É um nome latino, né, eu preguntei para o meu pai desde quando havia Lispector na Ucrania. Ele disse que há generaçaes anteriores. Eu suponho que o nome for rolando, rolado, perdendo algumas sílabas e se transformando nessa coisa que parece “LIS NO PEITO”, em latim: flor de lis.
El nombre de Clarice Lispector –un lirio en el pecho, según sus propias elucubraciones filológicas– lleva consigo una puesta en escena, una innegable propuesta de seducción y, cuando menos, un desplazamiento. La pregunta “¿qué o qué cosa es Clarice Lispector?”, que ha ocupado a la crítica y la historia de la literatura brasilera recurrentemente, es tal vez la mejor demostración de ello. También constituyen evidencias muy locuaces algunas semblanzas publicadas en la prensa, tales como “Clarice Lispector. Um enigma” (1976) donde no solo aparece un subtítulo que anuncia el proceso de búsqueda del sentido oculto de la escritora, sino que además, al primer apartado se le da el nombre de “Um Objeto Não Identificado Das Letras Brasileiras”, antecedido de una referencia a ciertas palabras de la autora: “Tenho várias caras. Uma é quase bonita, outra é quase feia. Som um o quê? Um quase tudo?”.
Tras esta cita, cuya intención manifiesta es presentar las interrogantes que originaron la escritura de la semblanza y la labor de rastreo que llevó consigo, se parafrasean unas palabras introductorias que –al menos en las notas biográficas y los comentarios críticos aparecidos en publicaciones periódicas– sirve con frecuencia de acceso oficial a la vida de Lispector. Se afirma, entonces y una vez más, que: Clarice nació en Tchelchenik-Ucrania, en 1920, aunque en realidad era brasilera, pues llegó a Recife a los dos meses de edad y vivió ahí hasta los nueve años, que cuando se marchó a Río comenzó a trabajar como profesora particular de portugués y que pertenecía a una familia muy pobre, de origen judío.
Esta insistencia casi mecánica sobre ciertos y determinados datos de la vida de Lispector –además de resultar altamente sospechosa– puede ser entendida como un gesto desesperado de encontrar “un lugar identitario real” para la autora. A pesar de ello, la crítica académica –a la que el amparo institucional no hace menos detectivesca– ha tendido a multiplicar y ramificar la aparente certeza sobre el día y el lugar de nacimiento de Clarice. César Aira, por ejemplo, en busca de otras verdades sobre los orígenes de Lispector, sugiere que nació en el año 1915, dato que no tendría ninguna importancia si no llevara consigo la caída de dos grandes mitos en torno a la figura de la autora: su precocidad y su llegada a América Latina antes de la adquisición de la lengua.
Asimismo, la ambigüedad que acompaña la mayoría de las declaraciones de la autora en torno a estas dos creencias –aunado a lo no dicho, desmentido o refutado al respecto– develan una de las tantas estrategias empleadas por Lispector para escribir(se) desde una perspectiva otra. Con la fachada de irresponsabilidad que le permiten –además de otra serie de gestos que atraviesan su obra– la juventud, la extranjería y, sobre todo, la decretada ignorancia, Lispector logra inscribir(se) una gama inagotable de sujetos periféricos, en su literatura, entes al límite de la desaparición en los mapas nacionales de la recientemente re-fundada República del Brasil.
Empleando otros términos, se podría afirmar que Clarice Lispector consigue referir elementos inexistentes para el imaginario canónico de su época, porque su propia subjetividad está en duda: no tiene lugar de nacimiento, ni edad precisa, ni un acento que la ubique geográficamente, aún más, al momento de ser fotografiada pone en duda la existencia de su cuerpo. Al menos en las fotografías que acompañan sus textos y en sus retratos más conocidos, la autora aparece en planos medios o cerrados y cuando, eventualmente, alguna fotografía alcanza la dimensión de busto o de plano americano, Lispector desvía la mirada hacia su máquina, hacia un objeto fuera del encuadre o hacia el infinito. Es decir, las piernas de la autora –o sea, su soporte en la tierra– al igual que su fecha y su lugar de nacimiento, quedan para las especulaciones del espectador.
La pose –al igual que otros signos visuales, conscientemente elaborados por la autora– se erige como un recurso fundamental para su autoescritura. Tal vez por eso, declara “Felizmente nasci mulher. E vaidosa. Prefiro que saia un bom rerato me no jornal do que os elogios”. Pues –a pesar del aparente narcisismo contenido en esta afirmación, y en la publicación reiterativa de sus fotografías– poner “a la vista de todos” su imagen, es una de las estrategias para la objetivación, que desemboca en la creación de una serie de discursos por parte de los lectores/espectadores. Lispector dice, por medio de su escritura, e interpela por medio de su imagen para que el Otro la nombre.
