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Europa ha vivido una guerra devastadora, cuyas consecuencias están muy lejos de haber sido superadas. En la casa de un matrimonio acomodado, sin embargo, se prepara una elegante cena, con la ama de casa Irene (Ingrid Bergman) expresando su incapacidad de ordenar la mesa del modo conveniente. Parece que el trauma de la guerra hubiera sido superado. Todas las esperanzas han sido puestas en la recuperación económica, representada por el marido, un empresario inglés. Europa retoma la vía del progreso, sin la menor recapitulación sobre las causas que la llevaron al desastre. La aparente seguridad del hogar se desmorona cuando vemos al pequeño Michel reclamar las atenciones de su madre. Lo más devastador nos amenaza desde dentro: el hijo expresa la vulnerabilidad que los padres tratan de ocultar. Su suicidio será el trauma que marcará la transformación de Irene.

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Tratará de salir de la depresión volcándose en la ayuda a los demás. De la mano de su amigo Andrea, militante comunista, descubre la dimensión social a la que había permanecido ciega: la pobreza de los barrios marginales, el trabajo semi-esclavo en una fábrica (episodio inspirado en la figura de Simone Weil), la prostitución… Allí donde va, Irene es una extraña, una extranjera. Su trauma la acompaña. Sale de su casa de millonaria y toma el tranvía para llegar a los barrios marginales. Aquí se suscita la interpretación psicoanalítica: ella ha entrado en contacto con los pobres desde la perspectiva de alguien que necesita ayudarlos para disipar su culpa. Por eso no son más que pobres. Tienen sentido para que ella pueda redimirse. Un modo de expirar su sentimiento de culpa, ayudando a gentes que son tan vulnerables como lo fue su hijo, al cual habría abandonado.


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Esta inmersión es un primer paso en su transformación. En ella convergen el cristianismo de parroquia con la sensibilidad de izquierdas. Pero ambas parecen limitadas por las ideologías respectivas, selladas por la pertenencia al Partido o a la Iglesia. Allí el cura y el intelectual de izquierdas encuentran esa misma seguridad que el burgués ha puesto en el progreso. Pero Irene no puede quedarse en este plano, pues es justo de este tipo de seguridades que se han desmoronado con la muerte. Su angustia no puede ser calmada con una actitud sensata. De ahí el paso de la dimensión social al plano espiritual, más allá de los cautos sermones del representante de la Iglesia.

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Frente a esta nueva conversión los hombres reaccionan: el marido empresario, el intelectual comunista, el cura, el policía, el juez, el médico, el psiquiatra… Todo el aparato institucional se siente amenazado. Algo que sigue sucediendo cuando los ateos acusan a Rossellini de cripto-catolicismo, o cuando los católicos lo acusan de vincular el cristianismo con la locura. Esta sería otra interpretación plausible: en la Europa moderna a alguien que se comporta como un buen cristiano, entregando su vida a la ayuda de los necesitados, se lo considera como loco. El cristianismo mismo sería una locura desde la óptica burguesa, a despecho de que tantos burgueses se declaren católicos. Incluso los sacerdotes se acomodan a un modo de vida totalmente contrario a las enseñanzas de Jesús. Desde la perspectiva comunista, en cambio, Irene involuciona cuando pasa del compromiso social al religioso: este sería el signo de la incapacidad última de la burguesía, más allá de las buenas intenciones, de asumir una postura coherente con las aspiraciones revolucionarias.


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Todos tienen una explicación de su comportamiento, pero ninguno la comprende. No pueden hacerlo porque en ellos opera la lógica masculina que lo reduce todo a una ideología. No pueden hacerlo porque ellos no hablan ni piensan desde la angustia ni desde la ausencia de su hijo. (Rossellini, en cambio, había perdido a su primer hijo Romano hacía cinco años por una apendicitis). Por eso mismo tampoco nosotros podemos comprenderla. El misterio de Europa 51 radica en esta imposibilidad. Si nos resistimos a ofrecer una explicación unívoca de su comportamiento, dejamos de juzgarla. Ni la alabamos como santa ni la rechazamos como loca. No la convertimos a lo nuestro. No diremos que ella es un ejemplo de la inanidad de la solidaridad cristiana frente a la realidad de la miseria generada por las sociedades industriales, como podríamos decir de Nazarín o de Viridiana. Ni pretenderemos que su auténtica razón es expiar su culpa.

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El suicidio de un hijo no tiene explicación. Pueden ofrecerse muchas, pero ninguna alcanza la esencia del acontecimiento. Se trata de aceptarlo como una conmoción que la ha arrebatado de sí misma, destruyendo sus certezas y su seguridad, y la ha conectado con la nuda vida. La utilidad o la inutilidad de sus actividades no pueden pensarse sin perder de vista el propio movimiento salvaje de la vida como ruptura y como unión, como desastre y como rito. Ella se mueve hacia la pobreza de forma natural. Anhela esa pobreza en un sentido profundo que nadie alcanza a ver, ni siquiera ella misma. Cuando el psiquiatra le presenta las láminas del test de Rorschach, ella no ve nada. No hay nada que ver, ni nada que explicar o interpretar. No pertenece al plano psíquico donde pretenden situarla.

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De ahí su desconcierto, que Ingrid Bergman expresa en cada plano. En él convergen la angustia de la madre que ha perdido a un hijo con la extrañeza de la estrella de Hollywood caída en una película neorrealista y con el desconcierto de una actriz que no comprende su papel. Este es el juego de Rossellini: la cámara penetra en los aposentos de los pobres, en los que la ficción introduce a una estrella extranjera y completamente ajena a su cultura. Lo mismo sucedió en Stromboli, donde su porte y su belleza nórdica contrastaban con el paisaje agreste y con el carácter de los pescadores.

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Extrañeza que juega a favor del resultado, pues la decanta del lado de la creación y hace inviable una lectura unívoca. Todos los gestos, actos y palabras de Ingrid Bergman pueden ser interpretados de formas contrapuestas. Desconcierto, extrañeza, ambigüedad: esta sensación nos acompaña también en nuestra vida. Cuando aceptamos que ninguna interpretación es la definitiva, la mente cede su preeminencia a la visión. Suspendemos el juicio y dejamos que resplandezca lo sensible. Ahora sí: el rostro de Ingrid Bergman se transforma. Sus ojos azules se pierden en la vida. Comprendemos entonces su camino sin necesidad de comprenderlo. Pero Europa no escoge la pobreza sino mantenerse fiel a la impostura.