Amo octubre. Es un tiempo de lluvias, ventarrones y, a menudo, de neblina. Las hojas amarillas caen, la hojarasca cruje bajo los pies; contemplar su danza trae paz y reposo al corazón. Ayer fue un día ventoso, pero hoy llueve. Al anochecer, todo parece más quieto, un olor agrio emerge desde el suelo que, mezclado con la humedad, se prolonga hasta el aliento.
En la noche la temperatura baja lentamente y siento cómo se enfría mi cuerpo en el balcón. Es momento de entrar.
Ahora, en la comodidad de mi habitación contemplo el largo y alto librero. Me aproximo a él y me detengo un momento a pensar en qué hacer. No estoy de humor para leer. Me duele la cabeza y mi corazón late fuerte. Un libro es lo último que me ayudaría.
Tomo asiento y recuerdo que Nafisa no me ha regresado el libro que le presté. Se llevó Cien años soledad exactamente hace diez días. Desde entonces no la he vuelto a ver.
Conforme el tiempo avanza el dolor de cabeza aumenta. Me trago una pastilla con la ayuda de una fría cerveza, luego una taza de café amargo. Regreso a mi habitación.
En la casa de en frente vivía una anciana rusa. Después de su muerte, hace dos meses, Nafisa y su familia se mudaron. El hijo de la difunta se las vendió. El papá de Nafisa trabaja en el complejo militar de la ciudad y ella, si mal no recuerdo, estudia inglés en la escuela.
Ella escuchó, por comentarios de los vecinos, que yo tenía una interesante biblioteca privada, mas nunca me lo preguntó, ni siquiera el día en que nos conocimos en la calle. En aquella ocasión solo atinó a hacerme un gesto de asentimiento como saludo. Creo que se sintió incómoda o avergonzada y no me preguntó nada más.
—¿Puedo leer alguno de tus libros? –me dijo intempestivamente un día, cuando apareció de repente en la puerta de mi apartamento.
Nunca alguien me había pedido algo así, no obstante, sin pensarlo mucho, aún bajo el estado de shock, la invité a pasar.
—¡Tienes muchos libros! –gritó con alborozo.
Miraba alrededor y se regocijaba como una niña pequeña. Me quedé de pie, silencioso junto a la ventana, presionaba un cigarrillo entre mis labios. No le dije nada, quise que hiciera sus propias preguntas. Además, no solía hablar cuando fumaba.
—¿Puedo llevarme el libro del autor Jack London? –preguntó.
Asentí como señal de consentimiento, luego tomé una bocanada de humo y le di la espalda. Tomó el libro y me lo agradeció, sentí que lo hizo con todo el corazón.
—¡Muchas gracias! ¡Lo leeré rápido! –Se llevó el libro titulado Martín Edén.
Desde entonces, ella venía tres o cuatro veces por semana. No hablábamos mucho, me parecía un poco misteriosa, especialmente cuando no le prestaba atención. Me veía fumar cerca de la ventana, indiferente, así que regresaba el libro cuidadosamente al librero y se iba rápidamente.
Su visita se volvió un ritual de rutina, pero, de repente, todo empezó a cambiar. No sabía por qué, sin embargo, ya no la veía con tanta prisa por marcharse; se paraba frente a la biblioteca y se tomaba un buen tiempo en decidir qué libro llevar. Por mi parte, ya no me quedaba junto a la ventana, sino que me sentaba a observarla.
Una tarde, luego de una larga pausa, tomó Cien años de soledad del escritor colombiano, premio Nobel, Gabriel García Márquez. Lo ojeó con mucho interés mientras caminaba al centro de la habitación.
—¿Te gusta leer literatura de todo el mundo? –le pregunté. Estaba muy cerca. Cuando advirtió nuestra proximidad se puso como un tomate.
—Sí, de vez en cuando leo literatura de todo el mundo –dijo. Intentaba mantener la compostura al pasar las hojas del libro.
No era atractiva, pero su amabilidad, los apacibles movimientos, una serenidad casi confidente, al mismo tiempo que un brillo particular en los ojos, la volvían muy interesante.
—¿Has leído todos esos libros?
—Casi –le respondí.
—Te envidio –dijo al cerrar el libro.
—¿Te gustaría un café? –le pregunté, aunque ella ya estaba lista para salir–. Hoy es un día perfecto para un café.
Nafisa miraba a través de la ventana abierta, tal como yo lo hacía. Había aprendido.
—Bueno, si no es una molestia para ti –respondió dudosa.
—¿Con o sin azúcar? –pregunté.
—Si es posible, que sea sin azúcar.
Aquel café me hizo olvidar a mis viejas amigas; misantropía y timidez. Le hablé con entusiasmo sobre los libros que leí y sobre mis autores favoritos. Ella me escuchaba con atención e interés y también hablaba con la misma vehemencia. Escuchándola, noté que le fascinaban los hombres de mundo, como yo. Éramos como dos gotas de agua. Sentí un dulce placer que no había sentido durante años.
Al irse, quedé solo con mis libros, como siempre. Estaba muy confundido, mi corazón se sentía aturdido porque, después de estar acostumbrado a la soledad, otra vez empezaba a deambular entre remotas sensaciones. Ahora, después de tantos años, me sentía profundamente solo; me rodeaban cuatro paredes obscuras.
