Al mes de febrero le quedan pocos días, pero a mí me quedará, siempre, El vino del estío. Y justo hoy, cuando lo termino, llueve en Maracay. Así como para afianzar, mucho más, el matiz nostálgico que representa esta novela de Bradbury. Son pocos los autores que me han acercado hacia la niñez con la claridad y el frescor y por este motivo, Ray pasa a la lista de mis escritores favoritos.
Las vacaciones eternas, ese tiempo que no vuelve, y todo lo que vamos descubriendo antes del despertar hormonal. Fantasía y Realidad unidas por una máquina que nos pasea y nos lleva más allá del aquí y el ahora. Tal como lo es para mí, la poesía.
Poesía, poesía y… poesía resume los tres fantásticos meses de Doug (Douglas), este pequeño personaje de 12 años, quien ha robado mi corazón en pocas horas de lectura. Pues, Doug, fue capaz de descubrir desde ese país de la infancia, la Felicidad, porque es el “tiempo de buscar y encontrar”. Douglas Spaulding, [Ray Bradbury] gracias por traerme a la vida y a la muerte desde esa visión primigenia. Aquella que siempre debe acompañarnos.
“Y luego, donde se curvaba la calle matinal, en la avenida, entre filas uniformes de sicomoros, arces y olmos, en la quietud que precede a la iniciación de la vida más allá de su casa, oiría los sonidos familiares. Como el tic tac de un reloj, el retumbar de una docena de barricas de metal que rodaran por la calle, el zumbido de una solitaria e inmensa libélula, al alba. Como una calesita, como una pequeña tormenta eléctrica, con el color azul del rayo que viene y se queda un momento. ¡El carillón del tranvía! El siseo del surtidor de soda que baja y vuelve a subir, y otra vez el principio del sueño, como si el tranvía volviese a navegar, sobre unos ocultos y sepultados rieles hacia algún oculto y sepultado destino”.