Aprendí a nadar en una famosa escuela de natación que quedaba cerca de mi casa. Luego perfeccioné mi estilo en un exclusivo colegio que se vanagloriaba de formar a los mejores nadadores del país. Pero mis inicios en las piletas de natación no fueron sencillos. Eso fue debido a un incidente traumático ocurrido en una piscina repleta de bañistas, luego de que atendiendo al llamado de mamá para comerme una empanada de cazón, saliera del agua y me quitara el salvavidas (en aquellos remotos tiempos un huevo oblongo hecho de anime con una correa que se ajustaba a la cintura) y una vez terminada la empanada volviera corriendo a la piscina sin habérmelo vuelto a poner, más que nada porque llevaba todo el santo día con el huevo de anime amarrado a la espalda y podría haber jurado por mi mamá, si así me lo pedían, que aún lo llevaba encima, como cuando un amputado sigue sintiendo el brazo o la pierna allí en donde ahora solo hay aire. Así que cuando, después de un salto eufórico, caí al agua, me hundí hasta el fondo de la piscina como un fardo lleno de piedras. A pesar del súbito terror que se apoderó de mí, tuve la suficiente sangre fría, al tocar fondo, de impulsarme con los pies hacia arriba, hacia la superficie salvadora. Durante lo que me pareció una eternidad de tiempo luché encarnizadamente por mantenerme a flote. Mientras pataleaba y manoteaba y gritaba y tragaba agua, también miraba con horror y desaliento cómo a mi alrededor la vida continuaba con absoluta normalidad. Ajenos al drama que se vivía a escasa distancia de ellos, el resto de los bañistas se divertían. Bastaba con que alguno alargara la mano, me agarrara por el pelo, me levantara sobre las aguas y dejara mi cuerpecito entumecido y chorreante sobre el borde de la piscina, para poner fin a este drama acuático que amenazaba con poner fin a mi corta vida. Otros que eran ajenos al drama, tal vez los más importantes en esta historia, eran mamá que leía un libro plácidamente echada en una tumbona y papá que sorbía cantidades ingentes de ostras a la orilla de la playa. De todos modos no pensé en ellos para nada mientras me ahogaba en tan solitaria compañía. De hecho, ni siquiera me ocurrió aquello que le ocurre a todo aquel que pasa por el trance de la muerte inminente, que es ver transcurrir toda su vida frente a los ojos como si se tratase de una película, tal vez porque a mis cinco años tenía poca cosa que recordar.
No morí ahogado aquella tarde luminosa debido a la actuación providencial (o no tanto, puesto que se trataba de su trabajo) del salvavidas, que atento a sus responsabilidades, detectó mi chapoteo desesperado y presto se lanzó al agua y apartando a los felices bañistas que pululaban en la piscina llegó hasta mí y, esta vez sí, me elevó sobre las aguas y me depositó con suavidad sobre el borde de la piscina. Luego me llevó hasta mamá, le explicó lo que había ocurrido y finalmente la reconvino muy profesionalmente pidiéndole que estuviera más atenta de su hijo.
Ese fue el origen de mi trauma acuático y de la decisión de mamá de no volver a pasar un susto y una vergüenza así. Un susto retardado, ocurrido después de los hechos, cierto, pero que actuaba con efecto retroactivo. Así que, con trauma o sin trauma, me anotó en una famosa escuela de natación cercana a casa.
Y fui, claro, mamá me llevó, no me quedaba más remedio, a regañadientes y temblando del miedo. Nos enseñaron las instalaciones y con amabilidad, discreción y mucha mano zurda me fueron alejando de mamá. Para cuando me di cuenta del artero subterfugio ya estaba en bañador, el gorro de natación calzado en la cabeza y los lentes de natación presionando mi frente. Mamá había desaparecido. Ese primer día chillé, berreé, pataleé, lloré, me arrastré como un miserable gusano por el suelo húmedo, me humillé de mil maneras distintas frente a mis profesores y de un montón de chiquillos de mi edad que saltaban de júbilo y alegría. Mientras tanto los profesores sopesaban la mejor manera de restablecer mi confianza en el agua, de demostrarme que con los conocimientos necesarios el agua podía dejar de ser un peligro potencial y, en cambio, convertirse en una filón de dicha inagotable. Había tantas opiniones como profesores. Un profesor, el más radical y bestia, propuso la terapia de choque, lanzarme sin más al agua para que me las apañara. Otro profesor, tal vez más sensato o más informado, le recordó que precisamente un hecho de esas características había causado mi presente aversión. Un tercero propuso que me dejaran en paz, que me ignoraran, que con el tiempo yo mismo, sin la intervención de nadie, me metería en al agua. Al final prevaleció la tesis salomónica de que la dedicación paciente y amorosa, aunque fuese a largo plazo, era la más adecuada para mí.
