Mi problema no eran los clientes borrachos y drogados, forrados de dinero, ansiosos de fiesta, cuyo único apuro era pasarla bien, que se comportaban como niños de parvulario, que gritaban, trataban de colarse o se negaban a moverse del frente de la puerta aduciendo su derecho al libre tránsito o protestaban por cualquier cosa: porque la entrada era muy cara, porque no había copas incluidas, porque no los dejaban entrar los primeros, porque la fila no se movía, porque había mucha gente o porque había poca, porque en el interior hacía mucho frío o, por el contrario, hacía calor, porque la música estaba demasiado baja o no sonaba bien o porque no era techno puro o porque no les gustaba el techno puro etc., etc., etc. Eso estaba controlado. Es decir, todo lo controlado que podía estar.
Mis problemas eran otros, los otros, los miserables de la tierra, los desterrados, los niños arrancados de sus hogares, alejados, por la fuerza de la ambición, la estupidez, el poder, de sus padres, de sus madres, los niños que creciendo en tierra hostil salen cada noche hechos jaurías de carroñeros a arañar los restos de la opulencia, del derroche histérico, del turismo ramplón que va dejando la noche de Barcelona como va dejando a su paso el camión de la basura ese líquido oscuro y maloliente en el que se convierte la basura recogida, el detritus de una ciudad volcada sobre el irrefrenable deseo de divertirse, de ser única. Me refiero a los carteristas que roban a diestra y siniestra en las históricas callejas del Raval, el Gótico y el Borne.
Pareciera que estuviera haciendo una crítica del capitalismo salvaje o apología de los mangantes que infestan las calles del centro de Barcelona. Y en parte es así. Pero también creo que, aún en las peores circunstancias, hay opciones. Aún cuando la vida te escupa en la cara, te arrastre por el lodo, te meta un tubo de hierro al rojo vivo por el culo, tienes elección, puedes elegir sobrevivir sin dañar a otros que apenas son un poco menos huevones y apenas un poco menos pela bolas que tú. Es una cuestión de carácter. Les daría todo mi apoyo si decidieran ponerse a robar bancos, por ejemplo. Pero, claro, para eso se necesitan huevos. En todo caso no hay justificación, sobre todo si por medio estaba otro huevón como yo. Así que las bofetadas iban y venían.
Sin embargo, la realidad terminó por ponerme en el lugar que me correspondía. Es decir, en el lugar de un hombre de cincuenta y cuatro años que ya es incapaz de ponerse en cuclillas, casado, con dos hijos ya adolescentes, un tipo, además, bastante burguesito y que no ha peleado en su vida. La cosa podía prestarse a cachondeo. Los carteristas comenzaban a verme con ambivalencia. Lo curioso fue que empezamos a llevarnos mejor cuando más hostias repartí. La convivencia era ineludible. Pero se trataba de una convivencia hostil, asumida con reticencia y desgana, salpicada de constante enfrentamientos.
Son en su mayoría del norte de África: marroquíes, argelinos, tunecinos, aunque puede uno toparse con algunos albaneses o, incluso, rumanos, los cuales pueden ser más peligrosos. Estos chicos son jóvenes, muy jóvenes, demasiado jóvenes. A veces daba un poco de lástima golpearlos. Son guapos, llevan el cabello cortado a la última moda, visten bien. No es la vanidad. Es una decisión práctica. Se ganan la confianza de los incautos y les facilita la huida. Llevan las perneras de los pantalones y las camisas muy ajustadas, de manera de no darle oportunidad a nadie a que cierre sus manos sobre su indumentaria. Calzan zapatos de goma para correr con facilidad, aunque los he visto correr en chanclas.

Era una guerra no declarada. Era una guerra peligrosa, una guerra sin reglas. Nou de Sant Francesc era nuestro fuerte, y ellos los indios que pretendían conquistarlo. O si lo prefieren, no vaya a ser acusado de xenófobo por las delicadas almas de cristal, éramos los apacibles indios en nuestra apacible aldea prestos a ser masacrados por el séptimo regimiento de caballería del teniente coronel Custer. En todo caso estábamos rodeados. Cada noche probaban nuestras defensas. Los rechazábamos y pasábamos una temporada en una tensa calma. Pero no por mucho tiempo. La presión era constante. Poco a poco volvían a ganar terreno hasta que había una escaramuza grave que los obligaba a replegarse. A veces salía bien, a veces no. En ocasiones la escaramuza se convertía en una batalla campal. Entonces cualquier cosa podía pasar. Alguna vez volaron las piedras y salieron a relucir las correas. Esta última, una ingenua práctica que pretendía evitar que nos le echáramos encima. En mi caso no les funcionaba. Un par de correazos no iban a impedir que les pusiera las manos encima y entonces sí que se iba a poner peliaguda la cosa. Pero estos chicos de tontos no tienen nada, y al ver a este oso grizzly abalanzarse sobre ellos con la boca babeante de rabia, preferían poner pies en polvorosa y alejarse cual gacelas por las estrechas calles del Gótico.
