pero previsible, de trece años de ley seca. Las guerras por el territorio dejaban un reguero de asesinatos cubiertos puntualmente por unos periódicos cuyos titulares chorreaban sangre. El público devoraba esas noticias. También los guionistas de Hollywood, siempre con el oído atento a los gustos de la audiencia. Los jefes mafiosos se hicieron enormemente populares y fueron materia prima de muchos personajes cinematográficos. Hasta Al Capone creía que Scarface estaba basada en su vida, sin más evidencia que su propia vanidad, llegando a felicitar a Paul Muni por su interpretación cuando se lo encontró en un restaurante de Chicago.


James Cagney fue uno de los principales artífices de este éxito. Con una fisicidad actoral innata, creó el arquetipo del gánster que dominaría toda la década. Tenía bagaje personal que le hacía creíble: creció en los barrios bajos de Manhattan. El hampa formaba parte de su paisaje cotidiano. El enemigo público fue el asalto a un estrellato que ya no abandonaría durante toda su carrera.
La película acuñó un esquema narrativo que hoy es canónico: el ascenso de un delincuente callejero y su posterior caída. Los peldaños de la escalera hacia el éxito están hechos de crímenes, traiciones, rupturas, transgresiones morales y decisiones sin retorno. Los trajes a medida, los automóviles de lujo, las mujeres más bellas y la mesa siempre reservada en el club no hacen más que aislar a un personaje que se precipita indefectiblemente hacia su fin.


El enemigo público se benefició de la permisividad del Hollywood de la época. Aunque el Código Hays de autocensura ya había sido aprobado, al principio su aplicación fue bastante laxa, por no decir inexistente. Tan solo unos años más tarde no se podrían haber incluido referencias a la homosexualidad, infidelidades, imágenes de maltrato de género tan explícitas como las icónicas uvas del desayuno o la violencia desatada que recorre toda la película. Las advertencias morales sobre el carácter aleccionador del filme –en forma de prólogo y epílogo– suenan a excusa para apostar por la mitificación del villano. De forma perversa, prácticamente se obliga al espectador a empatizar con el criminal. Coppola echaría mano de este recurso en la saga de El padrino. También Brian de Palma o el ya citado Scorsese.
Buena parte del éxito del filme se debió a la dirección de William A. Wellman. Nunca estuvo en la primera línea de realizadores, pero firmó títulos tan imprescindibles como Incidente en Ox-Bow, contundente alegato contra los linchamientos, o Yellow Sky, un tratado sobre la codicia que rivaliza con El tesoro de Sierra Madre de John Huston. Para la posteridad queda que en 1929 dirigió Wings, el primer Oscar a la mejor película de la historia.




En El enemigo público, Wellman despliega todo su aprendizaje visual en el cine mudo. Particularmente brillantes son las escenas de la niñez del gánster, en especial el plano secuencia de presentación, así como su forma de rodar los asesinatos, sin enseñarlos en pantalla pero logrando que la combinación de elementos visuales y sonoros sobrecoja más que si los mostrara de forma explícita. Los inquietantes planos finales, con cámara a ras de suelo, demuestran que se empapó bien del expresionismo alemán. Todo ello al servicio de una historia que prescinde de lo accesorio para ir al hueso del libreto: no se pueden contar más cosas en menos tiempo.James Cagney refinaría el rol de criminal en sucesivas entregas aún más exitosas si cabe: Ángeles con caras sucias, The Roaring Twenties o The White Heat. Paradójicamente, su único Oscar fue por un papel totalmente antagónico, el de bailarín y músico en Yankee Doodle Dandy. Tampoco le era un mundo ajeno: antes de incursionar en el cine trabajó en vodeviles y cabarets. Se retiró en 1960, asqueado de Hollywood. Su acompañante femenina en El enemigo público, Jean Harlow, no tuvo tanta suerte. Hoy olvidada, fue una de las actrices más famosas en los apenas siete años que duró su breve pero intenso reinado. Si Cagney construyó el modelo gansteril, ella patentó el prototipo de vampiresa rubia platino. Podría haber llegado muy lejos. Falleció con apenas 26 años.



