Como pocos, Ludovico Silva se extendió en el tiempo y en las cuartillas reflexionando sobre la relación entre filosofía y literatura, no solo porque a lo largo de su vida conjugó por igual la creación poética, la crítica literaria y el análisis filosófico, sino porque dejó importantes aportes para el abordaje de ida y vuelta entre ambas dimensiones. En los acelerados tiempos actuales, tiempos de meta, donde la revisión crítica de las labores clásicas del «espíritu» se ha convertido en una rama autónoma, resulta pertinente volver sobre estos textos.
Decididas a desplegar un diálogo fecundo con nuestras voces catacúmbicas del pasado, en el Día Internacional de la Filosofía publicamos estos dos artículos de Ludovico. Ambos textos forman parte del libro Belleza y revolución y han sido tomados de la edición realizada por Fundarte en 2019.
Manuel Azuaje Reverón
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Filosofía, poesía, letras: discusión
Ciertamente, hacía años que no me ocupaba yo de escribir sobre poesía. Faena difícil y peligrosa como hay pocas, puesto que se corre el riesgo de no entender, y ya sabe el lector que el no entendimiento es una de las penalidades mayores que hizo figurar el Dante en su Infierno, junto a la terrible pena de no tener esperanza.
Los que leyeron, durante los años sesenta, los múltiples artículos y notas que yo publiqué en este mismo diario, y que hablaban casi continuamente de poesía, sabrán que esta ha sido una de mis mayores preocupaciones intelectuales. Yo mismo era poeta, pero de pronto decidí que no era el mejor, y como eso no se puede soportar, decidí al mismo tiempo seguir escribiendo poesía, pero, eso sí, guardándome mis poemas, que solo me interesan a mí. A riesgo de parecer autobiográfico –cosa que no sienta muy bien cuando se está nel mezzo del cammin– diré que luego me dediqué a la filosofía, y espero no haber escrito demasiadas tonterías en este terreno. Pero ahí vino la gran sorpresa, que me gustaría comunicar al lector: por esa vía llegué a saber mejor, mucho mejor, lo que es la poesía. Pues la mitad de la filosofía no es otra cosa que poesía, pura poesía. Por ejemplo, a mí Heidegger me parece más bien un poeta, pese a sus rubicundas especulaciones y su tono académico. Por eso le atrae tanto Hölderlin, y es una lástima que el filósofo de Friburgo de Brisgovia haya pensado que lo más conveniente para él era dedicarse a analizar el Ser, en lugar de dedicarse a cantarlo. El «Ser» tiene eso de malo: cuando uno lo analiza termina sin nada en la mano, como cuando se pela una cebolla; en cambio, si uno lo canta, lo recupera, o lo pierde, o lo sufre, o lo ama. En definitiva, lo único cierto sobre este punto, es lo que nos dejó dicho Antonio Machado: Se canta lo que se pierde…
Poesía y filosofía: tienen estos dos vocablos, que son tan viejos y prestigiosos, una cierta apariencia de opuestos dialécticos; pero se trata tan solo de una apariencia. El problema, lo sabemos todos, comenzó con Platón y su famosa requisitoria contra los poetas, a quienes deseaba ver lo más lejos posible de su República o Politeia ideal. Pero ahí comenzó la contradicción; precisamente porque se trataba de una República «ideal» quedaron fuera los poetas. Pues la verdad sea dicha, los poetas nunca le han servido de mucho a las Repúblicas, como no sea para cantarlas o fastidiarlas. A Platón le disgustaba el hecho –que para él era cosa sin discusión– de que los poetas fuesen «imitadores», o, para decirlo con sus palabras, miméticos. Eran, según él, imitadores de imitaciones, puesto que los poetas imitan las cosas de este mundo, y este mundo es a su vez una imitación del mundo ideal. Se olvidaba Platón de que es ese el único mundo con que contamos. Pero no se olvidó de ello el cristianismo, y por esa causa esta doctrina religiosa se aferró a Platón, como si este fuera algo así como el «precursor» o el adelantado del advenimiento de Cristo.