La noche de fin de año solía ser especialmente desenfrenada. Sobre todo ese núcleo del horror del que ya he hablado, el punto en el que se cruzan Escudellers y Nou de Sant Francesc era la hecatombe de los robos durante la madrugada del primero de enero. A esas horas y en esa fecha específica la Guardia Urbana y los Mossos d’Esquadra hacían lo que saben hacer muy bien: desaparecer. Con el terreno en sus manos, conquistado sin esfuerzo, los carteristas se multiplicaban y ese pequeño cuadrante del Gótico se convertía en su coto de caza. Para seguir con la metáfora, lo que allí ocurría se asemejaba a la pesca con dinamita. Era una masacre. Ni siquiera disimulaban. Una docena o más de jovencísimos carteristas esperaban a sus incautas víctimas que pasaban constantemente como un denso río cargado de activos que pronto pasarían a convertirse en pasivos en las manos de nuestros queridos y hábiles carroñeros. Y era así como actuaban, como una manada de hienas que cae sobre la carroña. Se lanzaban sobre la víctima, la rodeaban, la abrazaban, le hacían un Ronaldiño, le daban el feliz año y se quedaban con sus pertenencias. O directamente lo empujaban y golpeaban y metían las manos en sus bolsillos, y sin pudor alguno mostraban el producto de su incursión. El pobre diablo de turno seguía su camino so pena de recibir una buena coñaza de regalo si se quedaba y pretendía hacer frente al robo. Las mujeres no lo llevaban mejor, puesto que además les metían mano descaradamente. Durante toda la noche escuchaba los gritos de víctimas y las risas y cantos de victimarios con una mezcla de sentimientos encontrados que incluía la indignación, por supuesto, pero también el hastío y, lo más extraño, una desagradable sensación de complicidad. En aquellas noches endemoniadas de fin de año no se acercaban a la puerta de la discoteca.
Como suele ocurrir con los carroñeros, tarde o temprano terminaban enfrentándose entre ellos por los restos del festín. Eso solía ocurrir hacia el fin de la noche cuando el flujo de turistas descendía, las calles se vaciaban y la cosecha se hacía trabajosa. Entonces un viejo reloj, un móvil descontinuado, un par de euros en los bolsillos de unos viejos jeans, se convertían en preciados tesoros por los que valía la pena pelear. Las peleas eran más bien ridículas y la mayor parte de ellas consistía en perseguirse alrededor de la manzana dando gritos, manoteando al aire y corriendo con esa pericia que da la práctica. Las carreras terminaban indefectiblemente en la esquina de marras en la que pactaban algún tipo de trato que beneficiara a todos.
Una noche (en Nou de Sant Francesc todo ocurre de noche) la Guardia Urbana detuvo a tres carteristas y los sentó contra la pared en frente de la puerta de la discoteca. Los tuvieron allí sentados un buen par de horas, así que tuve tiempo para observarlos. Eran jóvenes como lo son casi todos. Uno de ellos se hacía el borracho. Su actuación era soberbia, comedida, sin baches. De los otros dos me sorprendió su indolencia, su absoluto desinterés por lo que les acontecía. Uno de ellos, al pedido de un agente, sacó de su bolsillo un grueso fajo de papeles. Eran todas las citaciones judiciales que había recibido. Las entregó como si le entregara unas monedas a un mendigo, como de pasada. Luego de dos horas los dejaron ir. Siempre los dejan ir. Con ellos se iban nuevas citaciones judiciales que solo hacían un poco más de bulto en sus bolsillos. Se alejaron riendo y palmeándose las espaldas. La noche continuaba para ellos.
Y yo me pregunté: ¿A dónde van? ¿En dónde viven? ¿Cómo viven? ¿Acaso viven? ¿Qué hacen durante el día? ¿A quién aman? ¿A quién extrañan? ¿Por quién darían la vida o por quién matarían? ¿Qué será de sus vidas? ¿Cuánto tiempo vivirán? ¿Son felices? ¿Cambiarán? Y si cambian, ¿en qué se convertirán? ¿Y si no cambian? ¿Si lo que fuese que fueran lo serán por el resto de sus días? ¿A dónde les llevará esa rabia? ¿Qué les traerá de vuelta? ¿No serán todas estas, acaso, preguntas necias?
Es un misterio.