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Si Kurosawa ha adaptado a Dostoievski es porque se identifica con el idiota. No con la novela ni necesariamente con su autor, sino con el personaje del príncipe Mishkin (del árabe miskin: pobre, necesitado, miserable). Pero ni siquiera exactamente con este: si El idiota es una novela memorable es, precisamente, por su protagonista, a la vez alguien único y un arquetipo universal. Esta identificación (su propia idiotez) es algo que él mismo ha ido descubriendo, enfrascado en la creación de una obra dentro de la cual a menudo se ha perdido. Pues no basta, para un autor, hacer buenas películas, una tras otra. El autor busca un centro en el cual aposentarse, alcanzar un estilo que le permita crecer y desarrollar su obra hacia un fin trascendente. A través del personaje del idiota Kurosawa se encuentra a sí mismo, lo cual da a esta película una fuerza particular. De entrada, esto puede parecer extraño: una versión japonesa, en blanco y negro y situada en el Tokyo de posguerra, de una gran obra de la literatura rusa que se desarrolla entre palacios. Habría algo artificial si no fuera porque aquí la idiotez es la única respuesta plausible a los desastres de la guerra.

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Kurosawa ha querido mostrar el poder transformador de la idiotez, que vendría a ser la candidez de un niño preservada a flor de piel en un adulto, hasta el punto de aplastarlo. Esto le hace incapaz de dejarse absorber por los esquemas de una cotidianidad impropia. Es importante recalcar esta palabra: incapacidad. Por eso el idiota se presenta a sí mismo como un discapacitado. Pues en verdad el idiota no es capaz de comprender el comportamiento de los otros y por ello no puede comportarse como ellos. Tampoco quiere, pues su inocencia se lo impide. Pero no por razón de su superioridad moral o de una razón sublime, sino en virtud de su impotencia.
Kameda, el Idiota, es interpretado por Masayuki Mori, a quien recordamos en varias obras maestras de Naruse. A lo largo de su obra aparecerán otros personajes que pueden compararse: en especial Derzu Uzala y el joven de Dodeskaden. Hay quien prefiere las películas de acción de Kurosawa, pero yo creo que es en estas donde más implicado está, pues en ellas nos descubre su fragilidad y, por tanto, su ser más entrañable. Por eso, la película trata tanto de la pasión como de la idiotez. Esto es algo que también caracteriza a Kurosawa. La pasión que existe entre Akama (Toshiro Mifune) y Sadeko (Setsuko Hara), y ante la cual a su vez son impotentes. Akama vive subyugado por Sadeko, pero es incapaz de ver en su interior. La ama, pero no sabe lo que ama. El idiota, desde su inocencia, puede verla: ella es desgraciada. La figura mística del idiota queda resaltada en su relación con Sadeko. Ella es simplemente impresionante por su fortaleza y por un carácter que esconde una fragilidad y un gran anhelo de libertad. Juzgada por todos como una mujer vendida, en realidad es la única que conserva su libertad. Igual que Kameda, es desgraciada en este mundo. Pero, a diferencia de él, está atrapada en una mascarada que la sitúa, a su pesar, como protagonista. Y eso a causa del poder que emana de su feminidad y su belleza.


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A nivel formal, su estilo es excesivo. Kurosawa opta por el dramatismo, se centra en mostrar las emociones. Todo parece resaltado, de forma incluso redundante. La música híper dramática acentúa las interpretaciones. Los rótulos y las voces en off tratan de explicar todo aquello que los productores dejaron fuera: Kurosawa rodó más de cuatro horas, que quedaron en 165 minutos. A nivel narrativo, esta duración parece necesaria (los lectores de Dostoievski se quejarán de todo lo que se ha quedado fuera), pero hace difícil mantener la intensidad. Es normal aludir a esta mutilación para explicar su extraño desarrollo, que suele tildarse de desequilibrado. Pero hay que verla y pensarla tal y como nos ha llegado. En realidad, esto ha obligado a Kurosawa a una condensación de contenido altamente emocional, sobre todo en su primera parte. Densidad reforzada por los escenarios cerrados en los que se desarrolla. Incluso los exteriores resultan asfixiantes: ni grandes paisajes ni planos que respiren.
La energía desbordante de Toshiro Mifune y Setsuko Hara inunda la pantalla. Ante ellos Kameda queda empequeñecido, parece a menudo acobardado. Los mira como si fueren seres fantasmales. No se atreve a intervenir, pero es arrastrado al centro de la escena. Su problema es que ve en los corazones. Y, por eso, cuando interviene los desnuda. La mascarada se derrumba y aflora aquello que pretendía ocultar.

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Kameda no es el príncipe Mishkin. Es más bobalicón, carece de la inteligencia del segundo. Estamos ante una adaptación: Kurosawa ha creado su propio idiota, igual que hizo Dostoievski. El dilema moral de raíz cristina que presenta este queda transformado. No se centra ya en el antagonismo entre Kameda (la bondad absoluta del ingenuo) y Akame (la pasión brutal que apunta a la tragedia), sino entre la inocencia y la pasión como fuerzas complementarias. Pues Kurosawa ama a sus personajes. Akama no es un monstruo ni Taeko una mujer perdida. Por eso, tanto como a pensarla, la película invita a compasionarse con el ser humano. Tal vez por eso a Kurosawa lo llaman humanista.
La interpretación de Mifune capta perfectamente la intención: reflejar el carácter enigmático de la pasión. Ama de forma irracional, hasta el crimen, hasta la locura. ¿Quién puede condenarlo? A su lado los hipócritas burgueses que lo rodean, a quienes les gustaría que guardase las buenas formas y reprimiese su pasión, resultan insignificantes. Por eso Akame no es exactamente un antagonista de Kameda. En castellano, sus nombres tienen casi las mismas letras, excepto que el idiota tiene una letra más.


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La primera hora es puro fuego: centrada en el drama de unos días, del cual los cortes impuestos por la productora han llevado a prescindir de los prolegómenos. Luego se relaja (imposible mantener esa tensión). En la segunda parte cobra protagonismo un cuarto personaje: Ayako (Yoshiko Kuga), la joven de apariencia frívola que se interesa por Kameda, al cual quiere comprender y el cual despierta en ella sentimientos encontrados. Se trata de otra interpretación conmovedora, aunque es imposible que su personaje alcance la fuerza de Akame y de Taeko. Esto favorece que la película se calme y pase a ser dominada por un tono más reflexivo: vemos como la relación se despliega, las reacciones que provoca, como va madurando, tocada por la bondad de la idiotez, a la espera del desenlace. Aunque la bondad de Kameda la enamora, no puede abandonar sus celos, su egoísmo, su mirada viciada por el mundo. Esto la conduce al enfrentamiento con Taeko, la cual se le presenta como una figura demoníaca de la cual no puede liberarse. Tiene que desencadenarse el drama para que despertemos. Es Ayako la que al final comprende que nosotros, incapaces de una auténtica bondad, somos los enfermos.
Increíble esta reseña! Excelente
Gracias
Extraordinario texto.
Gracias.