Llegué al Parque México más tarde de lo que tenía previsto, no me pude parar antes; mi cuerpo estaba cansado porque el día anterior, el del terremoto, estuve trabajando sin descanso en el edificio colapsado en la esquina de Ámsterdam y Laredo en la Colonia Condesa, una calle por la que paso al menos una vez al día desde que vivo por la zona.
El parque ya tenía al menos 2000 voluntarios trabajando: unos recibían las donaciones que llegaban en camiones, trailers (sic) y carros sobre la calle de Michoacán. Una cadena humana trasladaba las cobijas, las medicinas, las botellas de agua, las herramientas, las linternas, las pilas, la comida hacia la explanada del parque donde otros las recibían, inventariaban y almacenaban. Yo decidí caminar directamente al edificio donde había trabajado el día anterior. Lo hice en el medio de dos cadenetas humanas paralelas, donde la gente igual se pasaba las donaciones desde el sitio del edificio caído hasta la misma explanada del Parque. Sumaban al menos 400 personas. En esos 400 rostros no había tristeza sólo determinación.
Al llegar noté que ya no podía pasar hasta la zona del derrumbe. Del día anterior a hoy se habían organizado mucho mejor y sólo podían entrar personas con cascos, botas de seguridad, guantes, chalecos de color, tapobocas, goggles y la vacuna del tétano: eran muy estrictos con todos los requisitos. Entonces me enfilé para sacar escombros desde el edificio derrumbado (esquina Laredo) hasta la esquina Michoacán. Hacíamos una fila de al menos 100 hombres pasándonos pedazos de concreto de izquierda a derecha. Cada vez que llegaba un trozo a mis manos sentía el peso de la vida: hace no muchas horas esta fue la pared de alguien, el techo de alguien, el piso de alguien.
De pronto todo se detuvo. Brazos arriba, puños cerrados: es la señal del silencio. Hay que callar porque los rescatistas que están sobre los restos del edificio podrían escuchar alguna señal de vida. Velozmente las 100 personas de mi fila, las 400 de la fila de comida y las 2000 que estaban en el parque subieron sus manos y guardaron el silencio más ensordecedor que jamás he escuchado.
Un silencio generado por 2500 personas te llega hondo. Mis órganos internos también callaron. Pasó un minuto, dos, seis, siete y el silencio se hacía cada vez más severo, desesperante. De pronto un grito, “está vivo, está vivo”, y con él un aplauso, otro y otro. Los aplausos corrieron a la velocidad de la luz, de la vida. De aquí hasta el parque. Creo que en ninguna obra de teatro o en ningún concierto volveré a escuchar un aplauso así. Lo que sentí es tan nuevo que aún no se ha inventado palabra para definirlo. Las lágrimas salían de mi ojos y con la misma velocidad un pedazo de escombro llegó por mi lado izquierdo para ser pasado a mi lado derecho. Hay que seguir trabajando. En cualquier momento llegará otro silencio largo y ojalá un aplauso que lo siga.
Llegué al Parque México más tarde de lo que tenía previsto, no me pude parar antes; mi cuerpo estaba cansado porque el día anterior, el del terremoto, estuve trabajando sin descanso en el edificio colapsado en la esquina de Ámsterdam y Laredo en la Colonia Condesa, una calle por la que paso al menos una vez al día desde que vivo por la zona.
El parque ya tenía al menos 2000 voluntarios trabajando: unos recibían las donaciones que llegaban en camiones, trailers (sic) y carros sobre la calle de Michoacán. Una cadena humana trasladaba las cobijas, las medicinas, las botellas de agua, las herramientas, las linternas, las pilas, la comida hacia la explanada del parque donde otros las recibían, inventariaban y almacenaban. Yo decidí caminar directamente al edificio donde había trabajado el día anterior. Lo hice en el medio de dos cadenetas humanas paralelas, donde la gente igual se pasaba las donaciones desde el sitio del edificio caído hasta la misma explanada del Parque. Sumaban al menos 400 personas. En esos 400 rostros no había tristeza sólo determinación.
Al llegar noté que ya no podía pasar hasta la zona del derrumbe. Del día anterior a hoy se habían organizado mucho mejor y sólo podían entrar personas con cascos, botas de seguridad, guantes, chalecos de color, tapobocas, goggles y la vacuna del tétano: eran muy estrictos con todos los requisitos. Entonces me enfilé para sacar escombros desde el edificio derrumbado (esquina Laredo) hasta la esquina Michoacán. Hacíamos una fila de al menos 100 hombres pasándonos pedazos de concreto de izquierda a derecha. Cada vez que llegaba un trozo a mis manos sentía el peso de la vida: hace no muchas horas esta fue la pared de alguien, el techo de alguien, el piso de alguien.
De pronto todo se detuvo. Brazos arriba, puños cerrados: es la señal del silencio. Hay que callar porque los rescatistas que están sobre los restos del edificio podrían escuchar alguna señal de vida. Velozmente las 100 personas de mi fila, las 400 de la fila de comida y las 2000 que estaban en el parque subieron sus manos y guardaron el silencio más ensordecedor que jamás he escuchado.
Un silencio generado por 2500 personas te llega hondo. Mis órganos internos también callaron. Pasó un minuto, dos, seis, siete y el silencio se hacía cada vez más severo, desesperante. De pronto un grito, “está vivo, está vivo”, y con él un aplauso, otro y otro. Los aplausos corrieron a la velocidad de la luz, de la vida. De aquí hasta el parque. Creo que en ninguna obra de teatro o en ningún concierto volveré a escuchar un aplauso así. Lo que sentí es tan nuevo que aún no se ha inventado palabra para definirlo. Las lágrimas salían de mi ojos y con la misma velocidad un pedazo de escombro llegó por mi lado izquierdo para ser pasado a mi lado derecho. Hay que seguir trabajando. En cualquier momento llegará otro silencio largo y ojalá un aplauso que lo siga.