Mi aprendizaje fue lento y doloroso, con pocos avances y muchos retrocesos. Daba una brazada adelante y retrocedía dos. Escenifiqué nuevos berrinches. Le supliqué a mamá mil veces. Me escondí otras mil. Pero mamá siempre daba conmigo y arrastras, cuando era necesario, me llevaba lunes, miércoles y viernes de cada semana a las malditas clases de natación.
El tiempo, la obstinación de mamá y la santa paciencia de los profesores rindieron sus frutos y llegó el día en que, al fin, me libré del trauma que me aquejaba y nadé. Me mantuve a flote y me deslicé sobre la superficie del agua, tal vez no como un delfín, pero al menos sí como una tortuga chapoteando en una ponchera con dos dedos de agua.
Y en ese día tan importante, al que llegué luego de ingentes esfuerzos y sufrimientos, no se me ocurrió otra cosa que hacerme pupú dentro del agua. En realidad no lo hice adrede. Ocurrió a pesar de mí mismo. Tal vez fue la emoción que me produjo el inmenso logro que había conseguido, la alegría de haber superado mis miedos, de verme a flote y no en ese horroroso fondo, plateado y ondulante, de las piscina o el esfuerzo que me exigió avanzar sobre el agua, lo cierto que no pude evitar que un mojón de unos diez centímetros saliera expulsado de mi interior. Por suerte la caca era bastante sólida, un mojón sano y bien torneado que se quedó dentro del bañador. Nadé lo más rápido que pude hasta la escalerilla ayudándome con una sola mano mientras con la otra sujetaba el traje de baño para evitar que el mojón se saliera. Desde un extremo de la piscina un profesor me gritaba que usara las dos manos para nadar. Corrí hasta los baños, me saqué el bañador, lancé el mojón en la poceta, tiré de la cadena, me lavé las manos, lavé el bañador y, sin dejar de correr, salí del baño dispuesto a lanzarme al agua otra vez sabiendo que jamás de los jamases me volvería a hundir en las aguas de ninguna piscina. Pero cuando salí del baño me encontré con que la piscina estaba vacía. Unos veinte niños y un puñado de profesores me veían desde el otro lado. Nadie se movía, nadie sonreía. Los niños se abrazaban los hombros y tiritaban. Todos tenían sus ojos puestos en mí, me atravesaban con la mirada. Parecían preguntarse qué clase de bicho era o de qué manera iba a reaccionar ante lo inevitable. Y lo inevitable estaba en la piscina. Me detuve en seco y miré. Allí estaba, triste, solitario y final, un pedazo de chorizo marrón tirando a negro, flotando a la deriva en el agua.
Hasta mamá comprendió que no podía volver a llevarme a aquella escuela tan famosa y decidió darme un respiro. Respiro que agradecí con lágrimas de felicidad. Además, habíamos conseguido lo que nos habíamos propuesto, bueno lo que mamá se había propuesto. Nadaba. Ciertamente había que consolidar lo aprendido y avanzar un poco más, pero ya habría tiempo para ello puesto que mamá me había matriculado en una prestigiosa escuela que producía nadadores como una fábrica produce salchichas (símil que no me hacía demasiada gracia) y pronto volvería a las clases de natación, esta vez para convertirme en un avezado nadador. Así, al menos, lo esperaba mamá. Yo no estaba tan seguro y, en realidad, me daba igual, empezaba a estar harto del tema. Si en algo era persistente era en abandonar muy pronto todo aquello que iniciaba.
Pasó el tiempo y contra todo pronóstico me convertí en un muy buen nadador de crol con una habilidad excepcional para el braceo, aunque con un estilo mariposa lamentable que más parecía el chapoteo agónico de un ahogado y que siempre me ha traído malos recuerdos.
Había alcanzado tal destreza que los entrenadores me pusieron el ojo. Veían allí una mina inagotable de trofeos estilo libre que adornarían sus ya numerosas vitrinas. Incluso, llegaron a vislumbrar una nueva y flamante vitrina que exhibiría solo mis éxitos. Era pan comido. Un tiro al piso. Salvo por un detalle: yo mismo.