Entre Poesía y Filosofía, por eso, ha habido siempre un cierto resquemor, una suerte de querella nunca definitivamente resuelta. Pero cuando uno se pone a pensar en esa tal querella, llega a la conclusión de que no debió existir jamás. Cuando la filosofía comenzó –y dicen que fue en los tiempos de Tales, el predictor de eclipses y acaparador de aceitunas– ya la poesía tenía largo tiempo caminando; ya Homero había dejado escapar el cerco de sus dientes a la aurora de rosados dedos, la aurora rododáctila, y había dicho todo cuanto se puede decir en este mundo. De modo que la filosofía llegó con retraso, y no le quedó otro remedio que colgarse del brazo de la poesía para poder nacer. La filosofía nació de la poesía, y bien lo supo el extraño Parménides, a quien se comprendería mucho mejor si se analizase su talento de poeta. Igual le ocurriría al superanalizado Heráclito, a quien preocupaban cosas que a sus intérpretes parece no interesarles, tales como la Retórica. Él decía, en la feliz traducción de García Bacca: «Educación Retórica: principios de carnicería». Y lo decía porque era, ante todo, un poeta, y todo poeta verdadero odia la retórica, puesto que la retórica no es sino eso: un descuartizamiento de aquello que otros se han tomado trabajo de crear. Heráclito tenía su concepción del mundo, no cabe duda: se imaginaba una inmensa esfera llena de contradicciones y de fuego interior, tempestades y tormentas. Pero ¿acaso ha habido algún gran poeta que no haya tenido una concepción del mundo? Poeta no es poeta sin concepción del mundo. Yo no veo demasiada diferencia entre el Heráclito de la coincidentia oppositorum, o choque de los opuestos, y el T. S. Eliot de los Four Quartets209, cuando escribe que In my beginning is my end, en mi principio está mi fin.
Por eso, pienso que la más urgente tarea de los filósofos interpretadores, es esa que consiste en interpretar el lenguaje en que han hablado los otros filósofos. La filosofía –y esto se sabe desde el siglo xviii–, no es, al fin y al cabo, más que un lenguaje; un lenguaje como cualquier otro lenguaje, incluso como el lenguaje de las grullas, que se organizan y danzan armónicamente en las arenas: lenguaje, puro lenguaje. Pero las grullas no filosofan, esto es, no se enredan, y por eso se diría que no necesitan de interpretación alguna. En cambio, los filósofos se enredan de lo lindo, se tiran de los pelos cuando no pueden escribir o decir alguna sutileza sobre el Ser. Bien podrían, por eso, dedicarse a leer lo que ellos mismos escriben; a ver la letra escrita y el espíritu escondido, en su virginidad viva, en lugar de dedicarse a interpretar interpretaciones. Si Platón saltase hoy de su tumba ática y se nos presentase en pleno siglo xx, diría: a quien hay que desterrar de la República no es a los poetas, sino a los filósofos, porque estos, en lugar de dedicarse a hablar de cosas, se han puesto a hablar de los nombres de las cosas, y son imitadores de imitaciones, interpretadores de interpretaciones. Diría, además: en este siglo xx, en el que han ocurrido tantas cosas terribles y extrañas al espíritu humano, han sido los poetas y los pintores quienes le han mirado la cara al Ser, al ser de carne y hueso, no a ese fantasma académico que circula como sangre helada por las universidades alemanas. Diría que Jean Paul Sartre vale mucho más como poeta, novelista y dramaturgo, que como filósofo: como filósofo, ha llenado páginas y páginas, pero no nos ha dicho más que «sutilezas», lindas sutilezas, mezcolanzas de un marxismo indigesto y una fenomenología no menos indigesta. En cambio, ¡cuánta verdad, cuánto tesoro lingüístico, cuánta carnadura humana no hay en Las Moscas, o en La Náusea, o en aquel memorable ensayo sobre Baudelaire, incluso en la monumental obra sobre Flaubert!
