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Freaks es la prueba definitiva de que el primer Hollywood fue un lugar libérrimo de creación. La película habría sido imposible tan solo dos años después. En 1934, el bloque más retrógrado de la sociedad estadounidense impuso su estrechez de miras a unas productoras temerosas de ver mermada su abultada cuenta de resultados por los previsibles boicots. Las majors se aplicaron una infame autocensura —el opresivo Código Hays— cuyos tóxicos efectos se prolongarían por casi tres décadas.
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Pero antes de esas voluntarias cadenas, Hollywood era la Babilonia en la que todo estaba permitido, dentro y fuera de la pantalla. La norma era que no había norma. Los límites estaban para ser transgredidos. Tal era el clima de permisividad que hasta la timorata Metro daba luz verde a un proyecto tan disruptivo como Freaks: la historia de un grupo de personas con severas discapacidades y deformidades exhibidas en un circo…
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Los actores eran personas con esas minusvalías que, en la vida real, trabajaban en esos espectáculos, lo que da una idea sórdida de cómo se divertían nuestros no tan lejanos antepasados. Hay personajes afectados por enanismo o microcefalias, siameses, hombres y mujeres sin piernas o sin brazos o directamente sin ninguna extremidad… Cabe preguntarse qué directores de hoy se atreverían con estas dosis de veracidad. Los hermanos Coen echaron mano de computadora para hacer desaparecer brazos y piernas de Harry Melling en La balada de Buster Scruggs; por el contrario, Javier Fesser utilizó intérpretes con discapacidad intelectual en su laureada Campeones.
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Más allá de estas decisiones morales, lo cierto es que la cámara de Todd Browning sigue con infinita ternura a unos personajes cuya única reclamación es ser tratados como lo que son, seres humanos, y no como monstruos, engendros deformes, atracciones de feria o freaks, como bien refleja el título de la película con esta palabra de difícil traducción aunque ya plenamente incorporada al español. Quieren lo que cualquier ser humano: amar y ser amados y una familia a la que pertenecer.
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Estos derechos tan básicos se estrellan contra el desprecio de los seres supuestamente normales (derechos que no solo se niegan en la película: los trabajadores de la Metro exigieron que los actores con discapacidad no deambularan por los estudios en su tiempo libre: la productora aceptó sus demandas). Las burlas, el sarcasmo y el engaño son las respuestas habituales. Por ello han desarrollado un estricto código de supervivencia: si se ofende a uno, se ofende a todos. El one of us —uno de los nuestros— con el que celebran su camaradería puede ser tanto una señal de aceptación como una amenaza en ciernes…
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A medida que transcurre la película, los conceptos de normalidad se van trastocando. Los presuntos monstruos terminan por encarnar la humanidad; los “normales” acaban teniendo comportamientos monstruosos. El público, definitivamente, querría estar del lado de los primeros. Y entre tanto drama hay momentos para la delicadeza —los celos de la diminuta Frieda o ese payaso en busca del chiste perfecto que nunca llega— o el humor más surrealista —las siamesas y sus prometidos, dejando sus momentos de intimidad a la imaginación del espectador.
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Freaks fue un fracaso en su estreno. Quizás era demasiado audaz incluso para unos tiempos tan audaces como aquellos. Con el paso de los años se convirtió en eso tan discutible y gelatinoso llamado película de culto. Hoy permanece como un valiente alegato contra cualquier tipo de discriminación. Noventa años después, en un mundo permanentemente amenazado por los fantasmas de la intolerancia, su mensaje resulta más vigente que nunca.
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No conocia esta historia que precede al de los años 30 y 40…