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Hay pasiones más grandes que la propia vida. Obsesiones que devoran el alma y se convierten en la única razón de la existencia. La filmografía de Werner Herzog está llena de personajes cautivos del delirio. Quizás porque él mismo era preso de la fiebre de hacer cine. Ya lo demostró en Aguirre, la cólera de Dios. Con un presupuesto irrisorio y una cámara robada, se subió con un puñado de actores a unas frágiles balsas y remontó el Amazonas en busca de su particular El Dorado cinematográfico. Al sanguinario conquistador y al compulsivo director les devoraba idéntico afán.
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Herzog regresó a Perú diez años después para contar otra historia de ambiciones. En esta ocasión, las peripecias de un melómano recalcitrante que atesora el desquiciado sueño de construir un teatro de la ópera en medio de la selva. El testarudo alemán volvió a confundir vida y cine. En lugar de utilizar maquetas y efectos especiales para la escena clave en la que un barco es remolcado a través de una montaña, filmó la secuencia con una embarcación real de más de trescientas toneladas, arrastradas por un sistema de poleas utilizando únicamente la fuerza bruta de centenares de extras (esta y otras polémicas decisiones propiciaron un rodaje caótico, con varios muertos y acusaciones de explotación de los miembros de las comunidades amazónicas contratados como figurantes; el documental Burden of Dreams da cuenta del desastre surrealista en el que se convirtió la filmación).
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A pesar de estos avatares, Herzog logra su más acabado estudio de las pulsiones que mueven al ser humano. El gran reto era hacer creíble que una persona estuviera dispuesta a todo, incluso a morir, por su afición a la música. Ya desde un primer momento se presenta a Fitzcarraldo con las manos despellejadas tras haber remado varios días para asistir a una ópera. La empatía con el personaje crece a medida que se evidencia la sinceridad de sus sentimientos y los sacrificios que hace por satisfacerlos. Finalmente, el público accede a embarcarse con él y enfrentar juntos los miles de peligros que acechan en la travesía.
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Como en Aguirre…, la naturaleza es un personaje más, siempre hostil al protagonista, quien deberá domeñarla para lograr sus propósitos. El realizador construyó imágenes poderosas con la selva y el río, casi oníricas, como ese barco navegando a los sones de un aria, que resuena en respuesta a los tambores de guerra que surgen de las profundidades del bosque.
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Werner Herzog recurrió a Klaus Kinski como solución de urgencia para sustituir a Jason Robards, primera elección para el papel protagonista. Este había contraído fiebres tropicales con más de un tercio de película rodado y tuvo que ser evacuado. Herzog no quería volver a contar con su colérico compatriota tras las tormentosas experiencias anteriores. Fitzcarraldo no fue una excepción: Kinski se peleó con todos y por todo. A cambio, ofreció una de sus mejores actuaciones. Su mirada alucinada transmite todo el tormento interior que se le supone a un antihéroe del que no se acierta a adivinar si es un loco, un soñador o ambas cosas: la respuesta está en el hipnótico cierre.
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