De alguna manera, las fotografías, la pose y la mirada al vacío recuerdan la ausencia de un cuerpo, niegan la presencia de la escritora y su sustancialidad, gesto que al entrar en diálogo con ciertas propuestas teóricas insertas en las ficciones de Lispector, adquieren también un aire enigmático cuyo desenlace se resume en un nuevo esfuerzo explicativo del lector/espectador. De aquí que resultara casi imposible a los críticos hablar de la escritura sin enmarcar a la escritora, igualmente inquietante y con un sentido fragmentario que pide a gritos ser completado.
Surge entonces otro problema, Clarice Lispector, esa pose que llega al extremo de la falsedad, ese acento atópico, esa mirada a un no lugar, ese elemento objetivizado, no es susceptible de ser entendido a través de la lógica y la razón, entre otras cosas, porque la duda de haber nacido en fuga, de decidir ser brasilera y conservar el rostro y el acento propio de una europea, la sustitución del cuerpo por la imagen, irregularizan y sabotean cualquier intento de sistematización de su vida. Directa o indirectamente, la propuesta recuerda la creación de cuerpos máquina (Foucault, 1999) fundamentada en la fragmentación. Ese proceso donde la partición del cuerpo ayuda a un desarrollo parcial y progresivo de cada segmento, para desembocar en la doma, domesticación y dominación del conjunto, que trae como resultado final una máquina al servicio de determinada ideología. Sin duda alguna, este procedimiento podría ser evitado si el cuerpo se resistiera a ser entendido como la unión de unas partes, pero también –como es el caso de Lispector– si se hace otro uso de la segmentación.
En su proceso de escritura, Clarice también se autodisecciona, pero al hacerlo convierte su cuerpo en un elemento indómito e indomable, pues muchos de los fragmentos –de la cintura hasta los pies, en la mayoría de las ocasiones– escapan de la fotografía, lo que le da una condición aún más aérea e insustancial al rostro. Es decir, la autora, no solo hace de sí una construcción imaginaria, sino que además se vale del montaje, de la disección que igualmente padecería y de la selección de solo una parte a la vez del cuerpo roto, para cuestionar los fundamentos de la representación bajo los cuales se le quiere enmarcar.
Lo más llamativo de este proceso radica en la exageración de las uniones del montaje, en la sobreteatralidad de las caras sin cuerpo de la autora, que permiten ver desde sus fisuras la nada que hay detrás del rostro. Pero la profunda ironía que la lleva a entregar una fachada de sí, a utilizar una máscara conveniente a través de la cual per-sonar para los distintos oyentes, no solo queda en evidencia en sus afirmaciones de/sobre sí misma sino, además, en sus textos de ficción.
En el caso particular del cuento titulado “La quinta historia” (1964), protagonizado por un grupo de cucarachas que irrumpen en el espacio urbano, la puesta en escena de la condición foránea funciona como cimiento de la subjetividad tanto de las cucarachas, como de la narradora, lo que –al igual que ocurre con el resto de las ficciones de Lispector– permite el diálogo con todos los procedimientos que usa la autora para construirse. Inclusive, podría pensarse en una escritura dramática que le ofrece a la autora –y, en consecuencia, a quienes se sitúen junto a ella en la periferia– la posibilidad de devenir a través del texto, lo que convierte la palabra ajena en propia y abre posibilidades de desplazamiento tanto en el espacio físico, como en el identitario (Deleuze y Guattari, 2000).
