Y es así como el “destino”,
que no puede querer nada,
es quien ha querido lo que nos sucede.
E. M. Cioran
Ahora resulta que la definición de una palabra depende en gran medida del diccionario que empleemos para aclarar tal y cual duda. Se oye incoherente porque, si a ver vamos, son los diccionarios los objetos que deben estar de acuerdo con el significado de las mismas, y nadie esperaría otra cosa de esta saludable convención. Eso fue lo que creyó Walberto, pero el día que la maestra mandó a llevar un diccionario en español supo que había una excepción para esa regla.
La maestra tenía previsto enseñar a usarlo en orden alfabético, se había referido a él como el libro más importante de todos. Walberto llegó a la escuela y guardó el morral en la parrilla inferior del pupitre, allí esperó a que la maestra diera las instrucciones apropiadas, coqueteando con un adulto confort. Usaría el diccionario que sustrajo, la antevíspera, de la biblioteca de su abuelo.
—La maestra nos pidió llevar un diccionario –le informó Walberto al anciano.
—Búscalo en el estante, estoy ocupado.
Al anciano lo tenía entretenido la lectura de Rojo y Negro, un libro cuya cualidad interesante la hacía el hecho de que, dándole vuelta al libro, en su cara invertida, varios autores –entre ellos William Somerset Maugham y Hernando Valencia Goelkel– dan una introducción explicativa sobre la vida y obra de Henri Beyle, autor conocido como Stendhal.
Walberto deslizó la vista por los libros. En el entrepaño del medio, posicionados en una esquina, había un grupo de diccionarios viejos, de solapas rasgadas, a modo de un sindicato de minusválidos. Se destacaron un pequeño diccionario bilingüe de español-francés tapiado con estameña, otro integral para crucigramistas y una enciclopedia de Ciencias Naturales. No encontró un diccionario en español, excepto uno muy raro forrado por entero con papel pintado. Le faltaban las primeras hojas, justamente aquellas donde los libros suelen llevar impresos el título, la editorial, fecha de edición, lugar, etc. Lo abrió someramente y constató que cumplía con el protocolo de un diccionario cualquiera. Jamás dudó; nunca lo hubiera hecho de un libro de su abuelo. Menos sospechar su futuro bochorno.
.
La maestra atravesó la puerta del salón con aire jovial. Acondicionó su escritorio, pidió a los niños que sacaran su diccionario y colocó el suyo sobre la mesa: sonó a barril. Walberto obedeció pavoneándose con un sentimiento de bienestar; no siempre se tiene lo que la maestra pide. Ese día fue un niño recién bañado y responsable. Mientras otros se acomodaban, pensó en la palabra pararrayos, que en el diccionario bilingüe del abuelo se escribe paratonnerre. Se le vino encima una cantidad de palabras. Palabras turrón, floteadas de miel, o salpicadas de pepitas, bellas berenjenas, palabras trípodes, algunas veces bípedas, arenosas, trocadas, otras simples, saladas, y por ahí también se le vinieron palabras cetrinas, como soñador, que en el diccionario bilingüe del abuelo se escribe songeur, y así, terribles o aparatosas palabras. Quería exhibir delante de las niñas lo acostumbrado que estaba a ellas, pero jamás se le ocurrió pensar que sobresalir a veces ocurre como un total accidente.
Cada niño sacó de su bolso el respectivo diccionario, la mayoría de bolsillo, o notables librotes con ostentosas solapas. Quien no lo trajo se arrimó a su compañero inmediato para depender de él durante toda la mañana.
—Para buscar cualquier palabra en el diccionario –dijo la maestra–, es preciso fijarse en la secuencia de palabras que están apuntadas en el borde superior derecho de cada página. Por ejemplo, para buscar la palabra amor, nos guiaremos por los signos de la A y la M, pues las palabras aparecen según el orden alfabético. ¿Quedó claro?
—Sí –mintieron unos, y se mezclaron con quienes ya conocían la forma correcta de emplearlo.
—Empecemos por saber el significado de la palabra diccionario. Busquemos por la letra D. Luego de la D viene la I, y luego de la I, ¿qué viene?
—La C –dijeron unos.Walberto hizo lo propio. Dio rápidamente con la palabra diccionario. He aquí la definición que encontró:
Diccionario: Malévolo artefacto literario para restringir el crecimiento de un idioma volviéndolo envarado e inflexible. Sin embargo, el presente diccionario es una de las obras más útiles que su autor, el doctor Juan Satán, ha creado jamás. Está pensado para que sea un compendio de todo lo conocido hasta el día de su conclusión y sirve para manejar un destornillador, reparar un vagón rojo o solicitar un divorcio. Es un buen sustituto del sarampión y hará que las ratas salgan de sus agujeros para morir. Es un disparo letal para los gusanos y hace llorar a los niños.
Walberto despabiló. Algo estaba mal o estaba muy bien. Cualquiera de las dos opciones era absolutamente peligrosa. ¿Peligrosa? En ese momento se preguntó si debía comenzar a preocuparse. Encontró el concepto algo burlesco, incoherente, aunque encantador.
