Lo que me parece hermoso, lo que me gustaría hacer es un libro sobre nada, un libro sin ataduras externas, que se sostuviese a sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra se sostiene en el aire, un libro que apenas tuviera argumento, o, al menos, que fuese invisible, si esto es posible. Gustave Flaubert. Carta a Louise Colet
La experimentación y la ambición de un lenguaje diáfano al punto de lograr su propia invisibilidad, su silencio, parece ser uno de los motivos alrededor del cual se articula un artefacto como Shiki Nagaoka: una nariz de ficción (2001), del escritor peruano-mexicano Mario Bellatin. Así, nos topamos frente a una especie de utopía de la palabra y, quizá también, de cierta novela realista, utopía que oscila entre la totalidad y la desaparición o, mejor dicho, entre la ambición de totalidad y la voluntad de desaparición: el exhibicionismo opaco como forma de la autobiografía, el lenguaje como medio y a la vez obstáculo de la literatura, la exacerbación y la irrisión de la escritura en (la imagen de lo que para Bellatin condensa) el ideograma. Pero el libro, no obstante, existe. ¿Qué clase de libro?
Shiki Nagaoka: una nariz de ficción nos presenta el recorrido, desde su nacimiento hasta el momento de su planificado asesinato, del escritor y fotógrafo que da título a la novela. Emparentado con las Vidas imaginarias de Schowb, con las biografías de personajes oscuros o inexistentes y las falsas entradas enciclopédicas de Borges, y con el Jusep Torres Campalans de Max Aub [1], entre otros probables antecedentes, el escrito de Bellatin parece uno de esos ejercicios intensamente autorreflexivos, en los que cierta materialidad de la actividad artística e, incluso, del campo intelectual, son postulados a través de la semblanza de artista. En el caso que nos ocupa, la anécdota se organizará alrededor de la presencia/ausencia de la descomunal nariz del protagonista.
El extrañamiento es la marca de nacimiento de Nagaoka Shiki y, si su nariz es signo de extranjería, el texto de Bellatin replicará ese carácter forastero, más allá incluso de su evidente y paródica japonaiserie. Narrativa de vocación inclasificable, híbrida, compuesta, fragmentada, replicada, ilustrada, apócrifamente glosada, ¿podría leerse toda ella como un intento de condensación ideogramática? En todo caso, sí, parece que en su querer ir más allá de los horizontes de expectativas más esperables para la literatura, la ambición de Shiki Nagaoka es la de translucir algo de la inefabilidad de la experiencia de una vida y de su enigma en una suerte de teatro de sucesivas sombras o de traducciones.
Eco sorprendente de un relato, de por sí bastante excéntrico, será el material que se encuentra al final del volumen: en el lugar del documento, de las «pruebas», Bellatin logra renegar del poder indiciario de la fotografía y refutar su capacidad documental al situar las fotos en el plano de la ficción. Bellatin mella la potencia referencial de la fotografía, mediante disparatadas e hilarantes explicaciones que describen, en el extremo, objetos no sólo inexistentes sino francamente extravagantes, prolongando y confirmando el tono paródico de la narración que dichas imágenes vendría a «ilustrar». La fotografía de Shiki Nagaoka tendrá la función de ratificar una existencia ficcional y, quizá con ello, apunte al carácter zozobrante, dudoso, del real que podría encontrar refugio en ella. No obstante, las constantes alusiones protésicas impregnan la «lectura» de estas imágenes con la presencia del personaje público que Bellatin ha construido sobre sí mismo como autor.
