La belleza, como criterio esencial y distintivo de la obra de arte, pareciera haber perdido su lugar privilegiado. En la modernidad, o a partir de ella, la belleza ha quedado casi como un remanente de la obra. Incluso, en muchos casos, el arte se aleja exponencialmente, y a conciencia, de toda relación con la belleza. Podría alegarse que ciertas formas de belleza –como convención social del gusto– perviven en la cultura. En general, como formas estereotipadas de la cultura de masas, los medios y la industria del entretenimiento.
Estas formas masivas han generado una respuesta y cierto rechazo dentro de las esferas del arte. En términos de Gianni Vattimo: “En el mundo del consenso manipulado, el arte auténtico solo habla callando y la experiencia estética no se da sino como negación de todos aquellos caracteres que habían sido canonizados por la tradición, ante todo el placer de lo bello” (Vattimo, 53). Podría especularse que parte del distanciamiento del arte hacia la belleza se relaciona con el rechazo de la cultura popular, del kitsch… Pero, sería simplista atribuir dicho giro en la tradición artística a un mero acto de “rebeldía” o necesidad de diferenciación de clases. Puede que el desencanto de la belleza tenga su origen en la modernidad misma, o más específicamente en el Romanticismo, cuyas ideas fueron fundacionales en el devenir del arte a lo largo del siglo XX.
Para Kant, aquello que provocara repulsión, no podía ser representado bellamente, en tanto no puede producir ningún tipo de placer estético. En palabras del filósofo:
El arte bello muestra precisamente su eminencia en que describe bellamente cosas que en la naturaleza serían feas o desplacientes. Las furias, las enfermedades, las devastaciones de la guerra y las cosas de esa índole pueden ser descritas, como nocividades, muy bellamente, e incluso representadas en pinturas; solo una especie de fealdad no puede ser representada en conformidad con la naturaleza sin echar por tierra toda complacencia estética y, con ello, la belleza artística: es la fealdad que inspira asco.
(Kant, 255-256).
La fealdad podía ser representada bellamente, cuando el artista lograra que aquello representado pareciera ser espontáneo y funcionara bajo las leyes naturales. Incluso la fealdad se transforma en experiencia estética placentera, si su forma causaba armonía entre las facultades de la imaginación y el conocimiento. El asco, como sensación, y perteneciente al reino de la imaginación, no se diferencia en el arte de la experiencia real o natural: la persona que experimenta el asco a través de un cuadro, por ejemplo, siente la misma repulsión que sentiría al enfrentarse al objeto asqueroso en la vida cotidiana. Esta indistinción impide que este sentir pueda ser considerado como bello, o ser elevado a la categoría de arte bello.
El pensamiento kantiano impone un límite a lo bello y también a lo feo, irrepresentable, imposible de “embellecer” desde el artificio artístico. Los románticos rompieron y superaron ese límite, al explorar la fealdad como una posibilidad más de la obra de arte, símbolo del absoluto, como singularidad que permite ampliar el rango de la sensibilidad humana en su totalidad. Según observaba Schiller, en 1792, sobre el arte:
El estado de afecto por sí mismo, independiente de toda relación de su objeto con nuestro mejoramiento o detrimento, contiene para nosotros algo de deleitoso. Nos esforzamos por alcanzar dicho estado, aunque hacerlo implique algún sacrificio. Este impulso yace en la base de nuestros placeres más habituales, sin que apenas entre en consideración si el afecto se dirige a algo deseable o repugnante, o si, de acuerdo a su naturaleza, este es agradable o penoso. Por el contrario, la experiencia nos enseña que el afecto desagradable ejerce en nosotros un mayor atractivo, por lo que el goce producido por el afecto se encuentra en relación inversamente proporcional con su contenido
(Schiller, 181).
Este giro, o en todo caso, esta amplitud que permite la inclusión de expresiones artísticas –pictóricas, poéticas, escultóricas, literarias…– se distancia de las ideas kantianas para dar cabida al asco como afecto legítimo que, además, puede generar un gran atractivo y goce.
