“¿Por qué se le teme al realismo en el cine?”, preguntaba Louis Aragon en 1930. El enigma arde de vigencia y la confusión se expresa en cada renovada cartelera. Al realismo se le teme o se lo usa como categoría despectiva.
Superar el realismo y desprenderse de la mochila que fue durante siglos en determinado momento de la historia pictórica fue una manera de saltar hacia el futuro, pero su superación devino triunfo de un arte cómodo, impotente e inofensivo.
En la industria de las imágenes en movimiento cada semana se lanza una nueva película o serie televisiva, que se proclaman como fieles representaciones de dos crueles escenarios de la realidad, como son la cárcel o las villas miseria. Pareciera entonces que en el tratamiento de esos temas tenemos una sobreabundancia de curiosidad y de formatos realistas, pero lo cierto es que se nos ahoga con burdas copias deformadas y manipuladas con fealdad ideológica de la realidad.
Nos incitan (y excitan) a que clavemos nuestros ojos a imágenes donde se hace un uso productivo en términos monetarios de la misma miseria que produce el capitalismo. La marginalidad es una mercancía, y a mayor fetichización más se venderá dicha mercancía.
“Las cosas están ahí y no hace falta manipularlas”, decía Rossellini. Aunque el cine siempre es manipulación, dicha manipulación puede ser usada para diversos fines. Las cosas esperan que entremos en ellas, más que alejarnos. A la cosa llamada pobreza se la representa habitualmente desde lejos. En esos casos surge un objetivo político que es mantener ubicada la imagen de la pobreza y la marginalidad dentro del reino de la fantasía, pero no de una fantasía que se esfuerza en su diseño y crea atmósferas de preciosa oscuridad a lo Poe, o mundos inquietantes y perturbadores a lo Lynch, no se representa la villa con fantasías potenciadoras de la imaginación, sino con fantasías reproductoras de modelos ideológicos reaccionarios, que observan con ojos de superioridad de clase.
Lo que se nos aparece reiteradamente en la pantalla, con la máscara de un supuesto realismo, más que obras de arte son borradores de tratados zoológicos. Escritos con la lengua de lo bizarro y lo circense, pero que jamás admiten su método. La prehistórica tauromaquia pictórica de las cuevas de Altamira sigue siendo una mimesis rudimentaria, sí, pero más honesta que lo que hacen muchos artistas a la hora de retratar la marginalidad, la pobreza o el mundo carcelario.
Dichos espacios son utilizados como un territorio para explorar un goce libidinal y en la mayoría de los casos funciona como un producto que debe generar ganancias, de las que no gozarán tanto los protagonistas no profesionales nativos del lugar, que actúen en esas películas o series, sino más bien justamente “Los Productores” del producto cinematográfico o televisivo.
Nada más “cine-capital” (Deleuze) que las películas sobre pistoleros, robos, tiroteos, o tumberos. Decir que es un morbo inconsciente el que tienta y hace caer a los artistas en un evidente microfascismo sería una postura magnánima. Hacer una película sobre marginales, es casi tan rentable como el hallazgo de un pequeño pozo de petróleo. Podríamos imaginarnos a Therewill Be Blood (2007), de Paul Tomas Anderson, reemplazando toda referencia al petróleo por los pobres y marginados de cada sociedad. Obviamente no alcanza con hallar el pozo, es necesaria la presencia y el trabajo de la ingeniería para concretar la explotación económica. Allí llegan las cámaras de cine como allá las excavadoras.
Marx en “Elogio del Crimen” (New York Daily, 1860) nos dice que el delincuente “produce riqueza”. Enumera distintas categorías de la economía que se ven beneficiadas con la actividad delictiva (sistema judicial-policía-maquinaria tecnológica, periodismo, etc. Una idea que como sabemos retomará Foucault). También remarca que el ladrón produce arte y menciona La Culpa de Mullner, Los bandidos de Schiller, pasando por el Edipo de Sófocles y Ricardo III de Shakespeare, donde los delincuentes y marginales cumplen roles determinantes en las tramas de esos clásicos. Por lo tanto la marginalidad es una reserva renovable milenaria de productividad artística y salarial.
La definición de fetichismo nos habla de una “forma de creencia o práctica religiosa en donde se considera a los objetos como poseedores de poderes mágicos o sobrenaturales”. Eso es lo que hacemos los individuos con las mercancías, según Marx, y eso hacen los artistas con la marginalidad. Es decir se la aborda desde una perspectiva mitológica. La marginalidad se representa como un carnaval legendario y canibalístico de bestias desgarrándose la carne entre ellas, feroces perros mutilándose sus propias patas al ser de hueso. Homogéneas piedras que no se dejan erosionar por ningún sentimiento, cuasihumanos o simios insubordinados, criaturas extraviadas del orden natural, analfabetos que no pueden firmar el contrato social. Se busca del espectador solo una onomatopeya; ¡Guauuuuu!
Al igual que en muchos de los relatos mitológicos griegos, en donde hallamos mujeres con cabezas llenas de serpientes, cuerpos mitad hombre mitad toro, sirenas, etc., vemos a los pobres representados como entidades pseudoanimales. Un eslabón en la cadena de la evolución humana que se estancó en los tiempos del homo erectus. Esta doctrina es desplegada una y otra vez por el cine y la televisión.
Bajo la excusa de exhibir la tradición naturalista en la actuación de esos relatos se esconden personajes forzados a repetir estereotipos. Un falso new deal cinematográfico según Godard; no es que se excluye a ciertas poblaciones de la pantalla, sino más bien se las incluye bajo específicas máscaras, se invaden los territorios de la pobreza para saciar pulsiones antropológicas. Se nos rebosa la conciencia con un cliché del retrato marginal, usado y agotado hasta la vergüenza.
Y el problema no pasa por el hecho de que el objeto (la marginalidad, la pobreza, etc.) es representado artísticamente por un burgués extranjero al territorio representado y que por eso se ve incapacitado de capturar y olfatear la esencia del lugar. Sabemos que Nanook el esquimal (1922) no fue filmada por esquimales, sino por Robert Flaherty, un norteamericano blanco y como mínimo de clase-media. Pero nada en Nanook… es para fortalecer los prejuicios y amplificar los estigmas sobre los esquimales. Como en Tabú de Murnau del año 1931 y su historia de amor maravillosa en una tribu del Pacífico Sur. La cámara no juzga, no interpreta. Si bien no son películas contadas por los propios nativos, nos despiertan más emociones que grandilocuentes fascinaciones.
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