El cine negro estadounidense tuvo su mejor réplica en Francia y la llamaron polar. Al cinismo, desencanto y derrumbe moral propio del noir hollywoodiense le añadieron toneladas de fatalismo trágico y pesimismo existencial, además de un toque arty muy del gusto francés.
Melville es el sumo sacerdote del polar y El samurái sigue siendo la gran referencia, sin desdeñar entregas previas suyas como Bob le flambeur, Dos hombres en Manhattan y Le Doulos. Los cachorros de la Nouvelle Vague lo adoraban y un mitómano como Godard no pudo evitar pedirle que interpretara un pequeño papel en su seminal Breathless.
Lo sorprendente de El samurái es que llegó ya casi al final de los sesenta, cuando el género se daba por finiquitado y el cine se abría a una vorágine experimental como no se conocía desde las vanguardias de los años veinte. Pero Melville siempre tuvo fama de tipo duro y era insobornable con respecto a las historias que quería contar y cómo quería contarlas.
El samurái es el retrato de un asesino a sueldo, un killer que encarna todo el absurdo existencial. No debe confundirse su conducta implacable con crueldad. Lo que anida en el fondo de su vacía mirada es la perplejidad ante un mundo carente de sentido donde lo único seguro es la muerte. Es La Náusea de Sartre, El Extranjero de Camus, en su sentido más etimológico: un “extraño” para la vida. Por tanto, si nada tiene sentido tampoco hay normas morales que obliguen: asesinar o no, es indiferente. Esta certeza es la que le permite conducirse con burocrática frialdad a la hora de cumplir con sus macabros encargos. Ni conoce a sus víctimas ni sabe por qué tiene que matarlas. Más que un trabajo ya es, como él mismo reconoce, un hábito. Tampoco persigue el lucro: malvive en cuartuchos de hoteles baratos. Ni siquiera el amor lo redime: utiliza los sentimientos ajenos para diseñar coartadas. “¿Qué clase de persona eres tú?”, le afean en un momento dado.


Fue una decisión arriesgada ofrecer el papel protagonista a Alain Delon. Su físico siempre jugó en su contra. Fue considerado “el hombre más atractivo del planeta” y los estereotipos establecían –y aún lo hacen– que no se puede ser bello y talentoso a la vez, pasando por alto que su nombre aparece en algunas de las películas más importantes de la historia, como Rocco y sus hermanos o El Gatopardo. En El samurái, el contraste entre su agraciado rostro y su siniestro comportamiento hace al personaje más inquietante aún, si cabe. Sus profundos ojos azules, tan adecuados para papeles de galán, revelaban ahora la profundidad de su vacío vital. Melville sabía lo que hacía cuando lo eligió.
El director busca el tono adecuado al fatalismo del relato. La paleta de colores es fría y metálica, preñada de grises desasosegantes y azules gélidos. París, definitivamente, dejaba de ser la Ciudad de la Luz. Los extrarradios suburbiales por los que se mueve el samurái son praderas desoladas a las que nunca llega el sol. El chirriante op-art sesentero queda para las mansiones de lujo y los clubes de jazz que incidentalmente el protagonista tiene que visitar. Ni siquiera en el vestuario Melville se deja seducir por los vaivenes de la florida moda de la época. Sus personajes visten de riguroso traje, corbata y sombrero. A Alain Delon lo complementa con la misma gabardina y el fedora que utilizaba Humphrey Bogart en The Big Sleep: a Melville siempre le gustó dejar claras sus influencias.
Sobre este fondo descorazonador se mueven unos personajes de pocas palabras y ritmos pausados. El film está construido desde los silencios. De hecho, la primera frase no se pronuncia hasta pasados diez minutos. No hay escenas de acción exacerbada, pero la parsimonia y el método con los que se desenvuelven policía y asesino –caras de la misma moneda en la meticulosidad de su labor– acumula tensión hasta límites insospechados. Bien sabía Melville que la acción es enemiga del suspense; de hecho, la acción imposibilita el suspense, en lugar de crearlo. Es mejor esperar durante toda la película a que algo ocurra –a condición, claro está, de que al público realmente le interese eso que tiene que ocurrir– que estar viendo pasar cosas continuamente pero que no despiertan el más mínimo interés.


La onda expansiva de El samurái fue tremenda y llega hasta nuestros días. Directores como Tarantino, Jim Jarmusch, John Woo, los hermanos Coen, Takeshi Kitano, David Fincher, Coppola o Bertolucci citan la película como una de sus máximas influencias. El desquiciado Travis de Taxi Driver es el intento de Martin Scorsese de dar algún tipo de respuesta a las no-respuestas planteadas de la película de Melville. No lo logró, pero a cambio entregó una de las obras cumbres del cine de todos los tiempos.
El realizador continuó indagando por la misma vía en las más lóbregas aún El círculo rojo y Un Flic, además de homenajear a la resistencia francesa de la que él mismo formó parte en El ejército de las sombras. No le dio tiempo a más. Un infarto fulminante acabó con él a los 55 años. Cuando un talento tan descomunal desaparece prematuramente queda la duda de hasta dónde podría haber llegado, qué proyectos se fueron con él, qué películas se quedaron suspendidas en el limbo… Al menos, siempre nos quedará El samurái…


Impresionante nota con la descripción de la película, el actor y lo que la misma trasmitió …esa atmósfera única del policial francés !!
Excelente comentario. Muchas gracias
muy explicita la crónica,de Alejandro Fierro, el director, sabiia lo que hacia. Creo que Delon se lucia mas en este tipo de papeles, que de galán, Me gusta el final, obvio acorde con el nombre «El Samurai», , que bien que no fue happy end tipo hollywood
Tal vez el final de la película sea el corolario del sin sentido de la vida para éste samurái. Y la pregunta que surge es para qué vive él? Estoy hablando, obviamente, sólo del personaje. Magistral interpretación de Delon! A la trama sólo le encuentro un punto discutible: cuando arroja el paquete con las gasas en la calle.
Eso y el final plantean numerosas dudas que, felizmente, el film no resuelve.
Excelente descripción. Los fanáticos de la nouvelle vague y particularmente de Melville, agradecidos.