Y diría también Platón: ese Martín Heidegger, que hoy suena por el mundo como pontífice de la filosofía, vale solo como poeta. El escribió: «Ir hacia una estrella, eso es todo», nur dieses, en un libro titulado De la experiencia del pensar, que consta de unos pocos aforismos a la Nietzsche, y que sin duda es de un valor mucho más elevado que los cientos de páginas de Ser y Tiempo, libro donde se anuncia una especie de resurrección del Ser, pero libro también donde se anuncia la futura frustración que, con respecto a ese Ser, nos dejará el propio Heidegger. Sencillamente, el Ser se le fue de las manos, lo mismo que la Verdad, y no tuvo otro remedio que renegar de la ciencia, de la lógica, y de la vida misma, al igual que aquel Enmanuel Kant que describió tormentas pero que jamás salió de su pueblucho teutónico, como Heidegger no salió de su Friburgo catedralicia. Por eso insisto en la relación entre poesía y filosofía. Creo que la filosofía puede hoy salvarse de su naufragio histórico; pero pienso que sólo puede ser por dos vías, y sólo estas dos: o bien la poesía, o bien la ciencia social. En este artículo no intento tratar el asunto de la relación entre filosofía y ciencia social, o lo que se ha llamado un poco raramente «filosofía social», cosa que suena así como a «hierro de madera». El tema es importante, pero ahora me interesa el otro aspecto. Se supone, universitaria y venezolanamente hablando, que «Filosofía» es una cosa y «Letras» es otra. ¡Craso error! Error de los peores, de los más nefastos, causante de numerosísimos equívocos. Filosofía y Letras deben ser una unidad, y los «letrados» deben saber tanta filosofía como letras deben saber los «filósofos». Lo demás son puros cuentos chinos, y no hay derecho, a estas alturas de la historia, a creer en el cuento chino del «poeta» o el «novelista» exento de toda cultura filosófica. Como tampoco hay derecho a olvidar el viejo discurso cervantino de Las armas y las letras. Poetas y filósofos deben saber que viven en una sociedad hostil, demoníaca, y que es preciso combatirla, en lucha a muerte. Ponerse a hablar del «Ser» sin tener la menor idea de cuanto acontece a los seres humanos, es más o menos lo mismo que ponerse a hablar de pintura sin haber visto jamás un cuadro. Por eso Marx se indignaba, en La ideología alemana, contra los filósofos, y decía que la filosofía especulativa es, con respecto al mundo real, lo mismo que el onanismo con respecto al amor sexual.
Personalmente, no creo en filósofos que no sepan escribir, o que no se preocupen por el aspecto literario de las obras que escriben o que interpretan. Eso de vivir mascullando delicadezas intelectuales acerca de la sustancia y el accidente, o sobre los futuros contingentes, o sobre cualquier otro endriago especulativo, eso no es filosofía. Filosofía es otra cosa, otra cosa muy distinta, no separada ni divorciada de la ciencia, ni separada ni divorciada de la poesía. Hace falta pensar en grande, eliminar toda división intelectual del trabajo, no creernos «filósofos» o «poetas» o «lógicos», o «fenomenólogos» o «sociólogos» o «economistas». La gran lección a este respecto la dio Marx. ¿Por qué nosotros vamos a contradecir aquella voluntad proteica, aquella maravillosa superación de la división del trabajo?
El espíritu importa, pero también la letra. Es más, el ser humano está constituido de tal modo, se ha hecho a sí mismo de tal forma, que su espíritu se ha formado con letra, letra pura, idioma, lenguaje. Es un falso orgullo o más bien soberbia, esa que tienen los bípedos que se dan el lujo de despreciar la letra. ¡Si la letra es lo que nos ha hecho hombres! Nos diferenciamos de los primates cuando garabateamos toros en las cuevas de Altamira, o cuando manuscribimos cosas que después dejamos encerradas en pequeñas vasijas en el Mar Muerto. No sé por qué existe hoy ese afán premonitorio de destruir la letra escrita, destrucción que por lo demás, no vendrá, así lo quieran los profetas ahumados de los nuevos medios de comunicación, los Mc Luhan, los que se olvidan del hecho simple de que jamás la letra escrita había tenido tanta difusión y vida, y de que lo ideal no es su supresión, sino su integración a los otros medios. De ahí que los filósofos deben prestar hoy más que nunca atención a la letra. Es preciso reivindicar la letra escrita, así haya que pasar a cuchillo al Espíritu hegeliano, o al Espíritu de alas de paloma que nos tiene ensombrecidos desde hace dos mil años. El hombre tiene que vivir de lo que es, y el hombre es un poco de carne, huesos, y letra, lenguaje. Logos, como decían en Grecia antigua, y como