El puente sobre el río Kwai es un alegato contra la soberbia colonial desatada. Nadie tan agudamente british como David Lean para analizarla y nadie tan aristocráticamente british como Alec Guinness para encarnarla. Su personaje del coronel Nicholson ejemplifica los más rancios códigos victorianos, imbuidos de disciplina, eficiencia, culto al progreso, idolatría de la ley y patrioterismo. Su cosmovisión estallará en un delirio esquizofrénico cuando se propone demostrar la superioridad civilizatoria británica a los japoneses, quienes lo mantienen prisionero, junto con su batallón, en un campo de trabajos forzados en medio de la jungla.


El jefe del campamento, el coronel Saito, no es tanto su némesis como su réplica en el otro lado del mundo. Al igual que Nicholson, también vive preso de seculares costumbres relacionadas con el honor, el orgullo y las tradiciones. Los enfrentamientos entre ambos –y a veces la franca comprensión recíproca– son los momentos más hipnóticos de la película. Nagisa Oshima tomó buena nota para la confrontación entre Ryuichi Sakamoto y David Bowie en la muy recuperable Feliz Navidad, Mr. Lawrence, añadiéndole unas gotas de pulsión homoerótica. Habría sido un hermoso gesto que los Oscar premiaran tanto a Alec Guinness como a Sessue Hayakawa. Mientras que el futuro Obi-Wan Kenobi obtenía su única estatuilla, el japonés se tenía que conformar con una nominación. Eran otros tiempos: en Hollywood ni se planteaban premiar a un asiático.


Uno piensa que el otro está loco y viceversa. Pero quienes les contemplan desde el exterior ven que ambos han perdido el juicio. No es gratuito que los observadores externos de esta bajada a los infiernos sean un médico y un soldado estadounidense. El médico, como hombre de ciencia, se guía por hechos y razonamientos objetivos. El americano, por su parte, viene de un país joven y, por tanto, libre de las ataduras de férreas normas cinceladas durante siglos y siglos. La exclamación final de “¡¡¡locura, locura!!!” describe todo el derrumbe psicológico de los personajes principales y remite a “¡¡¡el horror, el horror!!!” que dos décadas después otro coronel alucinado gritaría en Apocalypse Now, película directamente deudora de El puente sobre el río Kwai (sin olvidar que El corazón de las tinieblas, la novela en la que se basa la cinta de Coppola, ya contenía la frase acerca del horror).
David Lean se estrenaba en superproducciones. Tenía una sólida carrera, con títulos tan estimables como Brief Encounter, Great Expectations u Oliver Twist. Su adaptación al gran formato fue ejemplar. Con mano firme, se ciñó a la historia que había que contar, sin dejar que los espectaculares paisajes o las escenas de masas la eclipsaran. Desde entonces ya solo se dedicó a filmes de escalas gigantescas: Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, La hija de Ryan y el que sería su último trabajo, Pasaje a la India. En todos manejó presupuestos desmesurados, pero de alguna forma logró que prevalecieran los conflictos íntimos de los personajes. En este sentido, su aprendizaje en El puente… fue esencial. Las represiones victorianas de Lawrence y el fanatismo ciego del Strelnikov de Doctor Zhivago son herederas directas de las taras espirituales del coronel Nicholson.
El puente sobre el río Kwai fue un éxito absoluto de público y crítica. Arrasó en los Oscar, con siete galardones, incluidos película, director y guion adaptado, además del ya citado de Alec Guinness. Convenció a la industria de que las grandes producciones eran la apuesta adecuada para contrarrestar la competencia de la televisión. Había que ofrecer un producto exuberante, imposible de digerir en la pequeña pantalla. Fue la época de oro de los llamados filmes épicos. Se trataba del citius, altius, fortius del celuloide.Esa forma de hacer cine acabó muriendo por elefantiasis. Las películas terminaron por convertirse en enormes cascarones sin alma. Las emociones se perdieron en algún lugar del camino. El fracaso de Cleopatra dictó sentencia. A pesar de ser una de las películas más taquilleras de los sesenta, arrojó pérdidas, dado lo desproporcionado de su presupuesto. Además, sus méritos artísticos eran más que discutibles y sus cuatro horas largas se hacían insufribles para no pocos espectadores. Quizás debieron estar más atentos a las enseñanzas del imperturbablemente británico David Lean: al final, lo único importante es la historia que se quiere contar.


Apenas descubro este magnífico espacio Gracias por el cuidado análisis y el vasto lenguaje, virtudes hoy en desuso.