Había metido la llave en la cerradura cuando escuché la voz sobre mi espalda.
—Buenas tardes, vecino…
Pensé en no voltear, en hacerme el sordo; soplaba una brisa que anunciaba lluvia y estaba apresurado. La voz insistió:
—Vecino, soy el del carro igual al suyo.
Giré casi en acto reflejo. No me extrañó encontrarme, en efecto, al hombre del carro parecido al mío. Más aún: tuve la impresión de que había permanecido oculto, esperando mi llegada, detrás de uno de los árboles enormes que se apostaban al borde del parquecito de nuestra calle.
El hombre señaló hacia la derecha: estacionado delante del mío, pero apuntando hacia la salida, estaba su carro.
—Vecino –repitió–, ¿qué ha estado maquinando?
Aunque lo había visto en varias ocasiones, era la primera vez que lo tenía cerca; así que lo detallé: andaría por los sesenta años, se había quedado sin buena parte del cabello, pero lo conservado se lo teñía de negro, y vestía de manera casual, digamos que casual «elegante», con suéter sobre los hombros y mocasines de gamuza, de esos con hebillitas, sin medias. Pensé que su atuendo era el menos indicado para ese momento que amenazaba con un fuerte aguacero.
—¿Disculpe? –dije. A pesar de que yo había actuado exprofeso, no dejaba de parecerme insólito que él se hubiese acercado a hacer el reclamo.
—Usted, hasta hace unos días, se estacionaba en unos puestos envidiables, milimétricamente perfectos, diría yo. Pero ahora le ha dado por hacerlo a unos doscientos metros de nuestro edificio, en unos pésimos puestos que subvierten todo orden y toda lógica. Para colmo, ahora estaciona apuntando hacia el final de la calle, y no hacia la entrada, como debería ser.
No supe qué decir, pero el hombre, al parecer, tampoco esperaba una respuesta y, sin aguardar, comenzó a darme una elaborada explicación:
—Verá, unos meses atrás me compré un nuevo vehículo, una camioneta de lujo. Pero como mi apartamento cuenta con un solo puesto de estacionamiento, tuve que sacar mi carro anterior a la calle. En verdad no me preocupaba dejarlo acá. Nuestra calle es ciega, con garita de vigilancia en la entrada… bueno, ya usted está enterado.
—Sí, por supuesto, vivo acá –respondí de mala gana.
El viento soplaba con más fuerza y el cielo se encapotaba de nubes grises y violentas. El hombre, levantando un poco la voz, quizás por causa de la brisa, prosiguió:
—Como empecé a parar fuera, terminé por notar que en nuestra calle hay un carro de la misma marca y del mismo color que el mío, e incluso con las mismas pequeñas abolladuras casi en los mismos lugares: precisamente el suyo. Yo llevo toda la vida viviendo acá, creo que incluso mucho antes que usted, y con mi carro tengo ya unos veinte años, pero, tal como le digo, sólo hasta ahora vine a darme cuenta.
Consideré que había llegado el momento de dejarnos de rodeos, de entrar en el tema de una vez por todas, y así lo hice:
—Entonces comenzó a pararse delante o detrás del mío o a tomar el lugar donde mi carro había estado la noche anterior o unas horas antes.
—¡Exacto!
—¿No pensó que yo me daría cuenta?
—¡Pensé que le agradaría!
—¿Que me agradaría? ¡Lo que usted hizo es de locos!
—¿De locos?
—¡De locos, coño! –le repliqué indignado.
Sonó un trueno, y el hombre, de pronto sonriente, negó con la cabeza y se llevó las manos hacia adelante, abiertas, obsequiosas.
—No amigo, usted no ha entendido. Se trata de un asunto de orden. Del correcto orden de las partes. Es un tema de equilibrios, de simetrías. Mire sus zapatos.
Me fijé en mis zapatos.
—Mire ahora los míos
Le eché un vistazo a los espantosos y carísimos mocasines de gamuza.
—Queda claro, ¿no?
Alcé los ojos hacia al vecino. Estaba realmente perplejo.
—¿Qué me queda claro?
—Yo tengo los míos y usted los suyos.
—Obviamente.
—No es que usted tenga puestos uno suyo y uno mío, y yo igual, uno suyo y uno mío. Así no, ¿verdad?
—No, claro que no.
—Es la simetría. Así también ocurre con nuestros carros. El orden sostiene todas y cada una de las partes del universo.