lo repitió San Juan en aquella frase que, según decía Ortega, resume toda la Grecia clásica: hen arché, hen logos, en el principio era el lenguaje, el verbo. Así fue en el principio, y así tendrá que ser en el final, si es que este nos llega algún día. Decía la Pasionaria española que «es preferible morir de pie que vivir arrodillado». Igual tiene que decir el ser humano a estas alturas de la historia: es preferible morir cantando que vivir filosofando. Pues la filosofía se entiende hoy de tal modo, que es como un vivir arrodillado frente a textos ilustres. Es preferible destruirlos, o transformarlos. Es preferible atacar de frente a Platón, en lugar de echarle incienso; es preferible superar a Aristóteles, en vez de seguir la medieval costumbre de tenerlo como el supremo maestro; es preferible, en fin, superar a Marx en vez de repetirlo hasta el cansancio. A todas estas estatuas ebúrneas les disgustaría, por lo demás, saber que son tan solo objeto de interpretaciones, y no de transformaciones. Les fastidiaría enterarse de que son objeto de sutilezas en las universidades. Y no se trata de negar el valor de las sutilezas; al fin y al cabo, quiérase o no, la filosofía, históricamente hablando, ha consistido en sutilezas, en cosas como la «sustancia», la «quidditas», el «ser aquí» y el ser de más allá. Pero de lo que se trata hoy, en pleno siglo xx, con guerras, con amenaza de desaparición del hombre, es de transformar esas sutilezas en verdades. ¿Qué es la verdad? La verdad es lo que yo veo; no es la adaequatio, ni tampoco es esa especie de fantasma en que la transformó Heidegger. La verdad, así suene duro y poco «sutil» o filosófico, es lo que yo veo. Yo veo miseria, veo que vivir es difícil (así decía Amiel), veo explotación inmisericorde, veo cine podrido, veo televisión ruin, oigo radios que chillan, veo gentes que se arrastran por las calles de Caracas, veo mendigos, me veo a mí mismo, veo a los demás, escribo, sudo, tiemblo, sufro y amo. Esa es la verdad, y me gustaría que de ella se ocupasen los filósofos, en lugar de exprimirle el jugo a cuatro frases de Aristóteles.
Quiero que se me entienda, y que no se me malentienda. A mí también me gustan las sutilezas; a mí también me gusta Platón; a mí también me gusta sacarle el jugo espiritual a ciertas frases, a ciertos aforismos, a ciertos pasajes. Pero no quiero contentarme con eso, porque eso, en sí mismo, es muy poco. Hace falta más. No se trata de inventar un nuevo «sistema» filosófico, sino de acabar de una vez con todos los sistemas. Es muy cómodo sentarse a escribir tesis doctorales sobre Descartes. Ya el propio Descartes habría escrito, sin embargo: «No hay cosa en el mundo, por más absurda que sea, que no haya sido expresada por algún filósofo». Los intérpretes de Descartes se han olvidado de su ironía, tal como los intérpretes de Marx se han olvidado de su peculiar ironía.
Filosofía, Poesía, Letras: si en un tiempo estuvieron egregiamente unidas, ¿por qué habrán de separarse hoy? ¿Qué nos obliga a ello? ¿Dejaremos que el mundo en que vivimos nos transforme y divida, en lugar de unirlo y transformarlo nosotros?
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Escribir y filosofar
I
Entre los muchos filósofos que en el mundo han sido, son contados los que en sus obras han demostrado saber escribir, esto es, dominar a fondo el arte de la escritura. La filosofía, quiérase o no, es escritura, y como tal cae bajo las leyes del discurso escrito, que son leyes artísticas El hecho de ser filósofo no exime de tener que presentar las ideas artísticamente elaboradas. Esto no quiere decir que la escritura de pensamiento discursivo (filosófico o científico) tenga que usar iguales recursos que los que utiliza la escritura de pensamiento poético. El pensamiento poético es para-lógico (o si se quiere, paradójico, en el sentido riguroso del término griego), en tanto el pensamiento discursivo debe proceder necesariamente según un orden lógico. Esto ya lo sabían los primeros filósofos –es decir, los griegos en Asia Menor, hacia los siglos vi y v– a pesar de que muchos de ellos se expresaron en forma poemática. La calidad de discurso y atado a la lógica es lo que hace a Parménides o a Jenófanes ser realmente filósofos y no poetas, aunque justo es decir que para entonces estaban aún borrosas las diferencias entre poesía y filosofía, es decir, entre pensamiento mítico y pensamiento «racional» (las comillas se deben a que el pensamiento mítico tiene también su «racionalidad»; sin olvidar, por supuesto, que en el pensamiento «racional» ha seguido siempre resonando el pensamiento mítico).