Mamá no salía de su asombro. La verdad es que no esperaba demasiado de mí. Ella solo pretendía que perdiera el miedo al agua y que me defendiera por mis propios medios, sin la permanente presencia, asesoramiento y/o apoyo de un adulto. Pero la noticia de que tenía a su cuidado a una suerte de Mark Spitz en miniatura la dejó anonadada, en cierto modo orgullosa y, sobre todo, pensativa. Sacó cuentas e hizo planes. Era pan comido. Un tiro al piso. Salvo por un detalle: yo.
Me cerré en banda en cuanto elogiaron mis destrezas natatorias y me sugirieron la idea de competir. Sobresalir, ser el centro de atención, que los ojos del mundo entero (esta era, evidentemente, una exageración típica de la infancia) estuvieran puestos sobre mí, me producía una persistente y feroz crisis alérgica que me postraba en cama. Mamá trató de convencerme con mil triquiñuelas de astuta madre. Desde dulcísimos arrumacos y cálidas palabras susurradas al oído, pasando por los más descarados sobornos, hasta las amenazas más atroces. Nada dio resultado. Mamá solo cesó en su empeño cuando retomé la costumbre de hacerme pipí en la cama. Y aún así lo hizo a regañadientes, chasqueando los labios y pateando el suelo, viendo cómo la fama se esfumaba en el aire y el dinero se escurría de sus manos.
Dejé las clases de natación y me inscribí en clases de cuatro. Pero no fue lo mismo. Mis habilidades no me dieron para llegar más allá de una torpe ejecución de los cuatro acordes básicos del compadre Pancho. Además, la ubicación del salón de clases no ayudaba. Situado frente a la piscina se me iban los ojos viendo a mis excompañeros nadando de un lado para el otro. Tuve que admitir ante mí mismo que me gustaba nadar. Me agradaba la sensación del cuerpo deslizándose sobre el agua, la forma en que las manos rasgaban la superficie y se hundían, y la resistencia cuando con las palmas estiradas empujaba el agua hacia atrás, el golpeteo rítmico de los pies, la respiración acompasada al sacar la cara del agua cada dos brazadas.
Pasó el tiempo. Una tarde leía Nemesis de Agatha Christie echado en un chinchorro en el porche de una casa de madera frente al mar. De vez en cuando levantaba la vista del libro y miraba a través de la mosquitera los cincuenta metros de playa salpicados de altos cocoteros que me separaban de la orilla. Mamá y papá bebían vermut en la cocina. Mis hermanos estarían por ahí, compinchados como siempre. Dejé el libro. A mi lado estaba la rueda de camión. Era una tripa de camión a la que le habían cosido de un lado una tela gruesa de modo que uno podía sentarse en ella y flotar plácidamente sobre las aguas. Me bajé del chinchorro, agarré la tripa de camión y salí de la casa. Corrí haciendo largas eses entre los cocoteros. Muy arriba las alargadas ramas se mecían y se rozaban acariciadas por el viento. En la orilla me detuve y observé unos segundos a ambos lados. La playa no parecía tener fin. Se perdía en la distancia la línea continua de arena en la que golpeaban las olas. No había nadie. Estaba solo. Me metí al agua, lancé la tripa de camión por delante de mí y de un salto me encaramé sobre ella. Me acosté de espaldas y cerré los ojos. Fui arrullado por el sonido persistente de la espuma reventando contra la arena y el de la brisa jugando entre los cocoteros que se escuchaba un poco más bajo, como haciendo de segunda voz. Luego de un rato abrí los ojos y me incorporé a medias. La corriente me había arrastrado unos cien metros hacia el oeste. Remé de vuelta hasta el frente a la casa de madera y me puse a correr olas.
Probablemente no había nada que me causara mayor placer que correr olas. Lo había hecho, incluso, desde antes de aprender a nadar, muy cerquita de la orilla, eso sí, en donde podía hacer pie. Pero sobre la tripa de camión la sensación era excitante y el vértigo de verme lanzado hacia adelante deslizándome por encima de la ola hacia la orilla que parecía, a su vez, lanzarse sobre mí, era la suma de todas las emociones y lo más parecido a volar que había experimentado nunca. ¿Y a qué niño no le gustaría volar?
Pero esa tarde el vuelo por muy poco no termina en una ridícula tragedia. La tripa de camión se volcó sobre mí. Y de allí no pude salir. La tripa parecía adherida a la superficie del agua y todo intento de sacármela de encima resultaba inútil. Así que traté de alejarme de ella nadando bajo el agua. Pero por alguna inescrutable razón esgrimida, tal vez, por un pequeño dios cruel y vengativo (¿pero vengativo por qué tratándose mí?), la tripa de camión me seguía como fiel perrito allí a donde iba, de modo que cuando trataba de salir a la superficie mi cabeza volvía a golpear la gruesa tela que la cubría. El empeño de la tripa de camión de mantenerse sobre mí podía parecer un hecho gracioso, anecdótico, un cuento que echar luego, salvo que me estaba quedando sin aire y cabía la posibilidad de que luego el único cuento que echar lo echarían otros.
