
Yo sabía que un niño vivía en el agua, aunque nunca se lo dije a nadie. Cuando iba sola para el río, lo miraba jugar sentado en la orilla. A veces me hacía señas para que yo me mojara los pies y jugara junto a él, pero a mí me daba mucho miedo, y salía corriendo hasta la casa.
El abuelo ya me había hablado en distintas ocasiones de los niños del agua, y me había advertido de no acercarme demasiado si llegase a ver alguno. Los ancianos y ancianas siempre cuentan de las muchas desapariciones de quienes han seguido a uno de estos niños, internándose en el río para no volver jamás.
Es por eso que yo siempre lo miraba desde lejos. Era delgado y pequeño, con cabello castaño que caía sobre su frente. Tenía ropas que parecían desgastadas y su piel era algo extraña: pálida y de apariencia gomosa, parecida a la de una salamandra de las que aparecían por las paredes de la casa.
También se habla en el pueblo de mujeres y hombres que viven en el río. A un tío mío, una tarde en que ya casi oscurecía, tuvieron que sacarlo a la fuerza del agua, pues comenzó a meterse por la parte bajita, luego siguió caminando hacia adentro, y aunque por esos lados el agua no llega más arriba de las rodillas, ya casi ni se le veía de lo lejos que caminó. Estaba en un estado de trance, y lo trajeron de regreso entre varios: según contaron, poseía una fuerza tal al caminar, que aunque intentara detenerlo, un solo hombre no podía. Era como si algo sobrehumano se hubiese apoderado de él. Cuando mi tío logró reaccionar –por medio de unos preparados de yerbajos que conocían los viejos, además de unas cuantas cachetadas–, contó que seguía a una mujer bellísima, quien lo llamaba hacia adentro del río a medida que ella misma se alejaba, y que él no podía resistirse a su atracción.
Lo mismo sucedió con una extranjera que vino una temporada. Los turistas suelen ser menos cuidadosos, creen que todo es broma. Por eso a la gente del pueblo no le gusta que vengan, porque entonces tienen que cuidarlos para que no les pase nada. Esta mujer dice que vio a un hombre rubio que se reía y la llamaba, y la rescataron a punto de ahogarse.
La gente del río es blanca y muchos tienen el cabello claro. Aunque nosotros en el pueblo tenemos la piel oscura. A veces puedes escuchar sus risas. Se ríen bonito, como si fuese una canción. Suena parecido al viento pasando entre los juncos o al agua cayendo entre las piedras. Son muy hermosos. Dicen quienes los han visto que es imposible calcularles la edad; a excepción de los niños que son, evidentemente, niños.
Una tarde en que fui a bañarme, estaba la abuela de Josecito lavando ropa en esa parte del río. Josecito es un niño del pueblo que vive a tres casas de la mía. La anciana restregaba un paño blanco y lo golpeaba contra la laja de la piedra. Yo estaba en la orilla del río, el niño estaba bastante más adentro, a veces se reía y volteaba para mirarme. Yo salí y caminé en dirección a la abuela de Josecito. La vieja me vio y siguió lavando. Me quedé a unos pasos de ella. A los minutos, me dijo despacio.
– Yo también lo puedo ver.
La miré, sin saber bien qué decirle. La vieja hizo un ademán, señalando con el mentón al niño que jugaba en las aguas.
–Mantente lejos, es peligroso.
–Sí. –Fue todo lo que pude decir, y me fui caminando a casa.
Unos días después, fui con Yadira, Toto y el mismo Josecito a jugar por allí cerca. Fue la primera vez que me ocurrió.
El niño volteó a mirarme, pero esta vez su sonrisa me produjo una ternura infinitamente mayor, me pareció mucho más hermoso que las veces anteriores. Tenía un halo de luz, y un deseo estremecedor por estar a su lado me hizo caminar hacia él.
Cuando lograron sacarme, con ayuda de un hombre del pueblo que casualmente pasaba por allí, ya había tragado mucha agua y estaba inconsciente.
Desde ese día me mantuve lejos del río. Ya no iba a jugar. Mis tardes libres las pasaba en casa, cerca de la huerta, ayudando al abuelo con los cultivos. O tal vez por algún callejón del pueblo jugando con alguno de los niños. No dejaba de extrañar el sonido del agua, verla correr, transparente y pulcra, o sentirla refrescando mis pies. Cuando lloviznaba un poco, imaginaba cómo las gotas estarían cayendo sobre la superficie tranquila, provocando ondas circulares; cómo se moverían suavemente los juncos con el soplar de la brisa, mientras una rana solitaria croaba sobre una piedra.
La segunda vez, fue a mitad de la noche. Yo nunca había sido sonámbula. Desperté cuando dos hombres me sujetaban y uno me daba una cachetada que me dejó ardiendo la cara por varias horas. En el momento no entendí lo que pasaba: tenía las ropas húmedas y llenas de barro, estaba descalza, apenas podía ver algo bajo el cielo sin luna. Menos mal que la abuela de Josecito, que a veces no dormía y se sentaba en la puerta de su casa a mirar quien sabe qué –con esos ojos vidriosos y azulados–, me vio cuando bajaba por la calle principal, camino al río, y avisó rápidamente a su hijo, el papá de Josecito. Pronto llegó a mi encuentro junto a dos vecinos, justo cuando me aproximaba a la orilla lodosa y una piedra me hizo tropezar.
Luego de ese episodio me agarró una fiebre de cuarenta grados que duró tres días.
Lo ocurrido apenas fue comentado en el pueblo por quienes lo presenciaron y algunas personas cercanas. Pero hubo, como ocurría allí con muchas cosas –al contrario de lo que suele decirse sobre los pueblos pequeños– una especie de pacto de silencio. Mamá estaba muy asustada y, la verdad, yo también. No sé si el abuelo supo algo, aunque no hizo comentario alguno. Sin embargo, había una incomodidad en el ambiente que fue disipándose con el correr de los días. La prohibición de acercarme al río se mantuvo.
Una tarde nublada, a eso de las cinco de la tarde, volví a sentir mucho miedo. Bajaba en compañía de Toto por la calle principal del pueblo. Hablábamos y reíamos. Pasamos junto a la casa de Josecito y la vieja estaba sentada en la puerta, como siempre. Fue cuando vi el río en sus ojos: no lo había notado antes, pero sus pupilas brumosas tenían el mismo color del agua cuando había temporal. Me quedó mirando fijo, sin decir nada, sin alterar siquiera la expresión vacía de su rostro. Si el hielo tuviese un sonido, si pudiésemos percibirlo a través del oído, así hubiese sonado también esa mirada que me puso la carne de gallina. Tuve miedo de morir.
Ahora entiendo lo absurdo que es sentir miedo. El río sigue corriendo en los ojos de la mujer. Todo alrededor es río, una canción infinita, la risa inmaculada de lo que está vivo. Ahora sólo ella y la gente del agua pueden mirarme. Ahora estoy con el niño del agua y tengo infinita ternura en el corazón. La gente del río llama a quienes, sin saberlo, también son del río.