Los fundadores de la filosofía en Grecia, desde la época arcaica hasta la tardía Antigüedad, siempre consideraron como un deber del filósofo escribir bien y de acuerdo a leyes artísticas. Por eso tuvo entre ellos tanto auge la retórica. Esto no quiere decir que para los griegos, los filósofos debían imitar a los poetas o a los escritores de ficciones y mitos. Todo lo contrario. Se empeñaban en que la filosofía, o pensamiento discursivo lógico, tuviese sus propias leyes literarias. Así, por ejemplo, Heráclito, que era un antihomérico y que detestaba a poetas como Arquíloco, juzgó conveniente darle a su sistema de pensamiento una forma literal especial, que lindaba con los oráculos y los misterios. Para que su pensamiento alcanzase toda su efectividad poética, debía tener una fuerte carga metafórica y estar herido de belleza literaria. Luego, los sofistas le dieron la mayor importancia al arte del bien decir y escribir, para poder así jugar como jugaban, dialécticamente, al pro y al contra en sus argumentaciones. ¿Y para qué hablar de Platón? Como decía Amiel en su Diario, Platón es el mejor escritor que ha existido y su lectura «restaura». Platón instituyó la forma literaria del diálogo filosófico para dar cabida a su pensamiento teorético. El diálogo es una forma dramática –con raíces en los trágicos griegos– destinada a introducir al lector en un juego teórico que Platón llamaba dialektiké techné, que quiere decir «arte de argumentar». Su Sócrates, que llegó a ser bastante distinto del Sócrates histórico, era una figura literaria ideal, compuesta para lanzar preguntas de tal modo que los interlocutores fuesen siendo llevados, progresivamente, a la conclusión deseada. El Sócrates platónico practicaba así el arte de la mayéutica, que quiere decir el arte de hacer parir las ideas. Por otra parte, Platón, en sus escritos, empleaba toda clase de artificios literarios, desde la metáfora hasta la alegoría. Entonces, ¿por qué atacó tanto a los poetas y los expulsó de su República ideal? Esto tiene una explicación. No puedo en un artículo explicar todas las implicaciones de esta actitud platónica. Pero, en esencia, se trata de lo siguiente: la poesía tiene un discurso propio y una forma literaria sui generis. Es la que practican los que Platón llamaba mythopoioi, sea, los fabricantes de mitos. Pero el discurso poético no está destinado a revelar la verdad, la aletheia. O, mejor dicho, hay dos clases de discurso poético (concede Platón): el que dice verdad y el que dice mentira. Las composiciones literarias (logoi) son, unas verídicas, y otras mentirosas (to men alethes, pseudos d’eteron –República, 377 a). De acuerdo a su rígida y represiva filosofía educativa, las primeras debían ser prohibidas a los niños. «Desde luego –dice Platón un poco más adelante– nuestro primer cuidado debe ser, según parece, el controlar a los fabuladores (epistateteon tois mythopoiois) y, cuando les ocurra hacer algún cuento que sea acertado, debemos declarar admitido ese cuento; y declararlo rechazado en caso contrario». Ahora bien, según Platón, en el lenguaje literario filosófico se persigue, sin más, la aletheia o verdad, procurando deslindarla cuidadosamente de la opinión o apariencia (doxa). Tal es la misión de la dialéctica. Esta es la que practican los filósofos, y por eso los filósofos deben ser los gobernantes de la República ideal. A los poetas hay que tenerlos a buen resguardo, porque su arte, la poesía (que no es sino «una partecilla de la poíesis«), no sirve para educar a los ciudadanos. Sin embargo, Platón admitía una excepción: Homero, quien según él era un gran educador. Platón en suma, se equivocaba en una cosa: en poner como condición de la buena poesía su carácter político-pedagógico, (¿quién busca hoy en día ese carácter en un Mallarmé?). Pero acertaba en otra cosa: el filósofo, para ser tal, debe practicar un arte literario capaz de descubrir o develar la verdad. Y en esto era inflexible.