Al día siguiente, al salir de casa, me encontré a Nafisa en la calle. Ella y su hermana estaban de camino a la escuela. Como de costumbre, la saludé con un gesto de asentimiento y caminamos en silencio hacia la parada del bus. Quería hablarle, pero me contuve. Quizá se avergonzaría con tanta gente alrededor nuestro. Ya en la parada, ella abordó el bus y yo un taxi. En el camino, recordé el último libro que se llevó, me pregunté si lo habría terminado. Me dije que de seguro lo había hecho.
Pasaron cuatro días sin noticias. Al quinto, su ausencia me torturaba, perdí la paz de mi mente y de mi alma. Al sexto, contrario a mi naturaleza, sentí una punzada en mi corazón y comencé a ponerme nervioso. Al séptimo, de nuevo comencé a fumar en la ventana. Con reflexión profunda, llegué a la conclusión de que leer Cien años de soledad en una semana era imposible y recobré la calma. Pero, ayer, al octavo día, mis argumentos se desvanecieron, no podía concentrarme en el trabajo. No tenía idea del porqué tardaría tanto en leer un libro de 386 páginas. La idea se fijó en mi cabeza. Probablemente ella no tenía tanto tiempo libre como yo, pensaba. Minutos después, di por sentado que el libro no le había gustado y jamás regresaría.
La mayoría de mis colegas no están interesados en la lectura, excepto Jeruza Envarona, del departamento de Administración de Riesgos. Ella tiene casi treinta y cinco años. Una mujer franca e inteligente. Durante el receso, no pensaba en otra cosa que preguntarle sobre el libro de Gabriel García Márquez.
—¿Puedo preguntarte algo, Jeruza?
Estaba ocupada sacando unos papeles de su escritorio.
—Por supuesto, Humayun.
—¿Cuánto tiempo te llevaría leer un libro de 386 páginas?
La pregunta la sorprendió y la hizo pensar un rato.
—Depende del tipo de libro. Si lo encuentro interesante, podría terminarlo en siete días, si no puede tomarme hasta un mes.
Poco después, en el noveno día, le hice la misma pregunta a uno de mis clientes.
—Si lo intentara, probablemente, lo acabaría en dos semanas.
De camino a casa, le hice la misma pregunta al taxista.
—Para ser honesto, no me interesa leer –respondió mirándome por el espejo retrovisor.
Hoy, cuando llegué a casa, me paré en el pasillo, apoyándome contra la pared sin entrar del todo. Esto debe tener un significado, me dije. Si Nafisa me ve desde su ventana probablemente venga a cambiar el libro. Me quedé ahí esperando durante veinte minutos, pero nadie tocó la puerta.
Estaba decepcionado, busqué en los bolsillos de mi pantalón la cajetilla de cigarrillos. Estaba casi vacía, pero hallé el último. Eso me ayudó a distraerme un poco y me dirigí al librero a tomar algunos de los libros para recomendarle. Uno de ellos tenía 254 páginas y el otro tenía 83. Un tercero tenía 124. Me quedé con ese último y el resto los devolví al librero. Lo comencé a ojear de principio a fin y decidí que ese le recomendaría a Nafisa la próxima vez que nos viéramos.
Moví mis entumecidas piernas por la habitación. Luego me apoyé en el espaldar de una silla. El dolor de cabeza comenzó a menguar después de tomarme las pastillas, sin embargo, mi corazón sigue latiendo muy fuerte. Tuve que reclinar mi cabeza en el espaldar de la silla y cerrar los ojos por un momento. La imagen de Nafisa aparece frente a mis ojos, una y otra vez. Ahora entiendo que mi ansiedad, mi estado nervioso y malhumorado, durante estos últimos diez días, han sido producto de la espera.
Desde pequeño, me acostumbré a no esperar nada, pero ahora espero encontrarla. Espero verla otra vez, escucharla, que me hable con su serena voz e invada la habitación con sus sonidos.
¿Por qué me miento a mí mismo?, después de todo, no importa el tiempo que le tome leer el libro. Al aceptarlo, repentinamente comienzo a reír. Mi risa está llena de pena, anhelo y tristeza, pero sigo riendo. Mi voz se hace más y más fuerte. Alguien toca la puerta. ¡Qué chiste soy!, continúo riendo, pero vuelven a tocar. Antes de abrir me arreglo la corbata y me abotono la camisa.
Nafisa está allí, parada en el umbral de la puerta sosteniendo un libro en la mano.
—¡Lo terminé finalmente! –me dice mientras sonríe y agita el libro– ¡Márquez me hizo sudar la gota gorda!
***
Correctora de gramática y estilo María Del Castillo Sucerquia (Colombia)
Gracias Letralia, MenteKupa y a María Del Castillo Sucerquia por acercarme a Artikov y a este texto , que nos habla de la ansiedad. Yo no se realmente que la dispara, pero esa necesidad de estar junto a otra persona aparece sin darnos cuenta y más tarde nos consume, tratamos inutilmente de engañarnos, pero la ansiedad se queda hasta que volvemos a ver a ese otro, que nos ha abierto una puerta que creimos cerrada.