A Sami, Samuel y David
Fredy jugaba de arquero, y narraba sus movimientos como si, además de defender el arco, trabajara para un canal de televisión imaginario; un canal con una cámara enfocada exclusivamente en él y en las inmediaciones del arco, en donde nada ocurría o en donde podía haber un golazo del contrario, una inesperada arremetida que acababa humillando los reflejos no tan felinos de Fredy. Aunque también podía ocurrir ver a Fredy elevando los puños enguantados al cielo, celebrando un gol agónico de nuestro equipo, celebrando como los arqueros que no patean tiros libres: solo. Por supuesto, sería imposible mirar un partido así. Por eso al arquero se le enfoca únicamente cuando se le necesita, como a un bombero o a un abogado. Pero Fredy se narraba a sí mismo y su contexto como si estuviera en un Wembley o en un Maracaná abarrotados, y no en un mugroso terreno regado con vidrios de botellas partidas, un sol endemoniado y una pelota deforme, y un grupo de jugadores más dignos de un Shaolin Soccer sin Kung Fu que de la élite europea o suramericana.
¿De qué material estaban hechos los arcos? Pues dependía del tipo de terreno. Si había paredes contrarias separadas por “distancia de cancha”, los marcábamos con pintura de aerosol; si en lugar de paredes había reja, marcábamos dos barrotes; y si no había nada, poníamos piedras o elementos que hallásemos por ahí, como un zapato abandonado y la mochila de alguno.
Los terrenos podían ser grandes o pequeños, y no necesariamente baldíos; el estacionamiento del supermercado Victoria, por ejemplo el domingo que no abría, nos podía servir. De algún modo, éramos tan versátiles como un circo; si había las dimensiones no dudábamos en instalarnos; después de todo, lo importante era jugar, hasta que nos diera la noche y nuestras piernas levitaran.
Además del arquero-narrador Fredy, teníamos a Jesús, que erraba como un ciego detrás de la pelota. Los primeros minutos, porque luego se fastidiaba y se quedaba tieso, parado en un punto cualquiera de la cancha. Fredy, que veía todo desde el arco, le gritaba rabioso:
–¡Jesús, maldito, defendé!
Y Jesús le mostraba el dedo, como si la cosa no fuera de equipo, sino personal. Hasta el milagroso empujón del contrario, que hacía rodar a Jesús por el suelo. Y digo milagroso porque era lo único que lo sacaba del sopor, si es que había algo de sangre. Porque faltas recibía en los primeros minutos, pero no todas acababan en milagro. Tenía que haber sangre, y tenía que manar de sus rodillas; y ahí sí, se incorporaba, y de repente Jesús era Cafú, recibía el pase del gritón Fredy y desde el área defensiva avanzaba por la banda como el brasileño, y él mismo se encargaba de meterla contra el palo del arquero, prescindiendo de Teté o de mí.
A Teté le decíamos así porque era bajito y casi albino, como un tetero. Teté era el genio del equipo; pero, como todo genio, no podía él solo. Y sin embargo jamás se le veía protestar. A nosotros nos recordaba a Pippo Inzaghi; pero Teté era de enojo reservado, no como Inzaghi, que se la pasaba gesticulándole a los árbitros, por faltas no cantadas o por su sequía de gol. Lo que él tenía en común con el delantero italiano, era esa expresión en la cara, ese fruncimiento más propio de director técnico que de jugador. Pero de un director técnico sumamente compasivo, que dejaba que a sus jugadores los bailaran… Pero claro, es típico en el fútbol echarle la culpa al mejor si la cosa va mal. Nosotros lo hicimos al principio, cuando aún no entendíamos el estilo de Teté. ¿Y cuál era el estilo de Teté? Esperar analizando.
Finalmente, sí era director técnico, pero de sí mismo. Y nosotros simplemente le seguíamos el juego, respondíamos a sus paredes, dialogábamos con los pies… Es decir, finalmente firmábamos ese pacto de confianza que él sin hablar nos proponía. Después de todo, él tenía una compresión teórica del juego que nosotros no teníamos, y eso lo diferenciaba de Fredy (que veía todo desde el arco, pero solo anticipaba lo urgente), del ciclotímico Jesús y de mí, que jugaba solo en el mediocampo, en esa extraña formación de un defensa-un mediocampo-un delantero (1-1-1), que provocaba que nos moviéramos más en horizontal que en vertical, estrategia muy poco ofensiva…
Pero el contrario se paraba igual. Y lo que en la cancha se veía era un constante rotar de jugadores, multiplicando sus funciones al modo del fútbol total de Johan Cruyff: todos defendiendo, todos creando en el mediocampo, todos yendo bien arriba… Y todos acabando exhaustos en la primera media hora; pero seguíamos, no nos dejábamos intimidar por la exigencia. Por supuesto, ahí nadie conocía a Johan Cruyff; el que replicáramos el estilo que el holandés implementó en el Barcelona era una mera coincidencia; y lo hacíamos no por suficiencia de recursos (como en efecto tenía el poderoso Barcelona de Cruyff), sino por la falta de ellos.