II
Aristóteles no goza hoy de mucha popularidad como poseedor de una escritura literaria hermosa. Sin embargo, ello es producto de un viejo prejuicio que se viene arrastrando desde la Edad Media. La Escolástica se ocupó sobre todo del Aristóteles lógico, el del Organon. De las llamadas siete «artes liberales», prefirió ocuparse tan solo de dos, pertenecientes al Trivium: la Gramática y la Dialéctica. Con tal procedimiento, era lógico que no se ocupasen del Aristóteles ético, el retórico o el poético, y que dejasen en el olvido obras tan preciosamente escritas como el Protréptico. A esta circunstancia se añade el hecho, de todos conocido, de que la obra de Aristóteles no nos ha llegado toda en sus términos o escritura original. Los libros lógicos y la Metafísica, son probablemente apuntes de clase de sus alumnos. En cambio, obras como la Etica a Nicómaco, que probablemente nos ha llegado en su escritura original, posee un resplandor literario digno de un gran escritor filosófico. Por si esto fuera poco, bastaría hojear la Retórica o la Poética para constatar la enorme preocupación del Estagirita por las cuestiones de forma literaria. Es cierto que Aristóteles atacó las metáforas de Platón. Pero hay que recordar a este respecto lo que sagazmente observaba Ortega y Gasset: «Adviértase que cuando Aristóteles lo hace contra Platón no es precisamente para atacar que ciertos conceptos suyos de pretensión rigurosa, como la ‘participación’, no son, en realidad, más que metáforas».
Lo anterior lo escribe Ortega en su famoso ensayo «Las dos grandes metáforas», de El espectador (1924). Justo es recordar en la hora presente cuando hay tantos y tan pedantes escritores filosóficos que nada saben del arte literario, lo que decía Ortega a propósito del empleo de las metáforas por parte de los filósofos. «Cuando un escritor –dice– censura el uso de metáforas en filosofía, revela simplemente su desconocimiento de lo que es filosofía y de lo que es metáfora. A ningún filósofo se le ocurriría emitir tal censura. La metáfora es un instrumento mental imprescindible, es una forma del pensamiento científico. Lo que puede muy bien acaecer es que el hombre de ciencia se equivoque al emplearla, y donde ha pasado algo en forma indirecta o metafórica crea haber ejercido un pensamiento directo». Metáfora es translatio, pero no entendido como simple traslación de un sentido a otro, sino literalmente como traslación de un ser a otro. Empleando un término judeocristiano extraño a los griegos, podemos así decir que metáfora es «creación». Ahora bien, como señala Ortega, la metáfora es un instrumento que científicos y filósofos pueden y deben usar para ilustrar y aclarar su pensamiento. El pensamiento discursivo debe contar con su ropaje literario estéticamente sólido. Esto lo han comprendido los grandes escritores científicos o filosóficos, desde Platón hasta hoy. Me vienen a la mente dos grandes ejemplos del siglo pasado: Marx y Nietzsche. En mi libro El estilo literario de Marx intenté demostrar la importancia que Marx asignaba a su estilo literario. Pero también intenté mostrar lo que dice Ortega: que ha habido toda una gigantesca tergiversación de ciertos conceptos de Marx, por confundirse lo que en él es metáfora con una explicación o «pensamiento directo» (Esta tergiversación proviene sobre todo de los manuales marxistas de la URSS). Si Marx reviviera, podría decir lo que de sí mismo dijo el ya citado Ortega, a saber, que sus intérpretes «resbalan sobre las metáforas».Nietzsche, por su parte, escribía irónicamente: «nada nos gusta tanto a los filósofos como que nos llamen artistas». Esto iba dirigido contra los «petulantes y gruñones» (Marx dixit) académicos alemanes. La requisitoria de Nietzsche contra la filosofía clásica alemana es terrible. Los llama «pensadores egipcíacos», «que se ocupan más del ser que del devenir», como lo dice en su obra Cómo se filosofa a martillazos. Nietzsche, a diferencia de esos pensadores, sabía escribir. En nuestros tiempos, el gran pensador alemán Martin Heidegger también ha sabido escribir bien. No me refiero, claro está, a su pesada prosa de Sein und Zeit –que recuerda al Hegel de la Fenomenología– sino a esos otros libros donde Heidegger da rienda suelta a su espíritu poético.