De esta manera, el inventario titulado «Documentos fotográficos sobre Shiki Nagaoka» (p. 47, cursivas nuestras) contraría y juega con el «esto ha sido» de la imagen fotográfica (Barthes). El apartado consiste en reproducciones fotográficas de una serie de objetos inservibles (o sólo útiles al interior del mundo creado por Bellatin), de textos ilegibles (sobre cuyos ideogramas el lector hispanoablante medio puede, si quiere, proyectar las emanaciones de su pacto ficcional), de aglomeraciones indiscernibles de personas (o tal vez deberíamos, a estas alturas, llamarlos personajes). Entre estas imágenes, se encontraría nuestro Nagaoka Shiki, irónicamente situado, según indicaciones del narrador [2], en el costado de la fotografía en que la imagen aparece quemada o más deteriorada (50).
Este último recurso se emparenta también con la borradura de la foto de la portada, presunto perfil de Nagaoka. El retrato fotográfico, se nos explica, es intervenido por la hermana del autor, quien busca difuminar las marcas de la inverosimilitud que puedan afectar la memoria del escritor/ fotógrafo: lo invisible de la nariz de Nagaoka (en la foto), contrastaría con su predominancia absoluta en el plano de la anécdota. Si su ausencia es, en el plano de la imagen, garantía de realismo, el elemento grotesco de evidente filiación literaria (Quevedo, Gógol, Cyrano de Bergerac, Pinoccio), colocaría el objeto que tenemos entre manos del lado de la ficción narrativa. En este sentido, Bellatin, junto con, imaginamos, las personas involucradas en su proyecto, vuelven a replicar la oscilación ficción/realidad sobre la que revolotea la silueta del autor y, así, la foto de la portada es adjudicada en la solapa a Ximena Berecochea [3], mientras en la página de derechos de propiedad, junto a los datos legales del volumen, se declara que «las ilustraciones» provienen de los «archivos fotográficos de las familias Nagaoka y Kasuga».
Tributario de los procedimientos de cierta tradición poética, para Bellatin, la lengua es un estorbo y debe ser reducida al mínimo posible. Algo de esta invasión, este impedimento o esta enfermedad que es el lenguaje (este virus, diría Burroughs), se observa en las entrevistas en las que Bellatin parlotea y fabula al borde del disparate, subvirtiendo las expectativas de la estabilidad que vendrían a proporcionar los dichos emanados de la figura del autor. Pero esta epidemia del verbo, también, se observa en su método compositivo: en las 300 páginas que quedan, luego de la depuración exhaustiva del frenesí grafómano inicial que construye un borrador de 1500 y que, más adelante, se convertirá en Efecto invernadero (publicada en 1992) (Bellatin y Hind: 204). Al fondo del teatro de sombras y de los ecos literarios, Bellatin, insiste en que veamos algo: el destello o la estela de una realidad a la que solo las palabras, después de su abolición, nos darían el acceso. Detrás del signo, quizás, alguna verdad, alguna presentida o deseada trascendencia, detrás del cuerpo híbrido, imperfecto y mentiroso del autor y de su obra.
Notas al pie:
[1] Y con sus Crímenes ejemplares (1957).
[2] El pie de fotografía, género neutral y en teoría objetivo, se transforma en una superficie al servicio de la narración: expresiones como «nótese la modernidad de las costumbres» (49) y «Nótese el círculo» (p. 50) pierden así su sentido denotativo. El deíctico apunta hacia el vacío del referente, que es imaginario, y expresa así con imperativa fuerza una y otra vez la sumisión de la imagen al servicio de la ficción. La operación de Bellatin no es ajena a los reframings como mecanismo constructivo clásico de la vanguardia. Por otra parte, el carácter serializado de la muestra presente en Shiki Nagaoka, evoca la acumulación arbitraria de objetos curiosos (o siniestros) de los gabinetes surrealistas, al cual muy bien podrían pertenecer, por cierto, la colección de prótesis del propio Bellatin.
[3] Ximena Berecochea, fotógrafa mexicana en ejercicio, como puede comprobarse en su propio website (ximenaberecochea.com), donde también pueden corroborarse sus colaboraciones con Mario Bellatin (Jacobo el mutante, en el 2002, y Shiki Nagaoka en el 2001).