—¿Quién quiere leer el significado de la palabra diccionario? –preguntó la maestra.
Una niña, sentada en el pupitre cerca de la ventana, levantó la mano:
Diccionario (m): Conjunto de palabras de una o más lenguas o lenguajes especializados, comúnmente en orden alfabético, con sus correspondientes explicaciones.
—Muy bien. Aquí tenemos un primer concepto –dijo la maestra–. Cada vez que necesiten conocer el significado de una palabra, deben remitirse a un diccionario. Contiene todas las palabras de nuestra lengua, por lo tanto, se me hace el libro más importante de todos. Ahora, usted, Pedro, busque la palabra amor.
En seguida el chico emprendió la búsqueda, guiando la mirada con sus dedos. Murmuró entre dientes amor, amor, amor, como si estuviera invocándola. Cada quien hizo lo mismo.
—Amor —leyó Pedro—: vivo afecto entre una persona o cosa. Blandura. Suavidad. Walberto quedó sin aliento en el pupitre. Releyó una y otra vez el significado de la palabra que aparecía en su libro. Su diccionario no definía la palabra amor en el sentido estricto que había leído su compañero. Por el contrario, decía:
Amor: la locura de creer demasiado en otro antes de conocer algo de uno mismo.
El niño sintió que sus piernas desfallecían. Miró la portada del libro, pero fue inútil, el papel pintado había sepultado toda su naturaleza.
—Muy bien, Pedro. Es correcto –alabó la maestra–. Ahora, busquemos todos la palabra año.
La petición fue seguida al pie de la letra.
—A ver, Laura. ¿Qué dice el diccionario de la palabra año?
—Tiempo que emplea la Tierra en recorrer su órbita. Doce meses.
Todos estuvieron de acuerdo con la definición, excepto Walberto, que comenzó a hipear del susto. Su diccionario decía textualmente:
Año: un período de trescientas sesenta y cinco decepciones
—Correcto, Laura, puedes sentarte. Ahora usted, Antonio, busque la palabra nariz.
La secuencia de acciones fue igual a la anterior. Todos buscaron la palabra nariz.
—Nariz: Órgano olfativo, su parte externa forma en el rostro una prominencia entre la frente y la boca.
Walberto soltó un débil quejido, estaba en problemas, no entendía cómo un libro como aquel hubiera podido entrar en la biblioteca de su abuelo. Su diccionario parecía estar en desacuerdo con cualquier otro:
Nariz: Protuberancia del rostro humano, que comienza entre los ojos y termina en los asuntos ajenos.
—¿Ven cuán sencillo es buscar una palabra en el diccionario? –observó la maestra–. A ver tú, Walberto. Busca la palabra ruido.
El niño quedó en blanco. Le chasquearon los dientes. Su diccionario le haría caer en ridículo. Ya no sabía de quién fiarse después de que la maestra dijera que es el libro más confiable de todos. ¿Cómo es posible que un diccionario se preste para confundir a la gente?
—¿Qué espera, Walberto? Busque la palabra ruido.
El niño buscó la página según el orden alfabético. Leyó:
Ruido: Una hediondez del oído. Música sin domesticar. Producto principal y símbolo de la civilización.
Los niños repasaron la palabra en sus libritos y levantaron la mirada en dirección a la maestra, a quien se le congeló una sonrisa en la boca. Por momentos quedó en silencio. Era un concepto certero y, sin embargo, un poco vulgar, tal vez atrevido. Supuso que era un asunto de editoriales. Ordenó a Laura a leer la misma palabra.
—Ruido: Sonido inarticulado y confuso. Pendencia, alboroto.
La maestra ladeó la cabeza en señal de insatisfacción. No estaba tan lejos una definición de la otra, aunque la de Walberto seguía siendo un poco grosera.
—Walberto, por favor, busque la palabra honesto.
El niño buscó con rapidez y leyó lentamente:
—Honesto: afligido por un impedimento en la conducta.
Los niños se echaron a reír porque la palabra honesto significa decente, recatado, honrado, razonable. Aunque hubo uno que otro niño que no rió, sobre todo porque había buscado la palabra por la O. La maestra frunció el ceño. Su jovialidad se esfumó y quedó en su lugar un rostro lavado y duro.
—Hágame el favor, Laura, busque la palabra guillotina.
—Guillotina: Máquina para decapitar. Máquina de cortar papel.
—Usted –le ordenó a Walberto–, busque la misma palabra.
Languideció. Comenzó a odiar el diccionario, que lo había puesto a rivalizar con la sabiduría de su maestra. Leyó desvanecido:
Guillotina: Máquina que hace que los franceses se encojan de hombros con toda razón. En su obra Líneas divergentes de la evolución racial, el erudito profesor Brayfrugle arguye, partiendo del predominio de aquel gesto (el encogimiento) entre los franceses, que estos descienden de tortugas, y que tal gesto es simplemente una supervivencia del hábito de retraer la cabeza hacia el interior del caparazón.
