“¡El neoliberalismo ha muerto, que viva el Estado!”. El perpetrador, un virus mortal cuyo origen es objeto de disputa geopolítica. “La pandemia es el Muro de Berlín del capitalismo”, se lee en las líneas de algunos distinguidos analistas contemporáneos. Con desesperado fatalismo o exacerbado entusiasmo, se han volcado en el ciberespacio todas las opiniones, el lugar de encuentro por excelencia hoy. Frente al vitoreo generalizado y el aplauso dado a la actuación de algunos Gobiernos nos atrevemos a preguntar: ¿quién gana cuando se fortalece el Estado?
Nadie quiere retratarse con figuras del calibre de Bolsonaro, Trump o Piñera. No se trata de poner en cuestión la cuarentena en sí misma, sino de advertir ciertas posibilidades abiertas frente a las cuales es necesaria una actitud distinta al exceso de confianza. Así, como a los líderes populistas de derecha no les preocupa el excesivo control social, a nosotros no nos preocupa que la cuarentena sea una disposición necesaria para garantizar la vida; lo que sabemos: que no colapsen los sistemas de salud a partir de un aumento drástico de la curva de contagios. Comprendemos que una medida de confinamiento en la magnitud que se debía aplicar solo podía ser asumida por los Gobiernos y los aparatos estatales. Si cuestionar hoy nos acerca a Trump o Bolsonaro, ¿cuándo es el momento para empezar a sospechar?
Sin embargo, es necesario romper con ciertos chantajes y afirmar que no, que la crítica no se hace desde el mismo lugar que la ultraderecha sensacionalista, que son otros los sentidos y su finalidad. Es necesario permitirnos reflexionar críticamente sobre la situación de las cosas y preguntarnos si el Estado –tal como existe ahora– está actuando extraordinariamente o lo hace de acuerdo a su propia lógica. En la dirección de la pregunta inicial, ¿salimos ganando? Sí, claro, si nos viéramos obligados a elegir, por supuesto que optaríamos por un Estado que no te deja morir en tu casa frente a uno que te deja en manos de los seguros privados.
Suspender la sospecha… ¿hasta cuándo?
Para quienes se oponen al neoliberalismo porque limita la vida de las mayorías, el estado se presenta automáticamente como garantía de vida. Pero, ¿neoliberalismo y Estado son formas irreconciliables? Todo parece indicar que, al menos en su sentido más restringido, quienes garantizan la fiel aplicación del neoliberalismo son los cuerpos institucionales del Estado, principalmente sus aparatos represivos, pero no son los únicos. ¿Podemos seguir hablando abstractamente de “Estado” o es necesario adjetivarlo siempre? En tanto expresión de una correlación de fuerzas y un cuerpo de creencias colectivas generalizadas en un tiempo específico, que se cristalizan en una materialidad institucional, parece difícil pensar que el Estado puede actuar al margen de las relaciones sociales existentes en un determinado momento histórico. Siendo así, pedir el fortalecimiento del Estado per se es, en todo caso, desear que se refuercen las relaciones sociales actuales, ¿son estas las más favorables para las mayorías?
Un Estado que regresa repotenciado a partir del miedo a la expansión de un virus mortal se parece mucho al origen que supone Hobbes para su monstruo marino. Necesitamos un aparato coactivo absoluto, que mantenga a raya la expansión natural del letal Covid-19. Si ese es el contexto social desde el cual se edifica una nueva institucionalidad o fortalecen las entidades existentes, sorprenden las voces que piden “¡Más Estado!”, “¡Más Estado!”, “¡Más Estado!”. Hoy, aceptamos y promovemos cosas que antes criticábamos: permanecer en casa en los términos que deciden los Gobiernos, la agresividad policial, la intervención de los celulares. De ahí nuestro llamado a la cautela y la sospecha como actitud crítica respecto a un Estado que se edifica a partir del miedo; que no parece lo más deseable, sobre todo si pensamos que hasta hace nada pedíamos una transformación del estado de las cosas y no su preservación a garrotazos.