Yo había vuelto a calmarme, pero de pronto sentí de nuevo los nubarrones de la ira.
—¿Pero qué me está diciendo?
Una brisa fuerte y fría me azotaba la cara y los brazos. Sentí algunas gotas. El hombre ahora tenía las manos en puño y, no sé si por el fragor de los árboles o porque también estaba encolerizado, comenzó a hablarme en un tono aún más alto:
—Usted ha decidido revertir el orden que yo he intentado mantener, la simetría, la belleza y el buen gusto que son necesarios para la existencia. Ahora la barahúnda nos acecha, ¿y por qué? Tan sólo por su niñería de llevarme la contraria. En todo sitio debe haber algo de orden apreciable, por lo menos mínimo. En esta calle, nuestros dos carros son los que mantienen ese orden.
Como si fuese un lógico a la caza de las falacias de mi enemigo, lo interrumpí de golpe:
—¡Pero su carro y mi carro tienen en esta calle un montón años! ¡Usted mismo lo ha dicho! ¿Por qué justo ahora tiene que importarnos su maldito orden?
El hombre alzó de nuevo las manos, negó otra vez con la cabeza, miró hacia el cielo y luego hacia mí; su mirada era la de alguien que pensaba que debía ser condescendiente con el idiota que tenía enfrente
—Una vez que ese orden es detectado por el ojo humano, se vuelve muy frágil. Nosotros los hombres contaminamos la belleza del universo, la resquebrajamos. Descubrir ese orden secreto es profanarlo. Así que algunos debemos consagrar la existencia a evitar que ese hilo delgado no se rompa, ¿me entiende?
—¿Pero qué dice?
—Hay que consagrar la simetría con el fin de mantener la armazón de las partes.
—¡Maldito demente! –rugí para dar zanjada aquella delirante conversación y me volví con fuerza hacia a la puerta de mi carro. Sentí entonces la mano del hombre en mi espalda y no pude evitar darle la cara de nuevo.
—¿Qué se ha creído? –le increpé.
—Todo estaba bien –siguió gritando él, evidentemente furioso– hasta que usted comenzó a parar el carro acá abajo, con dirección incorrecta y lejos de nuestro edificio, rechazando la perfección de esos magníficos puestos que están apenas a unos pasos de la puerta de nuestras casas, burlándose de mí, creyéndome imbécil, alejando su carro del mío, de la simetría y del orden necesarios.
Sonó otro trueno, la brisa era ahora una estampida de bisontes y las gotas arremetían como plomos arrojados desde un frente de guerra. El árbol gigantesco que se alzaba sobre nuestras cabezas y sobre nuestros carros prorrumpía bramidos de bestia exaltada.
—Váyase a la mierda –le dije entre dientes y volteé hacia mi auto.
El hombre me tocó una vez más la espalda, lo encaré, y justo cuando iba a levantar mi puño para golpearlo, un estruendo de peso y velocidad se desató frente a mí. Grité y trastabillé hacia atrás. Durante unos segundos mi visión fue un caos de barridos cinematográficos que sólo se recompuso cuando mi espalda golpeó contra la carrocería.
Lo siguiente que vi fue al vecino: yacía en el piso y una enorme y gruesa rama se aplastaba contra su pecho. Estaba inerte, con la boca abierta y los ojos desorbitados. No supe si le faltaba el aire o si había muerto.
El viento soplaba inclemente. Las gotas de lluvia ya dolían sobre la piel y el rugido del árbol gigante atemorizaba. Hubo otro estruendo hacia el flanco izquierdo: otra rama del árbol, gruesa y pesada, acababa de caer sobre el techo del carro del vecino. Por encima de mi cabeza otras ramas fustigaron con mil rugidos. Eché a correr calle arriba, hacia mi edificio, al tiempo que se producía un estruendo a mis espaldas. Sin dejar de correr, volteé para descubrir que aquel árbol descomunal y violento se precipitaba finalmente sobre mi carro.
Excelente cuento, me gustò mucho. Me recuerda un poco a Còrtazar ( en La Continuidad de los parques) o Borges en algunos de sus cuentos..
Me recuerda una película de Charlie Kaufman, donde un guionista le dice a un alumno que el final hace a la película. De la misma manera que en el cuento clásico, aquí se la dirección (como la de un carro estacionado armónicamente) apuntó a hacia ese final, que termina dotando de sentido a los elementos previos de la historia.
En la línea del final cerrado es un muy buen cuento.