La crítica no termina de ponerse de acuerdo, incluso entre las distintas personalidades que algunos de ellos tienen por cada red social, sobre si el 2020 fue o no un buen año para el cine venezolano. Hay quienes en un medio escriben que se evidenció el carácter agónico de la producción nacional y en otro que fue uno de los mejores años de lo que va de siglo. Sin los pelos en la mano, al menos no todos ellos, me apunto entre quienes pensamos que malo no fue, y no solo eso, sino que, habiendo logrado pasar el vendaval, hay futuro para el cine criollo, aunque pierda justamente un poco de lo criollito. Así como a muchos el 2016 nos cogió sin habernos preparado y la crisis dejó a su paso neveras repletas de mangos, es probable que, retrospectivamente, no haya peor año que ese, con lo cual el 2020 ya va ganando, aun con pandemia.
En el 2020 estábamos mejor preparados porque antes vivimos el 2016, lo mismo parece que le pasó a quienes hacen cine, hoy están en mejores condiciones y se han sabido adaptar, entre otras cosas a la ausencia total de Estado. Es iluso pensar que una crisis general y estructural, que ha golpeado todas las esferas de la vida pública venezolana, deje intacta una industria tan compleja y dependiente como el cine; dependiente de la afluencia a las salas de cine, que en general cayó estrepitosamente; dependiente del financiamiento estatal, que pasó a ser menos que simbólico; y, finalmente, dependiente de almas caritativas dispuestas a financiar una película. El tema es que esto último no es tan así y tocó aprenderlo con la propia crisis, el financiamiento al cine también es inversión en gran medida, esperando un retorno diverso, no solo económico y no solo apostando a éxitos de taquilla. Hay vida más allá del financiamiento público venezolano.
La principal consecuencia de esa apertura e inserción de cineastas en las redes del financiamiento internacional, gracias entre otras cosas a la migración de los últimos años, es que prácticamente solo una película de las estrenadas en 2020 tiene la nacionalidad venezolana exclusivamente. El resto comparte una o varias nacionalidades más. Con lo cual, los espacios de cine venezolano deberían iniciar la discusión, que tiene casi dos décadas ya, sobre carácter transnacional o multinacional del cine hoy, entre otras cosas producto de la globalización, pero que sigue dándose en un mundo que inicia la “desglobalización”, incluso se plantea ahora con mayor fuerza. ¿Cómo impacta o no la identidad de una película la diversidad nacional de sus financiamientos?, ¿cómo impacta en el cine venezolano la variedad de lugares desde donde están haciendo cine directoras y directores venezolanos? Son cosas que empiezan a problematizarse y si es así es porque hay cine venezolano, porque hay estrenos y por lo tanto es morderse la cola seguir hablando de la muerte de un cine que se sigue estrenando. Otra cosa (o una variante de la misma) es que pueda haber cine venezolano sin industria cinematográfica nacional, como efectivamente hay y hubo.
Entremos en materia, hablemos del 2020 en materia cinematográfica. En las primeras semanas de enero se estrenaron dos películas en salas de cine: el documental sobre Juan Félix Sánchez de Adrián Geyer, y la película de ficción Violeta, dirigida por Gabriel Ng, ambas tienen un pie en el 2019, como es frecuente durante el primer mes. Aunque un día antes del día del cine nacional inició su exitoso recorrido el documental de Anabel Rodríguez Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador, que tiene como su mayor virtud aprovechar las imágenes que proveía la locación y la suerte de estar ahí para captar las cosas que ocurrieron como la directora esperaba, narrando con cierto éxito una historia desgarradora, todos contrapesos para el enfoque maniqueo y tendencioso desde el primer pantallazo, además de una edición torpe que dejó a la directora presente en momentos que rompían el esfuerzo por no estar ahí y que se habría logrado mejor sin esas intervenciones innecesarias. El documental es una coproducción entre Brasil, Austria, Reino Unido y Venezuela, con apoyo de Ibermedia. Sin dudas, ya con este trabajo fue un inicio positivo, se estrenó en Sundance y avanza hacia los Oscar con cierta ventaja.
Cinco meses más tarde el road movie de Maruví Leonett y Javier Martín Tereso Lunes o martes, nunca domingo cosechó varios premios en el Festival Internacional de cine de Calzada de Calatrava. Por esta fecha iniciaron los festivales nacionales, donde se estrenaron la mayoría de los largometrajes del año. Durante los primeros días de agosto se realizó el Caracas Doc, donde participaron seis largos y ocho cortometrajes documentales. Luego, en septiembre se llevó a cabo el Festival de Cine Venezolano vía online, a través de la plataforma de El Trasnocho Cultural y contó con la participación de once largometrajes y por primera vez se abrió a la participación de documentales. Es notable que, a diferencia del año 2019, la mayoría casi absoluta de las películas participantes tenía ese mismo año como fecha de estreno, es decir que no se acumularon películas de años anteriores, pudiendo servir como termómetro del año en general.