Aparato institucional y garantías de desarrollo para el capital
La izquierda anticapitalista no tiene una visión unificada sobre esta cuestión, pero suspende la crítica ante una situación especial donde el Estado opera con los mecanismos de control necesarios, cuyas medidas “extraordinarias” detienen la propagación de una pandemia, e ignorando la relación que esta pueda tener con la expansión del capital hacia nuevas fronteras naturales, al punto de alterar el ecosistema y producir enfermedades masivas y descontroladas. Expansión posible gracias al apoyo fundamental que le han dado los propios Estados, sin distinción política de sus administradores. Retomar el Estado ignorando las experiencias de los llamados Gobiernos progresistas en esta materia, sería continuar cierta tendencia de la izquierda a hacer caída y mesa limpia respecto a los errores del pasado. También se puso en estado de excepción el pensamiento crítico y este también se moviliza a través de la provocación
Que esta izquierda, generalmente crítica del Estado –mundialmente capitalista–, salga en su defensa, significa sucumbir ante la forma como aparecen en este momento coyuntural las restricciones, control social y medidas coercitivas para sus ciudadanos. El Estado realmente existente se ha topado con la situación perfecta para legitimarse ante todas las posturas críticas. Contra cierta visión dominante, la forma aparencial, bajo esta circunstancia particularísima, expresa su verdadero contenido. El Estado moderno capitalista es, por su propia naturaleza, restrictivo, cerrado, controlador, violento y administrador de las crisis siempre en beneficio de los sectores del capital y en detrimento de los desposeídos. Este “estado de excepción” no es una condición extraordinaria, aplicada solo para detener la crisis pandémica; simplemente vuelve manifiesta la estructura inmunitaria que le subyace. De acuerdo con Roberto Esposito, el “paradigma inmunitario” es una característica fundamental suya, para sustentar su autonomía sobre la protección negativa de la vida. En este contexto pandémico, el Estado no sabe hacer otra cosa que cerrarse sobre sí mismo, accionando los mecanismos coercitivos de control para protegerse ante el enemigo. Queda excluida de esta lógica inmunitaria, que impacta en términos absolutos a todo el territorio, cualquier alternativa contraria a este modo de operar.
Respecto a este clamor, abundan en Europa voces que afirman sin tapujos que lo más revolucionario que les puede suceder es un retorno del estado de bienestar, planteando que la nueva agenda de la izquierda debe ser la conservación frente a la vorágine del desmantelamiento neoliberal. Desde el Sur advertimos el contenido moderno y colonial en ese llamado, porque el sistema económico mundial se basa en la explotación de unos países sobre otros y solo es posible el restablecimiento del bienestar europeo sobre la base de la expoliación de la periferia. En ese sentido, vale la pena recuperar las coordenadas definidas por Alejo Brignole respecto a los países sumergentes y las naciones sumergidas. La humanidad no va a solucionar los problemas actuales ni los que se vienen, cerrándose en las fronteras de los Estados nacionales, porque el esquema asimétrico que domina no hará otra cosa que profundizar la desigualdad global. Las medidas como la aplicación de una renta básica universal y la condonación de la deuda externa, urgentes para el mundo que viene, requieren un nuevo paradigma para las relaciones internacionales, pero estas no cambian si no se transforman las correlaciones de fuerzas locales y globales de las cuales son expresión. Aquí tampoco se puede poner la carreta delante de los caballos.
Los voceros del capital, sus representantes mediáticos, llevan semanas acompañándonos en nuestro clamor colectivo, “¡Más Estado!” piden también. Desde Bloomberg y otros medios solicitan a los Gobiernos acciones urgentes para establecer un New Deal que regirá a partir de ahora. Tienen claro que los Estados son el instrumento capaz de llevar a cabo las grandes transformaciones que el capital requiere para ajustarse a los cambios que afectan al mundo y que son una consecuencia de su propio patrón de expansión. Dirigentes políticos, líderes, cabezas de Gobierno, han empezado a decir, una y otra vez, que el futuro que se viene será distinto, ¿para bien? Se aproxima una nueva era en la que las pandemias serán cada vez más frecuentes, y en la medida en que son una consecuencia de la expansión del modelo de acumulación, el único modo de combatirlas sin atender las causas, es una gestión eficiente de la vida social a través del control de la movilidad. De ahí que nos preparen para que la cuarentena sea la norma, y las salidas libres, una excepción.
