Lo conocimos en una panadería. ¿En cuánto me vende ese libro de Bolaño?, preguntó al ver en mi mano los Cuentos. Yo tengo Los detectives salvajes, con la portada de los Beach Boys, lo compré en la Lerner original, dijo. Por muchos meses, mi amigo Diego y yo decíamos en juego: ¿vamos a ir a la panadería del lector de Bolaño?
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Estaba en el Parque Nacional. Había salido de clase. Fundamentos de Matemática. Quería silencio, sol y pasto. También estaba la oportunidad de jugar baloncesto si alguien llegaba. Me acosté y saqué el libro. Una vez argentina, de Andrés Neuman, donde cuenta la historia de su familia y de su país. La tía torturada por los militares en la dictadura, el bisabuelo que se cambia el nombre para evadir el servicio militar en plena guerra, los primeros escritos de Neuman en máquina y el placer que le ofrecía (contrario al tormento de practicar escalas en el violín), su rodilla frustrada que no quiso ser futbolista, la descripción de su nacimiento en primera persona.
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Tenía un camándula de madera. Se sentó a mi lado. Pensé que me iba a pedir monedas y me alisté para decirle: no. Leyendo en un parque, primera rareza, dijo. Me preguntó el nombre del autor. Porque lo más importante es el autor, dijo. Estudiante de Física, segunda rareza, afirmó. Me preguntó cuál era el lugar donde más se leía. Yo le di torpes respuestas: en los parques, o en las bibliotecas, o en las noches. Se reía con aire de superioridad. Así pasaron alrededor de diez minutos. Me rendí. Cuál es ese lugar.
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La cárcel, dijo. Las tardes que se descomponen a la escasa luz de las celdas. Los trabajos de carpintería, latonería, entre otros, para reducir las penas por buena conducta. Yo elegí cuidar la biblioteca, la verdad nunca había leído nada, dijo. Leí a José Donoso, Yukio Mishima, Roberto Bolaño. Leí El Malpensante, los libros por centavos. Me robé una edición de los años treinta de la María, se lo di a mi hermana en una visita. Estuve seis años. Era diciembre. El man me iba a atracar y yo tenía un revólver que recién había comprado. Le disparé en la pierna. Yo pagué la hospitalización, pero presentó cargos por intento de homicidio, dijo.
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No le pregunté nada al respecto. Asentí a todo.
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Le importaba mucho el precio de los libros. No hablamos nunca de los argumentos de ninguna novela o cuento. Siempre las referencias fueron a las portadas, o carátulas, como él les decía. Dijo que tenía que irse a la panadería. Siempre que paso enfrente me pregunto si seguirá ahí, con su risa nerviosa y amigable. No dudo de que leyó cada uno de esos libros. Me gusta su forma de verlos como objetos, o como panes que tienen más o menos queso, más o menos tamaño. La presentación lo es todo:
Inclínate,
pues, como caña al viento; pero cuida
bien el dibujo de la curva: todo
es arte al fin.
Dice el poema de Eliseo Diego. Imagino, o tal vez es una idealización mía, que él mira el libro así, como un atributo físico y no intelectual, como un payaso que cuida el dibujo de su curva al inclinarse ante el público.
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No sé su nombre.