El pensamiento de Schiller permite comprender las nociones de lo sublime, como lo expone Schopenhauer –en términos de contemplación estética que no se desborda por la angustia y terror que genera lo titánico de la lucha de la Naturaleza–; o la idea de lo interesante de Schlegel: como una crisis del gusto que, ávido de novedad, desplaza la belleza, predecible y conocida, para adentrarse en territorios que conmuevan el ánimo. En palabras del propio Schlegel:
Lo bello está tan lejos de ser el principio dominante de la poesía moderna que muchas de las obras modernas más espléndidas son claramente representaciones de lo feo; hasta el punto de que nos vemos obligados a admitir (a nuestro pesar) que existe una representación de la inmensa riqueza de lo real en su máximo desorden y de la desesperación causada por el exceso y por el conflicto de las energías, para la que se necesita una igual, si no mayor, fuerza creadora y sabiduría artística para la representación de la riqueza y de las energías que están en perfecta armonía .
(Schlegel, 275)
Lo feo es interesante: variado, excéntrico, llamativo, novedoso y expresa mejor la riqueza múltiple de lo real que la armónica y ordenada belleza. Esta visión plantea que el arte, en la búsqueda de lo interesante –y lo sublime romántico– no pretende embellecer lo feo para hacerlo presentable a la vista y al placer estético, a diferencia de la propuesta de Kant. En cambio, busca mostrar la fealdad, incluso el asco, en todo su esplendor. Para Schlegel, esta diferencia en la relación con lo feo es esencial para distinguir el arte moderno del clásico.
La estética de la fealdad da cabida a obras tan impactantes, magnéticas y repulsivas como lo son el Estudio de miembros amputados (1818-1819) de Théodore Géricault, que pinta con maestría restos humanos descuartizados; o la expresión del dolor y terror más profundos en Iván el Terrible con el cadáver de su hijo Iván (1851), de Ilya Repin; o lo grotesco de los personajes –y situaciones– presentes en Nuestra Señora de París, de Victor Hugo; Frankenstein, de Mary Shelley; Brontë, Stevenson, Balzac, Baudelaire, Poe…
La noción de Baudelaire sobre la belleza, sin embargo, posee ciertas similitudes con la idea de lo interesante; vinculado originalmente a lo feo. Dirá el poeta: “Lo bello siempre es extravagante. No quiero decir que sea voluntaria y fríamente extravagante, porque en ese caso sería un monstruo que se sale de las vías de la vida. Digo que contiene siempre algo de extravagancia, que lo hace ser concretamente bello” (Baudelaire, 331). Así, pareciera que la belleza, en su singularidad, debe poseer algo “interesante”, particular, exótico, que le dota de su cualidad. Pero, si ese “interesante” se desborda, o es excesivo, empieza a pertenecer al campo de lo feo.
El límite entre belleza y fealdad se desdibuja y puede imbricarse una categoría dentro de la otra, dando como fruto las más variadas formas artísticas, cuyo juicio estético es incapaz ya de definirlas a partir de su belleza o fealdad –como pretendía Kant–. La misma obra puede generar fascinación, encanto, repulsión, inspirar la belleza y el terror, todo a la vez. Como sucede frente a las pesadillas de Heinrich Füssli, a las mujeres de Egon Schiele, o las terribles escenas del expresionismo alemán.
La fealdad tomó las riendas de la modernidad, en particular en las vanguardias históricas. No solamente porque los artistas tuvieran la intención de desdibujar los lindes bello-feo, sino por la propia percepción del público frente a los frenéticos cambios del arte en esas primeras décadas del siglo XX. El gusto, como convención, no seguía el ritmo del arte: así, un cuadro de Dalí o Picasso, hoy puede ser considerado bello –o realizado con maestría, en tanto expresión artística de un movimiento particular– pero, en su momento se percibía como feo; y por ello incomprensible, mal elaborado… Según expone Umberto Eco, sobre los artistas vanguardistas:
… a veces representaban la fealdad en sí y la fealdad formal, a veces simplemente deformaban sus propias imágenes, pero el público no veía sus obras como ejemplos de fealdad artística. No las consideraba bellas representaciones de cosas feas sino feas representaciones de la realidad .
