Sobre la arena, tres voces danzan bajo el sol. El brillo alumbra el movimiento casi invisible de la estela de polvo y sal que van dejando en el camino. La tierra mezclada con el mar guarda la frecuencia sonora de una criatura con rostro de mujer. El oráculo siempre ha jugado a transformarse, pero primero fue Gaia, incluso antes del mundo como lo entendemos ahora. Y entonces quedó escrito en el corazón de los mortales su relación irrompible con la tierra a través de las palabras.
En esa playa –que pudo estar en Loiza o en ese trozo de tierra anclado en el Caribe, donde el olor de las almendras amargas anuncia el destino de los amores contrariados– el oráculo vaticinó lo que iba a ocurrir.
“Ayúdame, Dios
el futuro ya pasó
el futuro ha pasado
el cielo se pixeló
todos se desconectaron”.
Algo estaba por cambiar. La revelación del nuevo destino de la humanidad venía codificado con el lenguaje universal de la música, escrito con el ritmo ambiguo del oráculo: abierto a las interpretaciones y tambaleando en el sentido, pero con la certeza de que todo lo que anuncian, de cualquier modo, va a ocurrir.
“Ahora en vez de los gorriones
una bandada de drones
por cadenas anunciaron
que el futuro ha pasado”.
Y así vieron el cielo pixelarse sobre sus cabezas. El tiempo congelarse en un presente infinito. El eco ancestral de su presagio quedó encapsulado en los audífonos de algún mortal que no estaba preparado para el estallido. Nunca lo estamos. La voz de iLe le explicó lo que entonces parecía lejano y ahora es una realidad sostenida.
“El cielo despertó bajo un nuevo sol, en mi habitación
se desconectó de mi corazón toda sensación
la pantalla me sumerge sin esfuerzo
veo todo lo que ocurre sin salir
floto encima de este mundo que no entiendo
cara a cara cada pixel”.
En septiembre de 2018 salio Trending Tropics, el proyecto liderado por Eduardo Cabra y Vicente García, era un estallido de ritmos afrocaribeños.
Las percusiones exóticas, los sintetizadores y la magia de los detalles psicodélicos anunciaban la distorsión de la realidad y nuestra obsesión con la imagen. Fueron explorando en cada track la relación del ser humano con la tecnología.
A partir de esta premisa, empezaron un ejercicio creativo donde escribían canciones que contaban historias basadas en las noticias que veían a diario, pero lejos de la crítica. Era, más bien, la necesidad de cantar en voz alta una dinámica de la que ellos también se confesaban adictos: vivir la realidad a través de las pantallas de nuestros dispositivos. Nuestro self virtual pasó a ser nuestra cara más importante y visible, y nosotros, de carne y hueso, su alter ego.
Así era el mundo: correr a la velocidad de la inmediatez, pero con la libertad disponible para ponerle pausa a los pixeles, salir, respirar y volver.
En la tradición judeo-cristiana un apocalipsis es la revelación que da paso a la transformación, al nuevo orden del mundo. Cuando una experiencia, así de transformadora, le ocurre a una sola persona, lo llamamos cambio, reinvención, tragedia, el camino del héroe. Pero cuando ocurre en colectivo es necesario usar otras palabras que apunten a lados menos luminosos y más escondidos. Conceptos que expliquen el peso, el miedo, la incertidumbre, la angustia y el desasosiego que sentimos ante la pausa y la transformación de estructuras universales.
Parece lejano ya ese diciembre de 2018, cuando sobre la tarima de Niceto Club en Buenos Aires, una noche de verano Elle –la pieza de arte/robot que hace de frontandroid de Trending Tropics– giraba su rostro de metal y vidrio frente a un público desconcertado, al ritmo del contagioso beat afroantillano que se inventaron Visitante y Vicente.
El cuerpo frío de cables, tornillos y luces de Elle mostró el rostro pixelado de Ana Tijoux –en una dinámica de karaoke al revés– cantando Silicone Love: el testimonio de cuando lo afectivo y lo tecnológico se encontraron y empezaron a experimentar con nuestros sentimientos y emociones.
Ahora todo esto parece haber alcanzado su clímax en el limbo de la cuarentena; en el juego twisted de la humanidad tratando de controlar su instinto de acercarse, tocar y conectar a través de la piel. Desviamos el eje de nuestros vínculos: lo trasladamos a la pantalla de nuestro smartphone y ya no sabemos si es suficiente. Hay algo que extrañamos, que se perdió en el camino.
“Que me vengan a decir lo que es amar
lo bueno del mal, lo anormal de lo natural
Mi amor es plástico, por eso es especial
Cuando estoy solo, me quiero validar”.
¿Podríamos vivir así? ¿Fragmentados en pixeles? ¿Dosificando a Eros a través de GIFs, emojis, stickers, videollamadas y videos de Tik Tok? ¿En dónde opera la realidad del amor: en la cabeza o en el cuerpo?
La voz del oráculo –que resuena en una nueva forma profundamente caribe– lanza una nueva oración al cielo:
“Virgen de la Altagracia
ruega por todos nosotros
prefiero ser máquina
y no volver a sentir dolor”.
La voz del oráculo –que resuena en una nueva forma profundamente caribe– lanza una nueva oración al cielo, porque quizás nuestra mortalidad está sostenida por el dolor. La diferencia del encierro por elección y el encierro colectivo radica, en que la revelación sobre nuestra humanidad es ahora un secreto a voces. Y es solo cuestión de tiempo para que tropecemos con esa verdad. Puede que ocurra en el siguiente swipe de Bumble, en el próximo live en Instagrama que veamos o hagamos. O en la vida después de la pausa, con la reestructuración que nos tocará hacer de la realidad, de nuestra relación con la tecnología, con la piel, las redes sociales y nuestras múltiples caras reducidas a una sola que solo quiere besar.
Quizás nos toque encontrar de vuelta el balance, perdernos en el ruido e intentar reconstruir tantas soledades rotas a través del más antiguo de los juegos: el del amor.