Frente a todo esto, sería necio olvidar que el tema central hoy es la salud pública, ese es el locus desde el cual se piensa la cuestión del Estado mismo. Recientemente se viralizó un video de Barak Obama, en sus tiempos de presidente, advirtiendo la llegada de una enfermedad contagiosa y llamando a prepararse, pero ¿a qué llaman “prepararse” los Gobiernos? No a evitar las enfermedades sino a definir los mecanismos para atender la llegada, entre ellos el desarrollo de las vacunas, there is the money. Si el consumo es el factor determinante para el sistema de salud de los Estados, y la prevención no puede consumirse como una vacuna y, por tanto, no genera capital, no forma parte de las medidas políticas, aunque se desarrolle un sistema robusto de salud. Es un buen momento para cuestionar la capacidad que tienen los Gobiernos actuales para avanzar hacia un modelo preventivo, que no pasa solo por fortalecer la infraestructura y el acceso a la salud. Una vez se desarrolle la vacuna, los criterios de discriminación se pondrán de nuevo sobre el tapete. Un análisis comparativo de la respuesta de los Gobiernos permite contemplar dónde están las debilidades y los errores. Es urgente sustituir un sistema basado en la enfermedad por uno sustentado en la preservación de la vida. No basta con un sistema público de salud donde el capital sale por la puerta y entra por la ventana.
El progresismo y la gestión del Estado presente
A estas alturas, luego de apoyar a los Gobiernos progresistas latinoamericanos, ¿devenimos anarquistas? Como dijimos, no se puede pensar el Estado de espaldas a la experiencia latinoamericana de los últimos veinte años. Discutir estos temas como si no hubiésemos sido –o sigamos siendo– Gobierno en muchas partes es, cuando menos, una insensatez. Los límites y las contradicciones en el ejercicio del poder desde los aparatos institucionales tienen que ser hoy, necesariamente, parte de lo que debemos reflexionar antes de solicitar más Estado. Desde el exilio, Álvaro García Linera afirma que, en tanto no ocurran ciertas cosas, es imprescindible el Estado, pero no en abstracto como aparato autónomo de gestión imparcial, sino como un mecanismo “social plebeyo” capaz de una serie de políticas sociales transitorias, mientras se van fortaleciendo nuevas cadenas para la toma de decisiones de abajo hacia arriba. Aunque estos análisis carecen del sentido autocrítico y la responsabilidad mencionada más arriba, sí apuntan hacia la necesidad de no perder el horizonte utópico de la emancipación.
Por su parte, José Manuel Iglesias Ogando escribió recientemente sobre este tema a partir de la experiencia chavista, advirtiendo que la mistificación negativa del Estado conduce a que no veamos los poderes fácticos que lo constituyen. Es por eso que no se puede pedir más Estado, solo clamando por una mayor presencia de su dimensión institucional, sino a partir de la transformación de las redes de producción social (material y subjetiva) que le subyacen. Sin embargo, en este momento no es posible hacer tabula rasa de las experiencias mundiales que han intentado ese camino, identificando entre otras cosas la debilidad estructural que supone hacerse del Estado heredado para constituir esa nueva estatalidad a partir de él; lo que conduce inevitablemente a una confrontación absolutamente desigual.
Bajo el dominio del Estado inmunitario, lo comunitario como acción colectiva colaborativa de los afectados es la esfera de la realidad que queda completamente excluida de las posibilidades políticas y participativas de superar la crisis pandémica que, por demás, lleva la impronta de arremeter más duramente contra las clases populares, que no tienen el privilegio de someterse a las órdenes restrictivas que se imponen. Lo inmunitario y lo comunitario son términos antagónicos,lo inmunitario deja de lado la participación colectiva de las víctimas en la solución a la crisis. Mientras escribimos, reflexionamos y pensamos aisladamente, se multiplican las experiencias locales exitosas en la autogestión sanitaria preventiva. A pesar del aislamiento, la comunidad no desaparece, aunque está clara la paradoja sintetizada por Hugo Chávez en su momento cuando dijo que “lo local, confinado a lo local, es contrarrevolucionario”. Cientos, miles, millones tal vez, de experiencias pequeñas desarticuladas entre sí, no constituyen el tejido social expansivo necesario para hacer frente a la lógica omniabarcante del capital. El fracaso en la gestión del Estado heredado no debe llevarnos a tomar pequeñas experiencias como un salvavidas que nos mantiene a flote, dándonos un consuelo de tontos. Al mismo tiempo, la superación del imaginario neoliberal solo es posible a partir de la acción colectiva que tiene como horizonte utópico –concreto– la transformación del Estado.