Pero volvamos al delantero Teté. Bien, nuestro genio esperaba analizando, y mientras tanto el contrario nos bailaba. Pero esto solo al inicio del partido, porque una vez que Teté descifraba las falencias de los otros, él mismo se encargaba de ponernos arriba por un gol. Si nos habían encajado 2, Teté les devolvía 3, y en cuestión de minutos. Y era ahí cuando el equipo despertaba, o comenzaba de veras a jugar. El triplete de Teté nos metía en el partido, y si eso coincidía con la falta milagrosa a Jesús, Fredy dejaba de gritarnos, y el equipo se lucía. Pero entonces nos volvían a propinar la seguidilla de goles estúpidos (un rebote, una salida injustificada de Fredy), que acababa desmoralizándonos al punto de entregarnos sin más; excepto Teté, que seguía intentando levantar nuestros ánimos ya póstumos, con un pase en profundidad al que no llegábamos, a pases que veíamos sin correr en la distancia.
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Nuestra fama de eternos perdedores se fue diseminando en ese sector de la ciudad. Decían que jugar contra nosotros era jugar contra la nada, y que la goleada se marcaba ella sola. Que si bien teníamos lapsos de buen juego y un jugador “diferente”, golearnos era tan fácil que daban ganas de no jugar. ¿Y quiénes eran nuestros equipos rivales? Club Atlético La Guajira, Deportivo Torre 8, Estudiantes de Calchaqui… nombres que referían a edificios residenciales del sector; el nuestro era El Globo, y de ahí que eligiéramos El Globo Fútbol Club; porque Fredy, Jesús y yo éramos vecinos en el mismo edificio; Teté, no. Teté era algo así como un fichaje importado, pero eso ninguno de los otros edificios lo sabía. No podían saberlo, porque estaba prohibido. Habíamos acordado unas mínimas reglas de campeonato, y una de ellas era esa: que cada equipo se nutriese de vecinos de su mismo edificio, de lo contrario se le descalificaba, se le prohibía jugar. Decidimos que fuera así porque una vez que jugamos con extraños, nos robaron. Al principio Teté fue un extraño, pero solo para nosotros. Un día que Fredy, Jesús y yo practicábamos en el estacionamiento del supermercado, se apareció de golpe, y temimos lo peor. Pero a Teté lo que le importaba era adueñarse de la pelota, no de nuestras fofas billeteras. Teté lo que quería era jugar, incluso mucho más que nosotros. Y esa misma tarde nos dimos cuenta de que él era un genio, de que era el jugador que nos haría invencibles.
Según Fredy y Jesús, entre Teté y yo había un lejano parecido, por lo que entonces convinieron en que él sería mi hermano. Yo la verdad no encontraba el parecido: Teté era bajito, tan blanco como un coco por dentro y de rasgos como filipinos… Y yo en cambio era alto, moreno e indefectiblemente local. Pero bueno, en aquel momento el campeonato no empezaba, de modo que Teté fui mi hermano desde el inicio, y todos se comieron la mentira.
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Un día Teté nos dijo que tenía algo para mostrarnos, pero que donde él vivía no había televisor. Enseguida pensamos que se trataba de una trampa; ninguno de los tres quería abrirle las puertas de su casa a Teté, que si bien era un genio y etcétera, no dejaba de ser un extraño.
Entonces nos olvidamos, pero Teté insistía. El equipo venía de perder los primeros seis juegos en fila; nuestros ánimos estaban pisoteados e incluso contemplamos no presentarnos en los siguientes partidos y perder por forfeit que, después de todo, era más digno que perder 7 a 1.
Teté insistía, tal vez queriendo redimirse con aquello que quería mostrarnos, porque en el último partido (el del 7 a 1), su rendimiento dejó mucho que desear; le robaban el balón con una facilidad nunca vista; y si él desaparecía, desaparecíamos nosotros, desaparecía el equipo; excepto Fredy, porque el arquero solo existe cuando al equipo le va mal, atajando o narrando la debacle.
