Sobre el hacer del pan, contamos con múltiples voces, lo cual nos permite reencontrarnos con la creación básica de este popular acompañante y protagonista de nuestras comidas. De acuerdo a la cultura, su nombre varía: arepa, pan de maíz, casabe o pan de yuca, bola de plátano, pan de trigo, etc. Goza de una amplia gama de texturas, sabores, olores, migas, consistencias, sonidos al morderlo, masticarlo, comerlo. ¿Por qué no cuestionarnos o preguntarnos qué pan comemos cada día? ¿Cuál es su receta? ¿Qué sabor tiene? ¿Cuál es su gusto? ¿Qué sentimos cuándo lo palpamos? ¿Qué memorias nos evoca?
Todas sus versiones tienen en común que son simplemente “sabrosas”. Tan sencillas como complejas en su sabor y química, nos preguntamos: ¿por qué nos dejamos imponer un solo sabor, un solo olor y una única contextura para nuestros panes? Esto puede ser una preocupación de Perogrullo, pero al amasar los ingredientes, esperar su reposo, su cocción, hemos de pensar en un importante factor: el tiempo. Esos tiempos que eran desconocidos para nosotros, ahora sabemos que sin lugar a dudas impactan en el sabor del pan. Los culturólogos, si cabe el término, suelen decir que aquello que comemos expresa nuestra cultura, o que somos lo que comemos. Podríamos decir entonces que expresa nuestra dinámica social o nuestra división del trabajo… pedimos ser pan y circo o circo para el pan.
En Caracas, Catia de los años ochenta, donde hilamos nuestra niñez, el pan se atrevía a dar pelea a la arepa. El famoso pan canilla, una versión de la baguette francés, elaborado casi en su mayoría por la comunidad portuguesa propietaria de las principales panaderías que por aquellos días ocuparon cada calle y avenida en la popular zona comercial de Catia y en las zonas profundas de este superpoblado sector de la capital del país. Esta versión venezolana-lusitana o caraqueña del pan francés ideada por los portugueses, se enraizó en nosotros. Esa canilla era esperada por todos. Los chamos y chamas se alegraban cuando llegaba mamá, papá o alguna inesperada visita con su canilla como regalo o premio. En las paradas de las camioneticas, busetas o jepps no era raro ver a la gente en la cola, mientras esperaba su transporte, morder el culito del pan canilla a manera de aperitivo. A veces el pan no llegaba a casa, porque el paladar sucumbía ante la tentación de comerse todo si había mucha hambre. Al salir de la panadería con nuestra bolsa’e pan, nos acompañaba ese olor a levadura que alegraba el día o la noche, que calmaba la bulla estomacal y hasta los ruidos del alma.
La canilla, en contraposición al baguette, no solo lleva agua, harina, levadura y sal, sino también manteca, algo de azúcar y mayor carga de levadura. ¿Por qué más levadura? Por la necesidad que tiene el panadero de acelerar los procesos de fermentación. Entra en juego uno de los protagonistas más importantes en el proceso de fermentación de un pan: otra vez el tiempo. Nuestro pan canilla no lleva tres o cuatro horas como el pan francés, sino dos horas y media. A mayor rapidez, mayor producción, mayor ganancia. Visto así: ¿el tiempo juega en favor de nuestra salud o de la salud de la producción industrial en detrimento de nuestro bienestar físico?, o ¿nuestro pan es producto de los ritmos sociales de las sociedades urbanas populosas?
El resultado: una miga más inflada, menor concha, menos color, un olor estándar a levadura. Así es el pan que aprendimos a comer, que naturalizamos como “sabroso”. Con la media canilla podíamos resolver con cualquier cosa. Sin duda fue un aporte propio de la mezcla de culturas (la venezolana y la portuguesa). Pero no es el único pan. La variedad es amplia y con un poco de atención e imaginación podemos acceder a otros sabores.
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