Con la falta de oxígeno llegó la desesperación, y con la desesperación me sentí obligado a redoblar los esfuerzos por salir de esa estúpida trampa y claro, al redoblar los esfuerzos el oxígeno escaseó aún más. Un círculo vicioso que amenazaba con terminar muy mal. Y entonces escuché un plaf amortiguado y la tripa de camión desapareció. Cuando salí a la superficie medio ahogado y escupiendo agua por la boca como un grifo mal cerrado, lo primero que vi fue un pelícano alejándose en dirección a tierra firme.
Sentado en la orilla observaba el mar que unos minutos antes había intentado tragarme. El sol caía sobre el horizonte. El agua había adquirido una tonalidad oscura y las olas habían suavizado su envestida sobre la playa. Aún chorreaba agua como una esponja exprimida cuando llegó papá y se sentó a mi lado. Nos quedamos un rato viendo la tripa desinflada arrastrándose miserablemente sobre el agua y la arena. No dijo nada. Llevaba un tobo azul que colocó delante de mí. Luego nos arrodillamos allí en donde el mar lamía la arena y comenzamos a recoger guacucos.
Esta historia termina en la misma piscina en la que comenzó, un domingo al final de la tarde y a las puertas de la adolescencia. Esta vez se ahogaba mi hermano Rodrigo. Se ahogaba en la parte honda de la piscina porque Rodrigo desde pequeño se tomaba las cosas en serio, y si había de ahogarse, que al menos fuera allí en donde el fondo se oscurecía bajo la masa de agua, un lugar inapelable, sin medias tintas, definitivo. Mamá, por supuesto, no estaba de acuerdo. Se lanzó al agua como pudo. Es decir, de platanazo. No era cuestión, en momento tan peliagudo, de guardar la compostura y la elegancia. Se trataba de salvar a su cachorro, no de una competencia de nado sincronizado. Sin embargo, no pude evitar sentir un poco de vergüenza por aquella destartalada entrada al agua.
Papá, en cambio, era la viva imagen de la elegancia y la ineptitud. Parado al borde de la piscina, inclinado sobre el agua y con el brazo extendido parecía la estatua de un gentleman dejando unas monedas a un pordiosero. El gesto de extender el brazo hacia el salvaje chapoteo de Rodrigo ahogándose y de mamá tratando de salvarle y ahogándose también, pero un poco más abajo o más profundamente dada su edad y madurez, era del todo inútil. Más que nada porque Rodrigo, con los ojos cerrados y tragando más agua que un desagüe, no veía el hierático y elegante brazo de papá extendido en el gesto admirable, aunque pasivo, de salvarle de la muerte.
Nadie sabe cómo, pero en el último segundo mamá consiguió ajustar una de sus manos entre las nalgas de Rodrigo y en postrero esfuerzo y con suspiro burbujeante incluido, lo lanzó fuera del agua. Rodrigo fue a caer a los pies de papá quien al fin logró agarrar a su vástago entre las manos y a rastras alejarlo de la orilla, como si se tratase de una toalla mojada. Mamá tardó un poco más en salir. Aturdida, medio ahogada ella también, el pelo enchumbado y chorreando agua sobre la cara, lentamente y resoplando, aferrada al borde protector de la piscina, se dirigió a la escalerilla de metal.
Los pocos testigos de piedra que observaron el drama sin mover un dedo volvieron a sus vidas. Unos se dieron la vuelta para seguir recogiendo sus enseres domingueros de las tumbonas de plástico, otros se dieron la vuelta y retomaron el camino hacia el estacionamiento del club ya cargados con sus cosas, algunos se dieron la vuelta para terminar el último trago del día acodados en la barra del bar. Solo quedé yo que no podía ir a ninguna parte, viendo flotar sobre el agua una de las cholas de mamá. Entonces me lancé al agua. Un clavado perfecto. Corté el agua como un cuchillo. El agua apenas se inmutó. El agua me recibió con los brazos abiertos y allí pude dar rienda suelta a mi vergüenza mientras nadaba con brazadas elegantes y precisas hacia la chola de mamá. Por suerte nadie se dio cuenta de que mi gesto fue más que nada la aceptación de una derrota.