Amé a Luna más que a cualquiera. Durante nuestra relación me dediqué a protegerla del mundo y a complacerla. Todos los días me aseguraba de que al cerrar la puerta tras de sí, después de un largo día, encontrase un hogar cálido y ordenado, un colchón suave y seguro.
Sospeché que algo cambió por los pequeños detalles. Todo empezó la noche que se acostó al revés, con la cabeza donde iban los pies. Eso era extraño, así no vería si alguien se colaba por la ventana. Otros detalles se apilaron: torres de platos sucios en el fregadero, baños cada vez más cortos, a veces ni se bañaba, engordaba, adelgazaba y pasaba noches enteras viendo el techo.
Pensé que era una mala racha. Un día de mierda, seguido de una semana de mierda, seguido de un mes de mierda, pero aun así no me sacaba la sensación de culpa, sentía que no la cuidaba lo suficiente. Decidí triplicar mis esfuerzos. Sacaba agua de mis tuberías así tocase racionamiento, encerraba cucarachas y ratones detrás de las paredes, silenciaba mis crujidos por las noches para que durmiese tranquila, y soplaba para que estuviese fresca. No funcionó.
Seguí empeñada porque quería que las cosas volviesen a ser como antes, como cuando éramos felices las dos y todo fluía sin tanta angustia. Luna se alejaba poco a poco, llegaba cada vez más tarde o no llegaba los fines de semana. Una noche dejó algo en la papelera que me hizo pensar: un envoltorio de jabón de hotel. Estuvo durmiendo en hoteles esas noches de ausencia, prefería estar en un hotel que estar dentro de mí, ¿por qué?
Estaba a nada de perderla. Resolví que si la quería de vuelta tendría que adelantarme a sus necesidades. Como pasa con los cuerpos animales, controlo muy bien ciertas partes de mí y otras no tanto. Así como controlan las manos pero no pueden controlar, digamos, los intestinos, tengo control total sobre paredes, techo, muebles, pero soy una incompetente manejando llaves de paso o el grifo de la regadera. Lo entendí cuando intenté prepararle un duchazo tibio y… bueno… las quemaduras de primer grado no deben doler mucho.
Espero que lo de la escalera tampoco fuese para tanto. El plan, originalmente, era reducir un par de centímetros la altura de los escalones, porque eran muy empinados y a Luna le daba pereza subirlos. El problema es que fue difícil dejar doce escalones idénticos. El octavo escalón nunca me salió bien, siempre sobraba o faltaba un centímetro. Tropezó, cayó y necesitó cuatro puntos de sutura.
Hice más cosas para recuperar su amor. Todo mal.
―¡Coño de su madre! ¡¿Por qué nada me sale bien en esta puta vida?! –gritó la vez que le cayó encima la puerta de la despensa.
Después de dos meses de intento tras intento podía sentir su desconfianza, su miedo. Iba vigilante por el pasillo, como cazando espantos.
Fue una pendejada lo que terminó lo nuestro. En retrospectiva supongo que pegó fuerte porque arrastraba con las experiencias previas.
Simplemente abrí la puerta principal. Eso fue todo. Venía cansada del trabajo, entonces destrabé la cerradura para que no perdiese diez minutos buscando las llaves en el bolso. Entró en pánico, llamó a los vecinos, y después de asegurarse de que todo estaba en orden llamó a Isidora, la amiga que cobraba por curar cáncer frotando al paciente con piedras de río.
―Marica, creo que tengo un muerto en la casa.
La tipa vino, prendió sus velas, montó su teatro y dijo que todo era culpa del fantasma de María Estefanía Rodríguez Monsalve, una mujer que se fritó un día, asfixió a sus niñas mientras dormían y luego se lanzó por la ventana. Pura paja.
―¿Estás segura que sabes lo que haces?
―Claro, este método es infalible.
―¿Dónde lo aprendiste?
―YouTube. Ahora cállate y escucha: te vas a tener que mudar. No hay esperanzas para este sitio. Está lleno de malas vibras, malos espíritus.
―Ya estaba en proceso. La semana que viene termino de pagar la primera cuota del apartamento.
¿Es que no tenía corazón? ¿Un apartamento? ¿Andaba por ahí buscando otros hogares? ¿Cómo podía ser tan cínica de venir y habitar mis habitaciones, pisar mi piso, tocar mis muros con esas manos traidoras?
Grité fúrica, y mi grito es un terremoto. Se cagaron, buscaron la salida, pero antes de que Luna saliera cerré puertas y ventanas. Quería mantenerla dentro de mí hasta que no tuviera otra opción sino amarme, amarme para siempre.
Ella estaba en pánico y yo arrecha y triste y ligeramente psicótica, y estoy muy segura de que en estos casos te ganas un pase para ser un poquito hija de puta. Durante cinco días Luna luchó contra mí como una bestia, intentó romperme. Nada servía porque cuando aprieto cada parte de mí es como acero blindado. Al sexto día, extinta la última gota de su ferocidad, se tiró al piso y ahí quedó. No comía ni bebía, solo veía mis paredes con ojos cansados. Al séptimo día, tras abandonar toda esperanza de que volviese a la normalidad, supe que moriría si no la dejaba ir.
Una despedida hubiese sido linda, pero no hubo chance. Tan pronto abrí la puerta entraron los paramédicos. Al parecer la cosa llegó a los noticieros: “Una casa embrujada, propietaria adentro, imposible abrirla”. Maldito amarillismo, ¡no era una casa embrujada, era una casa y ya!
No volví a verla. Me convertí en una casa sola que tiembla por las noches, que deja oxidar sus tuberías y agrietar sus pasillos, con moho creciendo por las paredes, por el piso. Quería desmoronarme y escurrir por la rendija de la puerta vuelta líquido escombroso. Ya no quería ver nada, ni siquiera a la chica que empezó a visitarme. No quería fijarme en su rostro ni en su sonrisa cuando se sentaba en la maleza y leía poemas en voz alta.
Volvió al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Solo leía. Me gustaron algunos versos e intenté memorizar.
―¿Hay alguien ahí? ¿Eres un fantasma? Supe que hay un fantasma aquí. Te hicieron un podcast y todo.
¡Otra vez con la pendejada de fantasmas y casas embrujadas, qué machete tan arrecho!
―Bueno, puedo venir de vez en cuando si quieres compañía, pero necesito una señal.
No sabía quién era esta chama, pero sí sabía que no quería estar sola. Intenté mover algo. Me retorcí y contorsioné. Nada me obedecía porque todo estaba atrofiado.
―¡Haz un ruido, cualquier cosa!
Desmigajé un pedazo de techo.
―¡Ok, volveré mañana!
Cumplió su palabra. Ahora se van los días pasando el rato juntas. No creo que escuche lo que digo, pero al menos percibe pequeños fragmentos.
Se me ocurrió un detalle, aprovechando que tengo cosas vivas en mi interior: tierra, insectos, raíces, plantas. Practiqué mucho. No es fácil, hay demasiadas cosas que precisar, alinear, armonizar. Poco a poco nació y fue creciendo. La clave es un movimiento suave de lado a lado, sin apretar.
Hoy llega, como de costumbre, y ahí está: una flor silvestre, salvaje, en medio de la sala, tan pequeña que es casi invisible; pero la nota, gracias a Dios. La nota y ella también florece.