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David Bowie nunca pudo trasladar a la pantalla el gigantesco carisma que desprendía sobre un escenario. Es una paradoja común a muchas estrellas del rock, desde Elvis Presley hasta Mick Jagger. Por alguna extraña razón, música y cine no siempre concuerdan.
El caso de Bowie es más sorprendente dado su dominio de las artes escénicas. Tenía un absoluto control sobre la expresión corporal —mimo profesional en la vanguardista compañía de Lindsay Kemp— y fue pionero en incorporar elementos teatrales a sus conciertos.
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Es cierto que tuvo mala suerte a la hora de elegir los proyectos. Guiones que apuntaban maneras vanguardistas, acordes a su trayectoria, terminaron por embarrancar en espesas películas masacradas por la crítica ante la indiferencia del público: Just a Gigolo, The Hunger, Absolute Beginners… A principios de los noventa desistió definitivamente tras la catástrofe de The Linguini Incident, despachada directamente al circuito de videoclubes tras un paso fugaz por las salas. A partir de entonces solo haría colaboraciones puntuales encarnando a personajes históricos –l—Poncio Pilatos en La última tentación de Cristo; Andy Warhol en Basquiat; Nicolas Tesla en The Prestige, él mismo, ya un icono, en Zoolander— o divertimentos como poner voces en algún capítulo de Bob Esponja.
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Quedan títulos rescatables, como el hipnótico duelo homoerótico con Ryuichi Sakamoto en Feliz Navidad, Mr. Lawrence, o ese placer culpable de Jareth, el rey de los goblin, con peluca leonina y mallas ajustadas, en Laberinto, una película que no hace más que ganar seguidores con el paso de los años. Y, sobre todo, queda su magnética interpretación en El hombre que cayó a la Tierra, su debut en el cine, tan fulgurante que hizo albergar enormes expectativas que después no se cumplieron.
El papel de alienígena que aterriza en la Tierra parecía escrito exprofeso para él. De piel translúcida, cerúlea; famélico más que delgado; el pelo teñido de naranja incandescente, y una actitud errática, ausente y paranoica, alimentada por una adicción desaforada a la cocaína —más de diez gramos al día, según propia confesión. En términos estrictamente artísticos, Bowie había creado unos años antes a su álter ego musical Ziggy Stardust, estrella extraterrestre del rock de su disco homónimo y cuyo gran éxito fue Starman —El hombre de las estrellas.
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Con estos antecedentes, Bowie se metía de una forma casi natural en la piel de ese humanoide, metáfora de la soledad de hombres y mujeres en las sociedades del control, ejercido a través del consumo desmedido, el bombardeo mediático y la represión desde los poderes del estado.
Nicolas Roeg siempre fue un cineasta exigente. En sus mejores películas —Performance, Walkabout y, sobre todo, Don’t Look Now, probablemente su esfuerzo más renombrado— evitaba darle al público todas las piezas del rompecabezas. The man who fell… no es una excepción. Un montaje sincopado sumerge al espectador en un mosaico fragmentado. Cuando ya están todas las cartas sobre la mesa, el director desvela la clave que actúa como pegamento y en ese momento la historia cobra sentido: solo entonces se sabrá qué motivos empujaron al extraterrestre a viajar hasta la Tierra. Cristopher Nolan le copia la jugada ya desde su iniciática Memento.
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Pero más allá del argumento, donde realmente triunfa la cinta es en la descripción de un fin de época. Los años setenta fueron el final de la inocencia para unos Estados Unidos convulsionados por la carnicería de la guerra de Vietnam, el Watergate, una crisis económica devastadora y unos espeluznantes niveles de criminalidad. La mirada extranjera del muy británico Roeg capta toda la toxicidad de la supuesta gran potencia occidental: violenta, cerrada en sí misma, incapaz de asimilar influencias externas, ahogada en una espiral de alcohol y armas, concebida para destruir y no para construir, con una debacle climática a las puertas, descreída tanto de la religión como de la ciencia pero sin alternativas para sustituir a ambas, dominada por las grandes corporaciones y con un gobierno relegado al papel de represor… En medio de este marasmo, el extraterrestre –en realidad, más ser humano que nunca- se ve incapaz de cualquier pretensión de trascendencia.El hombre que cayó a la Tierra ha quedado como uno de los más interesantes ejemplos de hacia dónde iba el sci-fi tras 2001. Una odisea del espacio hasta que George Lucas llevó el género al parque de atracciones con sus Star Wars. Tardó décadas en recuperarse de ese volantazo hacia el puro entretenimiento. En los últimos tiempos, algunos robustos títulos transitan la senda abierta a finales de los sesenta, cuando la ciencia ficción iba más allá de la pirotecnia de los efectos especiales para hablar de temas, sentimientos y emociones comunes a cualquier tiempo y lugar.
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