Vienen sigilosos y llegan repentinamente, estallan como un niple en la moral de una resaca de la última rumba de la postadolescencia, despiertas y el tiempo, con una carcajada cínica, te dice: “Tienes 40”. No me he comprado la moto, el casco integrado y la chaqueta de cuero; no es por temor al ridículo ni por no repetir el lugar común de la clase media caribeña, es por falta de dinero. Qué cuarentón más feliz sería yo, siendo uno de los ángeles del desenfado que beben el aire sobre sus motos trepidantes, de aquel épico poema del “Chino” Víctor Valera Mora.
Por un cable a tierra presupuestario decidí transitar los 40 buscando la cerveza perfecta, aprovechando las ventajas de un país que produce centenares de marcas y tipos de esta bebida indispensable para la sublimación del espíritu, la sinapsis cerebral y la relajación muscular, un líquido vital para el desarrollo armónico de cualquier ser humano. He bebido las artesanales más gourmet en sus variantes Indian Pale Ale, Black, Stout, Pilsen, Lager, Hoppy Lager, con vino, con miel, con chocolate, con pimienta, todos sus grados alcohólicos, desde una inofensiva y refrescante 3,5% hasta la más perversa Ipa de 11,5% con Ibu de 85, un nivel de lúpulo que asusta papilas gustativas. También en épocas de crisis económica, además de la de los 40, me tocó sumergirme en el universo infinito de la birra proletaria, en la que encontré lagers y pilsens a las que se le paran firme cualquier artesanal con un diseño hipster.
También me dio por hacer ejercicio, no por una ambición estética, sino para poder dormir en las noches, pero cuando comencé a descubrir que los excesos podrían convertirme en papeado tuve que abandonar rutinas, porque me caigo muy bien como soy y no quiero parecer otro.
Se impuso mi labor de investigación en el campo del lúpulo y la malta y cada vez que voy a comprar una cerveza lo hago en bicicleta o trotando; parafraseando a mi padre Humberto Márquez cuando parafrasea al poeta Caupolicán Ovalles cada vez que echaban su cuento: Esta es mi crisis de los 40 y no la voy a cambiar.
La introducción desde el egotrip no es más que para contextualizarme en el momento que viven mis contemporáneos músicos, a quienes admiré durante mi adolescencia y postadolescencia y que ahora veo desesperados intentando de una manera forzada recuperar el rating de antaño. Puntualmente los aullidos de desespero de René Pérez “Residente” y María Rodríguez “La Mala”, queriendo comerse la flecha, yendo a contravía de la autopista del tiempo, me generan gracia, morbo y a la vez una cierta empatía misericordiosa, porque siendo contemporáneos en edad, de alguna forma, entiendo lo que están transitando.
Estoy en la línea que da más mieo
“Estoy en la línea que da más mieo/ aquí pa’ tocá no hacen farta deos/ Y si no mira mi tanteo/ oye, niño, qué mar te veo”. Extraño a esa Mala Rodríguez, la que me cautivó a mis veintitantos, con esos punchlines gitanos de una mujer que se le paraba firme a cualquier rapero, para decirle: “Tengo un trato/ lo mío es pa’ mi saco”.
Seguí su trayectoria con embeleso durante años, pero a la vez viendo cómo la industria cultural la iba engullendo a su antojo y las trampas del ego iban mutando aquella belleza natural y con carácter, de la mujer gitana. Llegaron los premios, la sobreexposición, los medios y todas las situaciones que un artista genuino debe aprender a dirigir con equilibrio de funambulista.
Durante el trayecto comenzaron las modificaciones estéticas en su cuerpo, libre y con el derecho de hacer lo que le dé la gana con él, llegó también el upgrade que dan las divas al outfit, cuando los flashes de las cámaras son la luz que las guía a la acción. Sin embargo, durante largo tiempo mantuvo una postura clara de mujer empoderada en sus letras y sus videos, como el clásico “Por la noche”, el contundente rap hardcore “33” o el más reciente “Quién manda”, temas de un contenido lirical explícito.