La maestra se cruzó de brazos. Un rostro amenazante desdibujó su quijada dulce.
—¿Se está burlando de mí, Walberto?
—¡De ninguna manera, señorita! —Sollozó el pequeño desde el pupitre, mientras sus compañeros reclutaban risitas en la boca.
—¿Le produce placer llevar la contraria, Walberto?
—¡Por Dios que no, señorita!
—Laura, busque la palabra gato.
—Gato: Mamífero doméstico. Félido que caza ratones. Máquina con un engranaje para levantar grandes pesos.
—Usted, Walberto, busque la palabra gato.
—Pero…
—¡Busque la palabra gato!
—Gato: Autómata suave e indestructible, provisto por la Naturaleza para que reciba las patadas cuando las cosas andan mal en el círculo doméstico.
La maestra bajó del escritorio de un brinco.
—Con que se las da de muy listo.
—Es que…
—¡Busque la palabra nacimiento, ya mismo!
Walberto apretó los dientes, y ahí mismo se le destrabaron los dedos. Buscó y buscó. Esa vez se tomó su tiempo. No le convenía una palabra más. Estaba asustado, tenía las orejas calientes. Asustado y, sin embargo, tenía ganas de reír. Nunca quiso sobresalir de esta forma, era un niño malo, indestructible. La palabra nacimiento saltó a sus ojos. Leyó mentalmente la palabra y sintió ganas de reír. Cada vez se volvía uno con el libro, se apretaba a su poder.
—Lea —ordenó la maestra.
Nacimiento: El primero y más deplorable de todos los desastres. Su naturaleza no parece ser uniforme. Cástor y Pólux nacieron de un huevo. Palas salió de un cráneo. Galatea fue una vez un bloque de piedra. Peresilis, que escribió en el siglo décimo, aseveraba que él había surgido del suelo, en el mismo lugar en que un sacerdote había volcado agua bendita. Es sabido que Arimaxus provino del agujero que un rayo había hecho en la tierra. Leucomedón fue hijo de una caverna del Etna, y yo personalmente vi salir a un hombre de una bodega.
—¡Usted! —gritó la maestra, señalándolo con el dedo índice—. ¡Niño maleducado, grosero! ¡Venga conmigo a la Dirección!
Walberto cerró el libro. Caminó con pasos malévolos. Retó a Laura con la mirada. Eso, eso era más peligroso que tener piojos. Ya en la oficina, la maestra contó a la Directora la sublevación del niño, su comportamiento grosero y reprimible, todo lo que había inventado para hacerla sufrir y dejarla en ridículo delante de sus alumnos.
—Pregúntele cualquier palabra, la que sea —le pidió a la Directora.
La Directora observó a un niño que no podía levantar la mirada de sus zapatos, estaba ocultando su descubrimiento, un placer intenso y despiadado.
—¿Qué tal la palabra aire?
Walberto la buscó.
—Aire: Sustancia nutritiva provista por la generosa Providencia para el engorde de los pobres.
—¡Oh! –boqueó la Directora.
—¿Lo ve? ¿Lo ve? Pídale que le diga otra palabra. Otra palabra.
A la Directora no se le ocurría ninguna palabra, por lo cual la maestra tuvo que intervenir.
—Hipócrita. Busque la palabra hipócrita.
—Hipócrita: El que, profesando virtudes que no respeta, se asegura las ventajas de simular ser lo que desprecia.
La Directora abrió la boca levemente. Estaba de acuerdo con esa afirmación y al mismo tiempo le fue aborrecible. La maestra se cruzó de brazos.
—Busque la palabra arrepentimiento.
—Arrepentimiento: Fiel interlocutor y seguidor del castigo. Habitualmente se manifiesta en una forma de la conducta compatible con la continuidad del pecado.
—¡Ahí está! –gritó la maestra– ¡Es un cínico!En esto arrebataron el libro de las manos de Walberto, pero no poseía ningún tipo de información sobre su naturaleza. Ninguna supo que se trataba de un libro raro en su especie, titulado El diccionario del Diablo, escrito por un norteamericano llamado Ambrose Gwinnett Bierce, periodista satírico y misántropo, cuya fecha de muerte aún se desconoce. En su primer intento, el libro había sido titulado The Cynic’s Word Book (El vocabulario del cínico), pero más tarde se titularía El diccionario del Diablo. Entregaron el libro a Walberto y entre la maestra y la directora se dio un ferviente debate alrededor del castigo que ameritaba su comportamiento, cosa que no oyó Walberto por buscar en el diccionario una palabra que nunca había escuchado mencionar:
Cínico: Canalla cuya visión defectuosa hace ver las cosas como son, no como deberían ser. De ahí surgió la costumbre que reinó entre los escitas de arrancar los ojos a los cínicos para mejorarles la visión.
—Queda suspendido por una semana –dictó por fin la directora.
Walberto suspiró, agradeció, hizo una reverencia y se marchó. ¿Qué era una semana, en comparación con que le sacaran los ojos?
De La silla cruza las piernas, 2016.