





Si el cine negro se basaba en la confusión moral que generó la nunca imaginada pesadilla de la Segunda Guerra Mundial, nada más apropiado que situarlo en las ruinas humeantes que dejó aquella contienda. El tercer hombre lleva al espectador hasta la devastada Viena posbélica, ocupada por las potencias aliadas vencedoras. La lucha por la supervivencia se impone a cualquier consideración ética. El contrabando y el mercado negro aúnan a ricos y pobres. “Hemos hecho cosas que antes de la guerra serían impensables”, confiesa un miembro de la otrora orgullosa nobleza.


Hasta esa ciudad arrasada viaja un mediocre escritor estadounidense. Acude tentado por los cantos de sirena de su mejor amigo, quien le asegura que la Europa convaleciente es el lugar idóneo para hacer fortuna. En el fondo, no difiere mucho de los protagonistas de las noveluchas baratas de vaqueros que él mismo escribe, buscavidas que se lanzan al Oeste en busca de fama y oro. Sin embargo, sus planes se tuercen cuando a su llegada se entera de que su amigo ha muerto en un accidente de tráfico.


Con este planteamiento, Carol Reed dirige con mirada alucinada una metáfora descarnada sobre el mal y las miles de justificaciones que existen para cometerlo. Sube a sus personajes a lo más alto para deshumanizar desde allí a sus víctimas, convertidas en puntos cuantificables en dinero: “Si te ofreciera 20.000 libras por cada punto que se detuviera…”. Es la banalidad del mal transmutada en criminales tan solo preocupados por conseguir pastillas para su acidez de estómago.


Pero también los arrastra hacia las profundidades del infierno, metaforizado en las alcantarillas de la ciudad. Donde hay culpa debe haber castigo. No podía ser de otra forma, teniendo en cuenta que el guion está firmado por Graham Greene, católico por convicción –se convirtió en 1926-. El cielo le está vedado a quienes cometen pecados mortales, aunque se les permita tocarlo con la punta de los dedos, como muestra una de las imágenes más impactantes de la película. A los pecadores veniales se les castiga únicamente con el desdén y la indiferencia, reflejados en el interminable plano final suspendido, miles de veces imitado, nunca superado.’


La puesta en escena del filme contribuye no solo al desarrollo de la historia, sino también a la reflexión de fondo. La profusión de encuadres inclinados evidencia la desorientación del protagonista en su búsqueda de respuestas, pero refleja además la zozobra moral de una ciudad y sus habitantes. La película se rodó en la propia Viena, apenas tres años después de terminada la guerra, con el país aún bajo ocupación aliada. Hay una autenticidad pocas veces vista en secundarios y figurantes: el reparto austriaco pasaba por las mismas necesidades que los personajes a los que interpretaba. La fotografía de Robert Krasker capta en acentuados claroscuros expresionistas la amenazante y desolada noche vienesa. Fue un más que merecido Oscar, como también lo podía haber sido la enfebrecida dirección de Carol Reed, quien apenas durmió dos horas diarias durante el rodaje y la edición, atiborrándose a anfetaminas para resistir. Su esfuerzo se quedó finalmente en nominación.


Cuenta la leyenda apócrifa que la película fue dirigida de facto por el ego superlativo de Orson Welles, bulo que él mismo alimentó. Hoy parece descartada esa teoría, pero lo que sí es cierto es que Welles acuñó algunas líneas de guion que ya forman parte de la iconografía cinéfila, como la cínica comparación entre la sangrienta Italia de los Borgia y la pacífica Suiza. Su presencia magnética abarca toda la cinta a pesar de que su actuación se limita a unos pocos minutos. Pudiera ser su mejor interpretación, en dura competencia con el policía corrupto de Touch of Evil. A su alrededor, el siempre convincente Joseph Cotten, la presencia turbadora de Alida Valli y un Trevor Howard que encarna sin esfuerzo la presunta superioridad moral británica frente a los codiciosos estadounidenses –no hay eximperio que no subestime a sus excolonias- y los filonazis austriacos –las heridas de la guerra aún estaban abiertas-.


Todos ellos se mueven al son de la cítara de Anton Karas, un músico anónimo que fue descubierto por Carol Reed en su deambular por los tugurios vieneses. Su música le fascinó hasta tal punto que basó en ella la imagen de los títulos de crédito iniciales. El tema principal de la película fue un éxito por derecho propio: despachó 300.000 unidades en Gran Bretaña en su lanzamiento y alcanzó el número uno en Estados Unidos. En la actualidad se calcula que la melodía, en sus diferentes versiones, ha vendido más de cuarenta millones de copias. Un logro más para una obra que fue un éxito absoluto en su estreno y cuyo mito se agiganta con el paso del tiempo: recientemente, el Instituto Británico de Cine la designó como mejor película de Gran Bretaña de toda la historia.