En el transcurso de este año comencé a percibir una angustia en la rapera, buscando una sobreexposición mediática forzada en las redes sociales, dando, además, un giro de 180º al mood de sus videos y al contenido de sus letras, incluyendo coreografías pop con cuerpo de baile en sus últimos clips promocionales, una apuesta atrevida cuando aparece sorpresivamente después de veinte años de carrera en los que se defendió muy bien en la escena sin mucho más que su voz y su presencia gitana.
Esta ansiedad de la Mala comenzó paralelamente al rápido ascenso de Rosalía, que la agarró totalmente desprevenida. Incluso en un primer impacto la acusó de robo de identidad y apropiación cultural, para luego intentar aclarar que los medios sacaron de contexto lo que dijo y que respetaba el trabajo de la artista veinteañera Rosalía. Desde entonces comenzó a sentirse que un manojo de nervios era lo que movilizaba la producción de la sevillana, llegando al punto de copiar la paleta de colores para el vestuario de los shows en vivo y unas coreografías que parecen totalmente improvisadas al lado de la prolijidad de la novel cantante.
A María Rodríguez, cerca de sus 40 años, la impulsividad no le dio chance de comprender que el camino y su evolución como artista era hacia adelante, y no hacia atrás removiendo las nostalgias de un momento que ya vivió y que jamás volverá a ser de ella. Sin la intención de ser un juez en la evolución artística de la Mala, yo, en mi crisis de los 40, remuevo mis nostalgias con un trago de Indian Pale Ale con conchas de naranja, buscando a aquella rapera gitana que conocí hace veinte años atrás, pero como no la encuentro, sigo adelante y me quedo con Rosalía.
Aprendí a tragarme la depresión con cerveza
Esta estrofa se convirtió en un mantra para mí hace unos diez años, cuando me alejé por primera vez de la brisa del mar Caribe, para instalarme durante cuatro largos años en el sur y comprender cómo el clima domina las emociones. Diez años después me sigo tragando la depresión con cerveza, ya no escucho la canción de René Pérez y Calle 13, ahora escucho Jey Balvin y Rosalía, la cerveza es artesanal, pero las depresiones siguen siendo un estado de ánimo natural que, algunas veces, aparece sin ningún tipo de poses y hay que transitarla con altas dosis de lúpulo analgésico.
Conversando hace un par de semanas con un gran amigo y confidente, con quien mantengo una sala situacional sobre nuestros aciertos y nuestras derrotas, luego de volver de una jornada inhumana de quince horas laborales, recibí su llamada y me preguntó qué hacía, yo, con un litro de cerveza helada en la mano, le respondí: “Disfrutando de la amarga, pero dulce venganza del obrero”. La conversación navegaba entre la espuma, la malta y el lúpulo, construyendo teorías sobre el efecto analgésico de la cerveza después de la jornada laboral.
La primera siempre es un relajante muscular, un diclofenac sódico; la segunda se convertía en un diazepam que neutralizaba la ansiedad, la tercera en un prozac antidepresivo que sacaba carcajadas, y de ahí en adelante la cerveza bromazepan, rivotril, clonazepan hasta llegar al cataclismo barbitúrico de las bebidas destiladas y perder una batalla más, pero con el gusto de una efímera victoria. El malvado patrón siempre gana, uno igual se levanta al otro día hecho mierda a prenderles la máquina del dinero y cambiarles plusvalía por más cervezas.
“A mi patrón lo escupo desde la montaña y con mi propia saliva enveneno su champaña”, con esta estrofa continúa esa canción en la que René Pérez, el “Residente”, aprendió a tragarse la depresión con cerveza, una estrofa contundente, un punchline que reivindica la lucha obrera. Esas eran las frases con las que convenció a una generación que era testigo de la historia y el ascenso progresista en la región latinoamericana. A partir de ahí “Latinoamérica” junto a Susana Baca y Toto La Momposina, grammys, sus gritos libertarios e independentistas, grammys, reuniones con Galeano, Pepe Mujica y Chávez, más grammys, el documental Sin mapa, colección de grammys, Multiviral, indigestión de grammys.