Fue precisamente Fredy quien propuso mi casa, a lo que Jesús añadió que era lógico, porque el “hermano” de Teté era yo. La mentira de efecto exterior se volvía hacia nosotros; mejor dicho: hacia Fredy y Jesús, que ahora la internalizaban por conveniencia, proyectándola hacia mí como la proyectaban hacia los rivales, a veces con una insistencia tan obvia que había que mandarlos a callar.
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Teté se apareció una hora más tarde de lo previsto. Traía una bolsa del supermercado y estaba sucio. Tenía los brazos ennegrecidos y unas ojeras que no le habíamos registrado antes. Se le veía más cansado que al final de los partidos, como si hubiera pasado una mala noche.
En la bolsa (que era en realidad doble bolsa, con la “V” distintiva del supermercado Victoria) traía una handycam y unos cables.
Fredy preguntó con suspicacia:
–¿Y esa bicha?
–De una amiga del trabajo –respondió Teté, mientras conectábamos el cablerío.
–¿Trajiste porno, Teterito? –intervino Jesús, que se había acostado en el sofá con las manos tras de la cabeza, como siempre hacía cuando venía a mi casa.
Y entonces Teté se rio y fue extraño, porque nunca lo habíamos escuchado reír. Fue una risa asmática y seca, como de pulmones no dignos de alguien tan joven. En realidad, no lo habíamos visto nunca entre paredes y un techo, con una luz de interior y de tan cerca, tan en primer plano… Y aquello nos permitió comprobar dos cosas: que Teté en efecto estaba sucio, como si se hubiera revolcado en grasa de estacionamiento; y que sus zapatos, los mismos que usaba para jugar, eran poco deportivos; eran zapatos más casuales que de fútbol, y además estaban rotos, tenían parte de la suela despegada. Además nos enterábamos de que él trabajaba; otro atributo, además de su genio, que lo distanciaba de nosotros, que solo teníamos la obligación del estudio, y cumplida a regañadientes…
–¿Puedo ir al baño? –me preguntó sin urgencia. Habíamos terminado de conectar la cámara al televisor.
–Sí, claro. En el pasillo a la izquierda –le dije.
Y al minuto oímos el agua de la regadera caer.
–¿Qué coño hace este? –dijo Fredy extrañado.
–Se estará sacando las manchas… –dijo Jesús–. Y luego añadió: –Además olía horrible.
Y al rato lo vimos salir. Por supuesto llevaba el mismo short, la misma franela y los mismos zapatos. Tenía el pelo mojado y su piel había recuperado su apariencia lechosa, aunque una leve capa en sus codos y rodillas persistía. Su olor había mejorado. Le ofrecí ropa limpia, pero me dijo que le quedaría muy grande.
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El video mostraba muchas caras conocidas, caras que nos habían gritado goles en las nuestras, una y otra vez. Eran los partidos entre los otros equipos, a los que Teté había ido a espiar. Se suponía que el equipo que no jugaba asistía en modo espectador, pero nosotros nunca íbamos, porque nos decían que por qué no nos quedábamos así, solo como espectadores… En fin, nos queríamos ahorrar comentarios. Sobre todo los que vinieran de Ángelo, un pedante que se creía Maradona, un presumido que en cada juego estrenaba botines y se hidrataba con botellas de Gatorade.
Ángelo jugaba para Deportivo Torre 8, el equipo invicto y con más goles a favor del campeonato, la mayoría de ellos anotados por su estrella (fue con Deportivo Torre 8 que perdimos 7 a 1; solo Angelo nos marcó 5). En fin. La idea de Teté no era que observáramos el juego de Ángelo, que ya lo conocíamos de sobra, aunque nunca lo pudiéramos parar… sino el de los jugadores a los que debíamos enfrentar próximamente. Ni Fredy, Jesús o yo sabíamos que él sí asistía a los otros partidos; mucho menos que él los grabara así, tan abiertamente… El mismo Teté nos dijo que no tuvo problema; es más, nos dijo que a los equipos les gustaba porque decían que era como si los transmitieran por televisión para el mundo entero, y entonces exageraban las reacciones en las faltas, hacían piruetas o se sacaban la franela y la revoleaban en un gol; o mandaban a callar a los espectadores que ya estaban callados, con el gesto del dedo en la boca… Creyendo que los filmaba ESPN, no advirtieron lo que realmente ocurría: Teté llevaba su ejercicio de análisis todavía más lejos; finalmente, el extraño robaba, pero tiempo de anticipación.