Además, se podría afirmar que, en “La quinta historia”, la voz que cuenta –e, inclusive, la misma autora– renuncia a cualquier posibilidad narrativa, pues al elegir como centro discursivo un grupo indeterminado de cucarachas –sujetos literarios que no viajan, no permanecen en el lugar que les ha sido asignado, no dicen, no permiten que se diga sobre ellos, no recuerdan y no quieren ser recordados– la escritura evidencia, de manera más que explícita, que en su marco no se narrará. Sin duda, algo ocurre dentro de la historia, pero no podría alcanzar la calificación de suceso: la irrupción de los insectos en un espacio “domesticado” por el hombre causa un gran desconcierto y –contrariamente a lo que ocurre en la narrativa tradicional– aunque no ejecuten acciones, su inadecuación desata un discurso. Las afinidades entre las invasiones de las cucarachas en el espacio doméstico y de Lispector en su campo cultural resultan poco menos que obvias: por una parte, la inconciencia de los personajes acerca de sí mismos y de su rareza pareciera ser aplicable a la supuesta inocencia de la autora a la hora de pronunciarse; por la otra, cualquier intento de reducción –tanto de la autora, como de sus personajes– a través de la exclusión, la reclusión o la omisión, resulta nulo. En otras palabras, tanto en esta historia, como en el proceso de adscripción de Lispector en su campo cultural, la rareza se asume como el comienzo de una forma de subjetividad alternativa que –casi de manera obligada– afecta el lenguaje y desplaza no solo los cuerpos, sino también las lenguas.
A esto se suma que “La quinta historia” reconstruye una fábula absolutamente cotidiana en el marco del discurso modernista: el encuentro con la otredad; sin embargo, la misma aparece cubierta con dos gestos desconcertantes, por una parte, la incapacidad del sujeto letrado –no por casualidad, desplazado dentro del cuento, a la figura de un ama de casa– para tejer un discurso de regulación o exclusión; por la otra, la imposibilidad de este mismo sujeto de guardar silencio. No por casualidad, la narradora de este cuento comienza afirmando:
Esta historia podría llamarse “Las estatuas”. Otro nombre posible es “El asesinato”. Y también “Como matar cucarachas”. Entonces, haré por lo menos tres historias verdaderas, porque ninguna de ellas desmiente la otra. Aunque una sola serían mil y una, si me dieran mil y una noches. (Lispector, 2001: 221)
Esta breve declaración de intenciones no solo imprime en el cuento la dificultad narrativa que posteriormente la protagonista confesará, sino que, además, se constituye como la insinuación de que narrar(se) por medio de esta historia –que tiene tantos nombres como posiciones subjetivas la enuncien– explicita la discursivización de lo real como única posibilidad de existencia subjetiva.
Asimismo, la imposibilidad de narrar el encuentro de la protagonista con las cucarachas, –o, lo que es lo mismo, del sujeto con el otro– enmarcada en ese gesto de violencia que su propia voz califica de “asesinato”, alude de manera más que directa a las ficciones modernistas, regionalistas y criollistas, para dejar al descubierto la insuficiencia de los mapas imaginarios. Al mismo tiempo, se plantea en la historia la idea de “retorno” de todo aquello que había sido excluido durante el proceso de construcción de la nación. La metáfora presente en este cuento que pareciera apelar de manera más directa a estos discursos está implícita en la referencia al ascenso –o migración– de las cucarachas.
La amenaza del otro generalizado se diluye en esta historia con la sola mención de su encuentro –frente a frente– con el sujeto. La primera visión recíproca permite que la protagonista se desarticule y busque aquello que tiene reprimido “demasiado hacia dentro” de sí, la angustia resultante la lleva a construir asideros desesperadamente y, por ello, acaba por sobrerracionalizar su historia, hasta darle formato de discurso académico: “Leibniz y la trascendencia del amor en la Polinesia”. La inclusión de la palabra amor dentro del título de la última historia –tal vez la única que le permite a la protagonista seguir existiendo en tanto sujeto de un discurso– pareciera ser otro de los categóricos éticos recurrentes en la relación sujeto/otredad construida recurrentemente por Lispector. De hecho, la protagonista de “La quinta historia”, a pesar de su confesión de haber elegido “fumigar(se)” el alma, no es capaz de desaparecer ni las huellas, ni los cadáveres o estatuas que la ayudaron a reconocerse. Por eso, no puede evitar que se cuele –aún en su última historia– la irracionalidad que le hizo volver hacia sí misma, esa relación afectiva no reductible a los sentimientos y que –a falta de un mejor nombre y en un gesto por demás cuestionador– se concentra en el significante amor.
Este guiño deconstructor se multiplica en el resto de las ficciones de esta autora. En un constante aparecer, los extranjeros de Lispector se resisten a cualquier proceso de mapeo que los excluya y, por tanto, a las posibles organizaciones nacionales. De alguna manera, lo real apelado en este y otros cuentos de Clarice –al igual que la autora rostrificada– consigue demostrar su irrepresentabilidad, deja en evidencia la insuficiencia del lenguaje, hasta el extremo de convertir en preferible y elegible el lugar de anomalía, la permanencia en un espacio ajeno y –finalmente– el silencio.
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