(Eco, 365)
Empero, los propios artistas, como refiere el manifiesto futurista, elogiaban más la guerra y la bofetada que a la clásica belleza de la Victoria de Samotracia. La fealdad se convirtió en una denuncia, una expresión con poder comunicativo en sí mismo; más allá de la sensación de desagrado y repulsión que pudiera generar. Para el expresionismo alemán, por ejemplo, la fealdad era una forma de denuncia social, de presentar el sufrimiento. El dadá apela a lo grotesco y absurdo como forma discursiva, los surrealistas perturban la normalidad con monstruosidades y deformaciones, Artaud funda el Teatro de la Crueldad, Buñuel se aprovecha del poder del montaje para mostrar la vivisección de un globo ocular… La lista puede extenderse largamente. Como bien reflexiona Adorno:
El arte tiene que adoptar la causa de todo lo proscrito por feo, pero no para integrarlo, mitigarlo o reconciliarlo con su existencia mediante el humor (que es más repugnante que todo lo repugnante), sino para denunciar en lo feo al mundo que lo crea y reproduce a su imagen y semejanza; la posibilidad de lo afirmativo pervive incluso ahí en tanto que conformidad con la humillación y se convierte fácilmente en simpatía con los humillados. En la inclinación del arte moderno a lo nauseabundo y físicamente repelente (a la que los apologistas de lo existente no tienen nada más fuerte que oponer que el hecho de que lo existente ya es bastante feo, por lo que el arte tiene que proponer una belleza vana) se manifiesta el motivo crítico y materialista, pues a través de sus figuras autónomas el arte denuncia la dominación, incluso la sublimada como principio espiritual, y habla en favor de lo que ella reprime y niega.
(Adorno, 96).
La fealdad, desde esta aproximación, es la respuesta del arte al momento histórico que le acontece: una forma de enfrentar la coyuntura que, desde los medios masivos de comunicación y el entretenimiento, pretende emplear la belleza como forma de dominación y, de algún modo, de reificación de los valores culturales existentes.
Las vanguardias se lanzaron a esa campaña heroica por expresar la realidad ignorada. Buscaron ser, en palabras de Baudrillard, “más real que lo real”: mostrar desde la fealdad la cara que trata de ocultarse tras el maquillaje bello. Sin embargo, la lógica acaparadora del mercado, del progreso y del capitalismo tardío todo puede deglutirlo para transformarlo en un producto comercial. En la medida en que estas fealdades vanguardistas se convirtieron en tradición artística –o se institucionalizaron: aceptadas ya por la cultura–, su poder subversivo muere y su fealdad denunciante se transforma en belleza inofensiva, que hace girar la rueda mercantil del arte.Tal vez, e irónicamente, la fealdad se exprese ahora disfrazada de belleza, en la deformación de la belleza: inmiscuyéndose en la cultura de masas a través del kitsch, de las baratijas, del “mal gusto” en el exceso de belleza. O, puede que hoy, frente a la institucionalización de lo feo en el arte, la acción verdaderamente revolucionaria sea regresar a la belleza –no mediatizada o estereotipada– de la otredad, de lo marginal, de lo diferente.
Referencias
Adorno, Theodor. Teoría Estética. Madrid, Ediciones Akal, 2004.
Baudelaire, Charles. “De la idea moderna de progreso aplicada a las bellas artes”. Historia de la belleza, Umberto Eco, 2006, p. 331.
Eco, Umberto. Historia de la fealdad. Barcelona, Random House Mondadori, 2007.
Kant, Emmanuel. Crítica de la facultad de juzgar. 2da ed., Caracas, Monte Ávila editores, 2006.
Schiller, Friedrich. Estética y libertad. Traducción de María del Rosario Acosta López, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas, 2008.
Schlegel, Friedrich. “Sobre el estudio de la poesía griega.” Historia de la fealdad, Umberto Eco, 2007, p. 275.
Vattimo, Gianni. El fin de la modernidad. Barcelona, Editorial Gedisa, 1987.