Los buenos autores ignoran si la peste es contagiosa. Pero lo sospechan. Es por eso, señores, que son de la opinión de que deben abrir las ventanas de la habitación del enfermo que visiten. Baste recordar que la peste puede estar también en las calles e infectarlos de todos modos, ya sea que las ventanas estén abiertas o no.
Los mismos autores aconsejan también usar un tapabocas y poner sobre la nariz un trapo embebido en vinagre. Llevar consigo igualmente un sachet compuesto por esencias recomendadas en los libros: melisa, mejorana, menta, sauco, romero, flor de naranja, albahaca, tomillo, lavanda, laurel, ralladura de limón y peladuras de membrillo. Sería deseable que se vistieran totalmente cubiertos con hule.
Sin embargo, esto puede arreglarse. Pero no hay arreglo posible en lo que toca a las condiciones en las cuales están de acuerdo los buenos y malos autores.
La primera es que no deben palpar el pulso del enfermo sin haber mojado los dedos en vinagre. Adivinarán la razón. Pero lo mejor en este punto sería abstenerse. Porque si el enfermo tiene la peste, esta ceremonia no se la quitará. Y si estuviera indemne, no les habría hecho llamar. En tiempos de epidemia, uno se cura el hígado por sí mismo, para resguardarse de cualquier equivocación.
La segunda condición es la de no mirar jamás de frente al enfermo, para no estar en la dirección de su aliento. Asimismo, si a pesar de la incertidumbre en la que nos hallamos en cuanto a la utilidad de este procedimiento, han abierto la ventana, será conveniente que no se coloquen en la dirección del viento, a riesgo de que los alcance el estertor de los apestados.
Tampoco deben visitar a los pacientes cuando estén en ayunas. No lo resistirán. Mas no coman mucho. Abandonarán. Y si a pesar de todas las precauciones algún resto de veneno viene a posarse en la boca, no hay remedio para eso, salvo no tragar jamás la saliva durante todo el tiempo que dure la visita. Esta condición es la más dura de observar.
Aun cuando todo lo anterior haya sido más o menos respetado, no deben ustedes sentirse a salvo. Porque hay otras condiciones muy necesarias para la preservación de vuestros cuerpos, aunque se refieran a las disposiciones del alma. “Ningún individuo, dice un viejo autor, puede permitirse tocar nada no contaminado en un país donde reina la peste”. Esto está muy bien dicho. Y no hay lugar que no debamos purificar en nosotros, incluso en el secreto de los corazones, para poner de nuestro lado las pocas oportunidades que nos quedan. Esta es una verdad para ustedes, médicos, que, por estar más cerca, si se puede, de la enfermedad, parecen aún más sospechosos. Es necesario entonces, que se conviertan en ejemplo.
Lo primero es que nunca tengan miedo. Se ha visto a gente hacer muy bien su trabajo como soldados a pesar de temerle al [fuego del] cañón. Mas la bala mata por igual al valiente y al cobarde. Hay azar en la guerra, mientras que muy poco lo hay en la peste. El miedo corrompe la sangre y calienta el humor, todos los libros lo dicen. La dispone [a la sangre] para recibir las impresiones de la enfermedad. Y para que el cuerpo triunfe sobre la infección, es necesario que el alma sea vigorosa. Al no haber, entonces, cabida para otro miedo que no sea al fin último, el dolor es pasajero. Ustedes, médicos de la peste, deben por lo tanto hacerse fuertes contra la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste le prepara. Si resultan vencedores en este punto, lo serán en todo y los veremos sonreír en medio del terror. Asuman que les hace falta una filosofía.
Hará falta también que sean sobrios en todas las cosas, lo que no quiere decir ser castos, lo cual sería otro exceso. Cultiven la alegría razonable a fin de que la tristeza no venga a alterar el licor de la sangre y la prepare para la descomposición. Nada mejor para el caso que utilizar el vino en cantidades estimables para aligerar un poco el aire de consternación que les llegará de la ciudad empestada.