Teté solía esperar analizando, pero en pleno partido. La nueva estrategia permitía analizar sin jugar, sin la presión del contrario ni la del correr del tiempo; y permitía además que analizásemos todos, no solo Teté; es decir, nos permitía “ver” lo que él veía en el transcurrir de los partidos: los patrones, las falencias, los modos… Eso mismo nos estaba explicando, cuando le vimos hacer una pausa por un largo bostezo. Y, dirigiéndose a mí, dijo:
–¿Me darías algo para comer?
Fui a la cocina y preparé dos panes con queso. Uno para él y otro para Jesús, que no estaba hambriento sino antojado, como siempre lo estaba cuando venía a mi casa. Fredy no quiso; siguió echado en la alfombra de la sala, ensayando voces a la par del video.
Le di el pan y un vaso de Nestea a Teté.
Me agradeció sonriendo con la boca llena.
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Milagrosamente, la estrategia de Teté funcionó. Ganamos cuatro y empatamos tres, y por una serie de resultados ajenos, pudimos clasificar últimos a la ronda final. ¿Y con qué equipo nos tocó jugar? Con Deportivo Torre 8.
El partido debió reprogramarse entresemana, porque algunos jugadores (incluyendo Ángelo) no podían jugar el domingo (día habitual de los partidos), porque estaban en finales y tenían que estudiar… Así que no podíamos jugar en el estacionamiento del Victoria, porque era un viernes y abría, y era una lástima porque aquella era de lejos la cancha más pareja y más limpia, en la que no había un solo vidrio esparcido, ni una piedra, ni nada. Excepto por las imborrables manchas de aceite de motor, era como si alguien barriera milimétricamente aquella cancha, en la que además obtuvimos los mejores resultados, y en la que más se lucía Teté.
Jugaríamos enfrente, en un terreno bordeado por una cerca de ciclón abombada, en el que antes había un pulilavado.
Le avisamos a Teté en nuestro último entrenamiento, precisamente en el estacionamiento del supermercado, el domingo anterior que no hubo partido. Y al principio balbuceó la palabra viernes, pero luego aseguró que llegaría como siempre, un segundo antes del pitazo inicial.
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Pero entonces se hizo viernes y Teté no aparecía. Tampoco Ángelo. Y ni nosotros ni el contrario sabía el paradero de sus estrellas.
Nos pusimos a tocar el balón mientras esperábamos, y en eso vimos a alguien trepar la reja con sobrada habilidad; era el pesado de Ángelo; llevaba puestos unos botines fosforescentes, y traía una bolsa de la que extrajo su infaltable Gatorade, que abrió y se empinó como si hubiese ya jugado. Luego lo tapó y lo mantuvo en su mano. Y cuando creímos que ofrecería a todos unos sorbos (porque al fin y al cabo hacía muchísimo calor), nos dijo:
–No esperen a su genio, porque su genio no va a venir.
–¡Maldito Ángelo!, ¡¿qué coño le hiciste a Teté?! –Fredy atinó a sacarse los guantes. Entre Jesús y yo lo retuvimos.
Ángelo abrió de nuevo la botella. Se llenó la boca con lo que quedaba, y luego lo escupió ante nosotros. Y dijo:
–Nada… Que están descalificados, y nosotros ganamos por forfeit. Anda a contárselo a tu hermanito allá enfrente. Aunque la verdad no hace falta. Yo mismo me encargué de decírselo.
Nos giramos y vimos la “V” gigante y verde en la fachada del supermercado. Teté nos había insinuado que trabajaba, pero nunca nos dijo en qué.
Trepamos la cerca con cierta dificultad, mientras Deportivo Torre 8 nos arrojaba lo que encontraba en el mugroso terreno: piedritas, bujías oxidadas, pañales meados… Y nos decían que los fuéramos a ver jugar en los partidos que restaban, que por supuesto ganarían cómodos, así como ganarían el campeonato.
Cruzamos la calle y entramos al supermercado. Lo vimos de espalda y no supimos si avanzar. Teté llenaba bolsas con artículos varios, y al ver sus codos manchados de negro como casi siempre, supimos quién era el que limpiaba la cancha.
Se dio cuenta de que lo mirábamos, y eso le hizo perder el control; se le cayó al suelo una mayonesa que rápidamente contuvo con su empeine, como si el frasco viniera de un pase largo complicado. Le hizo una seña a la cajera, y ella enseguida asintió.
Y entonces él vino hacia nosotros:
–Perdón, pero tenía trabajo –nos dijo con su voz seca y asmática. Tenía los rasgos filipinos hinchados, como de haber llorado recién.
Y luego regresó a seguir embolsando.
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