Se separa la banda y comienzan a aparecer contradicciones en Residente y a exhibir otras costuras. Aquella generación ya más grande descubrió un gran oportunista que se volvió empresario con discursos inclusivos, con las luchas de izquierda como bandera y con la manipulación emocional como principal herramienta en sus letras. Su carrera como empresario de la industria musical la construyó muy bien, pero la imagen de mártir y profeta latinoamericano comenzó a hundirse en un mar de contradicciones.
A muchos nos sorprendió nuevamente en el 2017 con un nuevo disco conceptual y un documental, Residente, en los que iba a sus orígenes a partir de una prueba de ADN. Recorrió cuatro continentes y más de cinco países buscando sus raíces y colaborando con músicos de distintas culturas, razas y etnias. Un trabajo de una sensibilidad especial, en el que una vez más usaba su voz como puente para transmitir el mensaje de las minorías. Muchos lo recibimos una vez más otorgándole el beneficio de la duda a quien ya en repetidas oportunidades había demostrado varios traspiés y contradicciones en el discurso.
Claramente a René Pérez el empresario no le funcionó en números este ambicioso proyecto que se acercaba al zenit de su carrera, su ego demandaba la exposición de antaño y comenzó con la estrategia de la vieja escuela de las tiraderas por encargo, inclusive hasta un venezolano formó parte del show y se lanzó un round con el puertorriqueño, para terminar en un romance epistolar en el que ambos resaltaban sus virtudes.
El 2019 no fue nada fácil para Residente, el ascenso de la nueva escuela, entre los que resaltan el colombiano Jey Balvin y el puertorriqueño Bad Bunny, sobrepasaron las expectativas de muchos, y su incesante producción se convirtió en una amenaza para el adulto contemporáneo coleccionista de premios Grammy. En un claro grito desesperado, demandando atención a las nuevas generaciones, volvió al reggaetón en una colaboración con unos de los artistas trending topic del año del género caribeño, con una campaña de intriga un poco traída de los pelos en la que conectaba su cerebro con el del cantante Bad Bunny buscando hacer sinapsis, en un laboratorio de chinos en Nueva York. El resultado: un buen hit de un nostálgico cuarentón que dejó intrigada a la población millenial y un gran video bien “Bellacoso”.
Pienso que, inconforme con los resultados y consciente de las distancias generacionales que existen entre su universo y los códigos de las nuevas generaciones, se lanza, como es su costumbre, por el abismo del egotrip con un tema adolescente en el que busca reafirmarse como el número uno, con líneas como: “Soy el que llega a tu casa a orinarte el jardín/ Aunque no tenga con quien batallar, siempre estoy en el ring”. Para continuar su coqueteo frente al espejo vanidoso del narcisismo, recurre a clichés románticos de poeta maldito: “Soy un pecador porque no soy fiel/ en mi cabeza tengo un burdel/ el sexo que tengo es políticamente incorrecto”, para seguir el resto de la canción en un acto de onanismo ególatra. Una letra difícil de registrar para quien vio hace dos años a un tipo que recorrió cuatro continentes buscando sus orígenes y reuniéndose con diferentes culturas milenarias para producir un disco lleno de esencia y raíz.
Las crisis de edad llegan para explorar las nostalgias. Transitar el momento mirando hacia adelante, comprendiendo el sentido y el ritmo del tiempo, permite entender estas fases como un escalón más. Es impredecible el proceso de cada ser humano en estos momentos de la vida, y cada quien lo transita a su manera. Con el tiempo he aprendido a separar al artista de su obra para evitar decepciones y desengaños, me quedo siempre con la producción que me emocionó en algún momento, pero se vuelve inevitable la mirada crítica al material que me hace ruido.
Hoy contemplo desde la distancia a estos dos artistas como un espejo para hacer catarsis buscando mis propios desaciertos. Con un amargor de lúpulo de 85 IBU mientras escucho nostálgico las chatarritas de la Mala y Residente, espero ese momento en que aparece el sabor refrescante a maracuyá de esta cerveza IPA de 9,5% que atraviesa las últimas dos semanas de mis 41 años.
Que buena nota…