De manera general, observen la moderación, que es la primera enemiga de la peste y la regla natural para el hombre. Némesis no es para nada, como les han enseñado en las escuelas, la diosa de la venganza sino de la moderación. Y sus terribles golpes solo hieren a los hombres que se han lanzado al desorden y al desequilibrio. La peste viene del exceso. Ella misma es un exceso que no se puede contener. Sépanlo, si quieren combatirla desde la clarividencia. No le den la razón a Tucídides, que habla de la peste en Atenas y dice que los médicos no eran de ayuda porque desde el principio trataban el mal sin conocerlo. La plaga ama el secreto de las guaridas. Lleven la luz de la inteligencia y de la equidad. Eso será más fácil, lo verán en la práctica, que el no tragar la saliva.
En fin, deben convertirse en maestros de sí mismos. Y, por ejemplo, saber hacer respetar la ley que habrás escogido, como la del bloqueo y la cuarentena. Un historiador de Provenza contó que, en otros tiempos, cuando alguno de los confinados lograba escapar, le hacían partir la cabeza. Ustedes no desean eso. Pero no olvidarán tampoco el interés general. No harán excepciones a esas reglas durante el tiempo que sean útiles, aun cuando el corazón los presione. Se les pide olvidar un poco lo que son y sin embargo nunca olvidar su deber. Es la regla de un tranquilo honor.
Armados con estos remedios y esas virtudes solo les queda negarse a la fatiga y mantener fresca la imaginación. No deben, y no deberán jamás acostumbrarse a ver morir como moscas a los hombres, como se hace en nuestras calles hoy en día, y como se ha hecho siempre desde que en Atenas la peste recibió su nombre. No dejen nunca de estar consternados por esas gargantas negras de las cuales habla Tucídides, que destilan un sudor de sangre, una tos ronca que arranca con esfuerzo esputos extraños, a pedazos, del color del azafrán y salados. No entren nunca en la familiaridad de esos cadáveres, de quienes las mismas aves carroñeras se apartan huyendo de la infección. Y continuarán vuestra rebelión contra esta terrible confusión donde los que les niegan sus cuidados a otros perecen en soledad, mientras que los devotos mueren en el hacinamiento. Donde el goce ya no tiene su sanción natural, ni el mérito su orden; donde se baila al borde de la tumba, donde el amante repudia a su amada para no contagiarle su mal, donde el peso de un crimen no recae en el criminal sino en el animal expiatorio escogido al azar en una hora de espanto.
El alma pacificada es la más firme. Serán firmes frente a esta extraña tiranía. No servirán a esta religión tan vieja como los cultos más antiguos. Ella mató a Pericles, quien no aspiraba a otra gloria que la de no haber llevado el duelo a ningún ciudadano, y desde que consumó esa muerte no ha cesado, hasta el día en que viene a abatirse sobre nuestra inocente ciudad, a diezmar a los hombres y a exigir a los niños en sacrificio. Como esta religión nos viene del cielo, entonces habrá que decir que el cielo es injusto. Si llegan ustedes a este punto, no se sientan, pese a ello, orgullosos. Por el contrario, les conviene pensar con frecuencia en su ignorancia, para observar la justa medida, única maestra de la plaga.
Nada de esto es fácil. A pesar de sus máscaras, de sus sachet, el vinagre y la tela encerada, a pesar de la placidez de su coraje y de su firme esfuerzo, el día llegará en que no podrán soportar esta ciudad agonizante, esta masa que da tumbos en las calles sobrecalentadas y polvorientas, esos gritos, esa alarma sin futuro. El día llegará en que quieran gritar el asco que sienten ante el miedo y el dolor de todos. Ese día no habrá ningún remedio que les pueda dar sino la compasión que es la hermana de la ignorancia.
Nota de Éditions Gallimard
Publicado con otro texto en abril de 1947 en Los cuadernos de la pléyade, bajo el título «Los archivos de la peste», la exhortación a los médicos de la peste ha sido probablemente escrita por Albert Camus en 1941, en 1941, es decir seis años antes de la aparición de La peste, de la que constituye uno de los trabajos preliminares.
Dado que La peste de Albert Camus es leída y releída hoy en el mundo entero en todas las lenguas, la colección “Tracts”, con la amable autorización de la Sucesión Albert-Camus, propone descubrir este texto poco conocido, pero de una candente actualidad, en el cual el escritor hace sus recomendaciones a los médicos en su combate cotidiano contra la epidemia.