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¿Es Harry el Sucio abiertamente fascista? Sí. ¿Es una gran película de acción? También. Ya en los años treinta Leni Riefenstahl situó al público en esta incómoda disyuntiva. Documentalista de cabecera de Hitler, sus trabajos eran apologías sin concesiones del movimiento nazi y, a la vez, obras maestras que supusieron un salto de gigante para el género documental. El debate sobre lo que es lícito mostrar en pantalla acompaña al cine desde sus inicios.
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El mensaje de Harry el Sucio es indisimuladamente antidemócrata: las fuerzas de seguridad del Estado pueden saltarse la ley si lo estiman conveniente. Esto incluye apalear, torturar, disparar y, en último término, ejecutar. Los derechos del supuesto culpable son un molesto estorbo que se aparta a patadas y puñetazos.
Don Siegel, que curiosamente siempre alardeó de progresista, hace trampas, quizás demasiadas, para que la audiencia acepte el bárbaro código del inspector Harry Callahan. El desquiciado y desmadejado asesino en serie no puede compararse con la apolínea figura de Clint Eastwood. Tampoco aquellos que encarnan la burocracia: el cobarde alcalde, el histérico fiscal del distrito, el pedante juez… Según la tesis de la película, la institucionalidad le hace el juego a la delincuencia. Además, las víctimas cada vez son más indefensas, hasta llegar a un grupo de niños: populismo cinematográfico dirigido a las tripas del espectador. La democracia muere sepultada por el estruendo de una Magnum 44. ante el aplauso enfervorizado.
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Entonces, ¿cómo es posible que una película que ataca los cimientos de la civilización tuviera un éxito tan apabullante, hasta el punto de rodarse cuatro secuelas y abrir la espita de policías y todo tipo de vengadores al margen de la ley que poblarían la pantalla en las décadas siguientes?
Quizás la respuesta haya que buscarla en el ambiente que se respiraba en el Estados Unidos de aquella época. El Sueño Americano estaba definitivamente roto. Los consensos que habían cosido el país se resquebrajaban a golpe de magnicidio, contracultura, el goteo de cadáveres de Vietnam, rebelión generacional, étnica y de género, desconfianza en las autoridades, crisis económica y unos niveles de inseguridad impropios de la primera potencia mundial.
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El hombre blanco caucásico, hegemón del país, vivía atemorizado en una constante paranoia. Esa clase media que se consideraba la columna vertebral de la nación veía enemigos por todas partes: comunistas, negros, hippies, mujeres, latinos, homosexuales, drogadictos, ladrones, narcotraficantes, secuestradores, violadores… Los políticos que debían velar por el bienestar hacían dejación de sus funciones o directamente eran cómplices del mal. El ciudadano de bien buscaba desesperadamente a alguien que lo protegiera.
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Ese alguien era Harry el Sucio. Él iba a cuidar de la “gente de bien”, ya sea de acuerdo a la ley o por encima de ella. La mayoría silenciosa a la que apelaba Nixon abrazó al personaje como uno de los suyos. Al menos en el cine, alguien reconocía sus problemas y restablecía el orden amenazado por los subversivos. Para que no quedaran dudas de quienes eran los enemigos, Siegel atavió a los negros que asaltan un banco con las boinas y chaquetas de cuero propias de las Panteras Negras, mientras que el asesino lleva un indisimulado look hippie, coronado por un deformado símbolo de la paz como hebilla del cinturón. Frente a los atuendos desacomplejadamente setenteros, Clint Eastwood viste trajes a la usanza de los años cincuenta, chaleco incluido, como guiño a esa América en la que todo estaba en su sitio.
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Además, los códigos de la película remiten al western, un género especialmente querido para esa mayoría blanca. En el fondo, se trata del mismo ecosistema: una comunidad en peligro a la que un sheriff defiende. Indígenas, forajidos, feministas, negros, latinos, cuatreros, ladrones… Al final, todo son amenazas para un sector que no quiere perder su posición de privilegio. SI antes le protegía un John Wayne a caballo, ahora es Clint Eastwood al volante de su automóvil. Solo cambia el tono. No es lo mismo el optimismo épico de la construcción de una nación que el pesimismo de su derrumbe. Quizás por eso Harry el Sucio le copia el final a High Noon, uno de los westerns más desasosegantes que se hayan rodado.
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Tampoco es gratuita la elección de un asesino en serie como némesis del inspector. Hasta entonces, este tipo de villano no era frecuente en el cine policiaco. Lo habitual eran ladrones, mafiosos o narcotraficantes. También aquí Siegel abrió una puerta por la que se colaron en tropel los killers de Seven, American Psycho, No Country for Old Men o El silencio de los inocentes.
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La psicopatía de un criminal que mata “porque le gusta” sintetiza todos los males que aquejaban al país. El retorcido cerebro de Scorpio es un significante vacío en el que cabe cualquier paranoia con la que el espectador quiera llenarlo. La delirante mirada de Andy Robinson, en un espectacular debut que no tuvo continuidad, simboliza los terrores de un tiempo convulso.
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Pocas voces se alzaron contra esta andanada conservadora, aunque es justo reconocer que dos de los principales críticos del momento, Pauline Kael y Roger Ebert, alertaron del evidente sesgo reaccionario de la película. Quizás la advertencia más contundente fue la de Martin Scorsese. Su Taxi Driver es la respuesta a esa avalancha de supuestos salvadores de la sociedad. El anhelado mesías redentor sería más parecido al trastornado Travis Bickle que al seductor Harry Callahan.
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El otro gran atractivo de la película es su magnífica factura. Don Siegel no era un recién llegado: tenía casi sesenta años cuando la dirigió y más de tres décadas de stajanovista trabajo a sus espaldas, pocas ínfulas de autor y conciencia de obrero de la industria. Siegel se decantó más por los tempos narrativos de Sergio Leone que por los baños de sangre de Sam Peckinpah, aderezándolo todo con generosas dosis de suspense tomado de Hitchcock. Cada secuencia es una minipelícula en sí misma, ateniéndose a la máxima de que la acción no crea tensión, sino que la resuelve. Si toda la escena es acción, el interés del público tiende a decaer. Más vale estar un tiempo esperando a que algo pase, a condición de que ese algo sea interesante, que estar todo el tiempo viendo algo pasar sin ningún tipo de interés. En este sentido, las secuencias del primer asesinato, el asalto al banco, la carrera de cabina en cabina telefónica o la persecución en el estadio son canónicas.
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¿Se podría rodar hoy una película como Harry el Sucio? Quizás en los márgenes, pero desde luego no como principal apuesta comercial de las grandes productoras. Hasta el propio Eastwood, que exprimió el estereotipo hasta la saciedad, terminó por renegar explícitamente de él en Cry Macho, por ahora su testamento cinematográfico. De hecho, ya venía revisando al personaje durante varias décadas. Buena parte de sus más celebradas obras de madurez son la deconstrucción del mito: Unforgiven, Mystic River, Million Dollar Baby, Gran Torino… La discusión sobre los límites éticos del cine está hoy más viva que nunca. Con independencia de las conclusiones a las que se llegue, las controversias son siempre positivas. Siempre será mejor ese ruido que el silencio de un tiempo en el que un torturador y asesino con placa era presentado como un héroe ante la aquiescencia generalizada.
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