El planeta de los simios demuestra hasta qué punto el mainstream de Hollywood ha reducido su paleta de temas. La trilogía reboot lanzada en esta década se ciñe a los conflictos paternofiliales –de obligado cumplimiento desde que Spielberg decidiera que haría cine para exorcizar sus demonios de hijo de padres divorciados– y a la búsqueda de un lugar en la sociedad, el don’t fit/no encajo del que Pixar lleva abusando hasta el sonrojo en sus últimas entregas.
Por el contrario, la película que dio origen a la saga repasa todos los conflictos latentes de la década rebelde por excelencia, precisamente en su año más emblemático, el 68, utilizando como metáfora la historia de unos astronautas, perdidos más en el tiempo que en el espacio, que terminan en un planeta dominado por avanzados simios y en el que los seres humanos se encuentran en un estado de desarrollo primitivo, sin siquiera conocer el lenguaje.


Un guion enjundioso –no en vano fue hecho y rehecho durante varios años– no elude ninguno de los polémicos asuntos que abordaba la novela de Pierre Boulle. Se trataba no solo de entretener al público, sino también de interpelarlo, interrogarlo y, en última instancia, incomodarlo… Porque incómodo es ver cómo los simios legitiman su dominio sobre los seres humanos –incluidos experimentos médicos con ellos, exhibirlos en circos o disecarlos para museos– en su supuesta superioridad, sacralizada por un dios que creó a los simios a su imagen y semejanza y los colocó en el centro del universo.


Incomoda también la constatación del carácter destructivo de la especie humana, capaz de acabar con toda manifestación de vida y, finalmente, consigo misma. E incomoda, por último, la pugna entre fe y ciencia, saldada siempre a favor de la primera, no a través de argumentos sino de la fuerza. Una confrontación en la que el libreto pone al espectador, de nuevo, ante una situación incómoda: es la ciencia quien tiene la razón, pero es la fe la que garantiza la supervivencia. ¿Y si el conocimiento no trajera más que destrucción? ¿De qué sirve la verdad por sí misma? El debate no es privativo de los simios: otro dios, el de los judíos, cristianos y musulmanes, prohibió a Adán y Eva comer, precisamente, del árbol de la ciencia del bien y del mal…


En unos tiempos tan convulsos, no podía faltar la polarización del Estados Unidos de la época, simbolizada en la figura de dos de los astronautas. Uno es un conservador ultranacionalista que se enroló en una misión casi suicida por un delirante amor a la patria. El otro –encarnado por Charlton Heston, quien pretende cualquier cosa menos caer simpático– es un inconformista que odia aquello en lo que se ha convertido su país. El viaje espacial es su medio para huir. No falta ni un solo tema de la agenda sesentera, desde el racismo hasta la diversidad sexual o la rebeldía juvenil.
Y para contar todo esto y, además, incluir las secuencias de acción que el género reclama y un final que es el final de todos los finales –imposible de superar, si bien el cierre del remake de Tim Burton fue más que digno– al siempre eficaz Franklin J. Schaffner le bastaron menos de dos horas. Se puede hacer, aunque hoy parezca imposible. Solo basta prescindir de las interminables persecuciones y peleas del cine de acción actual y de esos supuestamente graciosos chistes con los que se remata cada escena. Que no teman por la caja las productoras: el público responde. El planeta de los simios fue un éxito descomunal. Taquilla y calidad no es un oxímoron.