De allí rescato dos películas en particular. Un destello interior, dirigida por Luis y Andrés Rodríguez y protagonizada por Jericó Montilla; se trata de un filme rodado en cuatro semanas, con un peso casi total en la fuerza de las interpretaciones y una dirección que, como es costumbre en los morochos, sobredimensiona las emociones y mueve al espectador al extremo. Una obra menos preciosita en la fotografía y menos polémica en cuanto al tema que sus filmes anteriores, pero más potable, con una alta factura técnica y profesional. Luego está La fortaleza, segundo largometraje de Jorge Thielen Armand, quien ya con La Soledad demostró ser maestro a la hora de elaborar un proyecto cinematográfico capaz de ganar el financiamiento suficiente para tener el mejor resultado en el menor tiempo y con el más bajo costo. Con participación en la producción de Colombia, Francia, Países Bajos y Venezuela, se trata de una historia intimista, inspirada en la experiencia real del padre de Thielen Armand y que funciona muy bien.
Por otra parte, sin poder verla aun, la premisa de Conejo, escrita y dirigida por Carla Forte, con la actuación protagónica de Malena González y Francisco Denis, parece ser se ese cine que sí se puede llevar a cabo. Se rodó durante nueve días en Cuba, en una sola locación y explora la relación creativa entre un director de teatro y una actriz. Junto a las películas mencionadas antes, parece apuntar a fórmulas eficientes para producir cine en el momento actual, sea por la simplicidad de la propuesta como por el éxito a la hora de captar el financiamiento necesario.
En el último mes del año se lanzó por primera vez el Festival de la Crítica Cinematográfica de Caracas, en gran medida como respuesta al Festival de Cine Venezolano. No puede ser un mal año ese en el cual se realizan al menos tres eventos de exhibición. Llama la atención que en este festival no se distinguió la ficción del documental, sino que se agruparon todos por la duración. El repunte del documental y su atención es uno de los resultados positivos del 2020, no solo con Érase una vez en Venezuela, sino con Free Color, el documental de Arberto Arvelo sobre Carlos Cruz Diez y La Causa de Andrés Figueredo. El Festival de Cine Venezolano, como dijimos, incluyó documentales en su muestra y en general aumentó el interés de quienes ven cine en la no ficción nacional.
Además de lo dicho, las películas venezolanas empiezan a conseguirse en la web más allá de Youtube y se lanzó el portal Cine Mestizo, que aspira albergar todo el cine venezolano para comprar vía streaming, el problema principal es que no está hecha aun para pagar desde Venezuela y parece que tiene múltiples restricciones por país. Es necesario aprovechar la transformación que se está viviendo en el sistema de distribución y exhibición del cine a nivel mundial. Sería fundamental que, como una política cultural, la Cinemateca Nacional avanzara hacia una plataforma que le permita subir aquellas películas cuya distribución tenga el Estado.
Al finalizar el 2020 se habían estrenado cerca de una docena de largometrajes de ficción y un número similar de documentales. Destacando al menos un tercio por ser muy buenas películas, ganándose un lugar seguro en la lista de lo mejor del cine venezolano, no es poca cosa a la hora de hacer un balance. A grandes rasgos, más allá de la crítica especializada y los espacios académicos, las falencias identificadas por el gran público fueron superadas con creces: actuaciones exageradas y malas en general, guiones de poca fluidez y originalidad, y defectos técnicos en la calidad del audio y la imagen. El principal problema es que lo que se estrena en 2020 fue rodado y producido hasta cuatro años antes, así que vimos el año pasado producto de al menos los cuatro años anteriores, que no fueron especialmente buenos para el país. Realmente toca medir lo que se hizo durante 2020 en los años que vienen y tal vez haya que descartarlo, como se hará en general a nivel mundial, porque la producción se ha detenido en medio de la pandemia.
*
Paren todo, ¿este artículo termina así? Retrocedamos un poco, que el cine venezolano haya encontrado formas de sobrevivir más allá del financiamiento estatal no puede quedarse como una idea suelta, a riesgo de pasar como un aporte más al discurso de “sálvese quien pueda” y la respuesta del Gobierno que básicamente es “yo no tengo cómo darte, resuelve tú”, en la onda de “se acabó lo que se daba”. No, a quien más podría convenir esa salida fácil es a quienes son responsables de una política cultural en materia cinematográfica. Es cierto que se siguen haciendo películas venezolanas en gran medida gracias a que quienes las hacen han encontrado cómo producir con financiamiento internacional, colándose en los sistemas de festivales y demás. Pero también es cierto que la película más premiada a nivel nacional, Un destello interior, sigue siendo una de las únicas exclusivamente venezolanas y eso gracias a que fue producida por la Villa del Cine, y que Lunes o martes, nunca domingo, con numerosos premios internacionales, también fue coproducida por el Estado venezolano, no solo fue financiada. Básicamente son estas dos las únicas películas de las estrenadas que tienen solo la nacionalidad venezolana, el resto tiene dos o más, algunas comparten hasta cuatro nacionalidades.
