
La calle en la que viven es una cinta plateada que recorre el espinazo de un cerro. Es un tulipán trazado con dos líneas. Es solitaria y silenciosa. Parece descansar por encima del mundo. Su corazón es pesado y lento, un murmullo que toma forma entre las hojas de los árboles. El sol, tan blanco que enceguece, la calienta. Las chicharras chillan. Y uno espera que en cualquier momento ocurra algo. Pero allí no ocurre nada. Solo el canto alucinado de las chicharras y la luz blanca que los envuelve. Y cuando llueve puede ser que no se escuchen entre ellos. La lluvia que los embelesa es la música ritual del cielo. Lo mejor, entonces, es callar y observar el mundo gris que se compacta y los cobija. Las casas se aprietan unas con otras. Pero no es obsceno. Parecen, más bien, viejas amigas que se cuentan sus cosas. El asfalto de la calle está agrietado aquí y allá. De las fisuras negras surgen unos hierbajos verdes que vibran con el viento. Las aceras son estrechas y se rompen allí donde las raíces de árboles rebeldes buscan su espacio. Uno diría que el mundo se ha detenido. Y tal vez así es.
Hay un punto muerto, un agujero negro, una zona en la que las casas desaparecen. En su lugar tierra de nadie, la tierra de los niños, un vacío para la aventura, un puente hacia tierras ignotas. Allí el monte se eleva altivo. En ese follaje estilizado que pendula con el viento se pierden y crean su propio reino. Es un solar que conecta la calle cerrada en la que viven con la avenida en el valle.
Es verano, el aire comienza a reverberar intranquilo sobre el asfalto. La Pupi se arma, como cada año, con una caja de cerillas y se adentra en el solar invadido por el monte. Las largas y resecas espigas se aquietan como si esperaran, expectantes, el chasquido del fósforo contra la lija. Parecen presentirlo en la resolana sofocante del mediodía y en la presencia larguirucha y desprolija de la Pupi que olfatea el aire con su enorme nariz mientras camina aparentemente sin rumbo entre la maleza. La sonrisa sardónica de sus labios es representación fiel de sus pensamientos. De vez en cuando se aparta de la cara el pelo encrespado que no es ni rubio ni castaño sino del color de la tierra seca.
Cuando el fuego se levanta iracundo y frenético y avanza con la desesperación del hambriento y comienza a lamer las paredes de las casas vecinas, llegan, como siempre, los bomberos. Y Danilo, como cada verano, está allí, observando fascinado a los hombres enfundados en sus trajes amarillos y rojos salpicados de manchas de hollín, los cascos negros sobre sus cabezas con esas grandes viseras hacia atrás que los emparenta, al menos así le parece a él, con seres alienígenas venidos de planetas lejanos. Danilo disfruta del impecable baile que aquellos hombres ejecutan alrededor del camión. Se reparten las tareas con una sincronía aprendida a sangre y fuego durante años de prácticas y de lucha a muerte contra incendios y llamas de todo tipo y en todo tipo de situaciones desesperadas: unos desenrollan las gruesas y percudidas mangueras, otros enroscan un extremo en los hidrantes, en el otro extremo otro bombero, rodilla en tierra, espera la orden para soltar el poderoso chorro de agua que aplacará las llamas, un poco más lejos un grupo con palas y hachas crea un cortafuego que evite el avance de las llamas. Lo que más excita a Danilo es el riesgo que conlleva la tarea de sofocar un incendio, aquellos hombres minúsculos enfrentados a llamas de cuatro o cinco metros, rabiosas e impredecibles. Y también el poder, la fuerza de aquella lucha de la naturaleza, la violencia con la que el fuego reclama su espacio, la aparente indiferencia con la que toda aquella espesura verde y silenciosa se deja conquistar.
En las noches Danilo sale a la terraza y observa los cerros frente a la casa buscando algún resplandor amarillo serpenteando en la sólida oscuridad que lo rodea. Cuando descubre alguno, corre a buscar a papá y lo saca a rastras de la casa. Papá, entonces, no tiene más remedio que acercarlo a las llamaradas nocturnas para que Danilo pueda ver a los bomberos trabajar como sombras chinescas bailando alrededor del fuego y se maraville con el bello contraste entre la luz y la oscuridad.
El fuego puede causar dolor. Eso lo descubre Danilo un verano especialmente implacable que se alarga más de la cuenta y que convierte los enmarañados montes que lo rodean en ramaje seco y quebradizo que cruje al paso del viento y que no espera más que una pequeña chispa para inmolarse en la furia de las llamas. Y ocurre durante una tarde sofocante en la que sopla un viento caliente que se adhiere al cuerpo como si fuese la resina de un árbol herido. El fuego se inicia en algún punto del cerro frente a su casa. El mismo cerro al que lo lleva papá para que vea en acción a los bomberos. El cerro es prácticamente virgen. Apenas una docena de casas salpican aquí y allá amplias extensiones de monte apretado y reseco. Las llamas, instigadas por el viento, corren libre y rápidamente. Cuando llegan los bomberos el cerro entero arde con gigantescas y furiosas llamaradas. El calor de aquel infierno se derrama en olas que, a pesar de la distancia, llegan hasta Danilo y le queman la cara con el vaho afiebrado de sus lengüetazos. Y entonces la ve. Ve a la muerte lamer los muros de las casas, golpear los techos, entrar por las ventanas. La oye rugir en el interior de los cuartos. También escucha el aullido de los perros, un único lamento desesperado unido al grito inhumano de hombres, mujeres y niños alcanzados por el bramido del fuego y el humo envenenado. Y ve. Ve la carne chamuscada, ve antorchas humanas saltando por las ventanas, corriendo por el monte encendido, huyendo de sí mismos. Los ve correr sin esperanza, consumiéndose a cada paso, cada vez más ceniza y menos carne. El horror del fuego. Un hermoso tapiz de muerte y desolación.
Excelente escrito, Quim.
Gracias Wilmer. Me alegra que te haya gustado.