¿Es esto último un problema? Seguro que sí, no porque el cine venezolano pueda ser también multinacional, como sucede con casi todas las grandes películas latinoamericanas. Basta ver las principales películas de habla hispana nominadas al Oscar para saberlo: El secreto de sus ojos (Argentina, España); La teta asustada (Perú, España); Una mujer fantástica (Chile, España y Alemania); Roma (México y Estados Unidos) o la española Mar Adentro que tiene además sello francés e italiano. En el mundo se ha discutido este asunto, con polémicas como la nominación por México de El laberinto del fauno cuya producción era 75 % española, y bueno la mayoría asociamos con ese país, además del triunfo en el Goya de la película de Isabel Coixet de The secret life of words, protagonizada por Tim Robins y Sarah Polley.
A fin de cuentas, son dos temas distintos que se cruzan en la discusión: una cosa es la identidad nacional de una película en cuanto a contenido (el debate sobre la película de Coixet y la de Guillermo del Toro) y otra la nacionalidad de la producción. El primero tiene que ver, por ejemplo, con por qué algunos críticos metieron en su lista de las mejores películas venezolanas del 2020 a Resistance, el filme de Jonathan Jakubowicz sobre Marcel Marceau protagonizado por Jesse Eisenberg; el segundo con la posible desnacionalización del cine venezolano. El primer asunto corresponde a unos debates teóricos profundos sobre qué es la identidad nacional o no y cómo se le adjudica a una obra, pero el segundo problema apunta a que solo se pueda hacer cine venezolano si se consiguen los financiamientos externos y cómo eso condiciona la producción, además de determinar los enfoques del contenido.
La posible desnacionalización del cine venezolano sí es un asunto que corresponde a una política. Porque no se trata de que la producción de una película comparta además de la nacionalidad venezolana, otras conjuntas, sino que no tenga la venezolana por ningún lado, todo el financiamiento sea externo y el certificado de cine nacional sea una pura formalidad. En términos técnicos simples: como con las personas, es el Estado el que determina qué hace falta para certificar como venezolana a una película; aquí es muy fácil, la ley coloca como único requisito no negociable la nacionalidad o residencia del director o directora. Luego están la nacionalidad o residencia de quien escribe el guion, y por último asuntos relacionados con el financiamiento y la producción. Ese enfoque de la ley sobredimensiona la responsabilidad autoral de la dirección, siendo ese el único punto no sujeto a revisión. En países como España y Argentina el peso recae en la nacionalidad de la producción o del equipo completo, incluyendo al personal técnico y los actores. Mecanismo que está pensado para fortalecer la industria nacional, ya que para recibir los beneficios que implica tener la nacionalidad en la película tienes que emplear técnicos nacionales y rodar en el país. A fin de cuentas, si el requisito es solo la nacionalidad de quien dirige, seguirá habiendo películas certificadas como venezolanas, pero tal vez no haya películas “hechas en Venezuela”. Por otro lado, la ausencia de fuentes de financiamiento público o nacional presenta dificultades profundas, agudiza la desigualdad al interior de la industria, porque solo quienes están afuera o tengan acceso a los financiamientos internacionales podrán seguir haciendo cine, con lo cual se apunta a una elitización mayor del cine.
Sin embargo, aunque formalmente solo baste la nacionalidad de quien dirige para certificar como venezolana una película, puede ocurrir (como está pasando ya) que una película cuyo equipo principal tenga la nacionalidad venezolana y su temática tenga que ver con el país, no salga como venezolana porque para optar a ciertos recursos sea más fácil presentarla como una película del lugar de residencia de quienes producen, dirigen y escriben. Esa situación se va a reflejar claramente en los próximos años, cuando se estrenen películas que deberían salir como venezolanas pero lo hagan con otras nacionalidades, engrosando las listas de producción internas de esos países y participando en los festivales como mexicanas, argentinas, españolas, etc. Otra cuestión que se comenta al interior del circuito de productores y cineastas es que hay poco interés en el cine venezolano en quienes deciden qué se compra para las plataformas como Netflix, sumándose como un motivo más para presentar las películas con otra partida de nacimiento.
Hay quienes abogan por el financiamiento internacional, pero se oponen al financiamiento público nacional, y eso es una falacia, porque los fondos internacionales en la mayoría de los casos tienen su origen en los Estados, cuando no son fondos gubernamentales directamente. Fuera de los circuitos de Hollywood y sus entornos, el cine mundial depende del financiamiento público para poder sostenerse. La autonomía de quienes crean y la resistencia contra los modelos dominantes han dependido siempre de la existencia de fondos públicos nacionales para financiar el cine y el arte en general, parte de lo cual es el espíritu que motivó el crecimiento del cine venezolano entre el 2000 y el 2015.
La discusión sobre la desnacionalización del cine venezolano es profundamente material, tiene que ver con las formas de producción y las posibilidades de hacer dentro del país. Pero también está relacionada con el contenido de las películas, porque los financiamientos internacionales producen una transformación en el enfoque; los proyectos se hacen pensando en qué tan atractivos pudieran ser para quienes deciden cómo se reparten los recursos. Así, el destino de un cine venezolano que sobrevive a la deriva en medio del “sálvese quien pueda”, podría llevar al fortalecimiento de una creación que no dice nada a sus connacionales, pudiendo desconectarse cada vez más del público nacional.
No mencionó a la película Dos otoños en París de Gibelys Coronado.