He decido agarrar el toro por los cuernos. Me siento a escribir.
No suelo tomar decisiones drásticas. Soy, más bien, de los que se deja arrastrar por la corriente, aun cuando la experiencia me ha enseñado una y mil veces que esta, la corriente, caprichosa y traviesa, me deje casi siempre en algún pozo de aguas espesas y pestilentes, me lanza contra las rocas o me dirija directamente hacia el abismo de una catarata. En fin, que me siento a escribir.
Mi amada Rosa Inés ronca el sueño de los justos en el sofá de la sala. Cubierta hasta la cabeza por una manta, no puedo ver su cuerpo de piedra flexible. Pero puedo imaginarlo. Imaginar se me da bien. Cualquier cosa etérea se me da bien. Lo que me cuesta horrores y dolores inconmensurables es traer aquellas fantasmagorías al plano físico. Sacarlas de mi cabeza. Hacerlas tangibles, convertirlas en palabras sobre una hoja en blanco. El aspecto práctico de la vida se me escapa. Pero divago. Vaya, eso también se me da bien: perderme en el camino.
He decidido dejarme una barba hemingwayana. Es una decisión íntima y personal. No voy a cometer el mismo error de Vila-Matas. No pienso hacer el ridículo (como él) en Cayo Hueso participando en el famoso concurso de dobles de Hemingway. Además, a mí me salen cuatro pelos en la cara. Nadie sabrá de mi íntima decisión. Nadie comprenderá la razón de que me deje esa hirsuta maraña de pelos sobre mejillas, labios y prominente quijada. Mi delicada e higiénica Rosa Inés me lo reprochará. Eso es seguro. No sabrá, ni yo se lo diré, que esa barba andrajosa de guerrillero es el símbolo de mi compromiso con la escritura (no con la literatura. Jamás con la literatura) y el elixir que me dará fuerzas para seguir esta lucha contra molinos de vientos. En mi fuero interno seré Hemingway en sangrienta corrida con las palabras, mis amigas. Escribiré de pie. De vez en cuando dejaré el lápiz sobre la hoja manchada y me asomaré a la ventana para contemplar la bahía allí abajo. ¿Allí abajo dónde? Eso no importa. De vez en cuando, también, le daré un sorbo a mi whisky on the rocks y seguiré escribiendo.
Un viaje a París, aunque no del todo descartado, se hace cuesta arriba. Ni hablar de vivir en París. Tampoco hay una bahía del otro lado de la ventana. Apenas una fea pared de ladrillos rojos de la que cuelga un viejo cartel publicitario que se anuncia a sí mismo. Con esto tengo que apañármelas. Con esto y con mi desértica barba de guerrillero.
Así que agarro mi Moleskine, siete lápices bien afilados, el sacapuntas, me despido de mi Rosa Inés nes nes con un estrujón de nalgas (¿acaso no soy Hemingway?) y salgo de casa. Dirijo mis pasos hacia el bar de la esquina atendido por una pareja de chinos muy poco parisinos. Por si fuera poco, el bar se llama Canaima, nombre que me remite en dirección radicalmente opuesta a París. Todo parece confabular contra mi decisión de enarbolar la bandera de la escritura. Pero cuando se trata de escribir aflora mi legendaria tozudez y es por ello que, aunque tengo tantos textos empezados como textos sin terminar, llevo más de cuarenta años escribiendo y luchando contra la inercia y mi también legendaria holgazanería. Así que entro en el bar rascando mi ridícula barba talismán, saludo con un gesto de cabeza a María y a Hong, pido una cerveza porque a mí no me gusta el café y me siento a escribir una historia que ocurre en Canaima. Y como el día en mi París de cartón piedra es soleado, caluroso y sin una pizca de viento, así es el día en mi cuento. Solo falta que aparezca la bella chica, se siente a una mesa junto a la ventana y se ponga a leer un libro. Así yo podría meterla en mi cuento y de paso ponerme cachondo.
Luego de la cuarta cerveza, con un poco más de 10 euros gastados, ni ha aparecido la chica, ni me he puesto cachondo, ni he escrito una sola palabra de mi cuento. Lo que si estoy es un poco borracho. Y a pesar de mi fracasada aproximación a Hemingway y a la escritura, un pelín alegre o, para no pecar de exagerado, de buen humor. Así que pago mi consumición, me despido de María y Hong, por última vez paso las manos por mi pobre barba fracasada, ya dispuesto a rasurarla en cuanto llegue a casa, y salgo al caluroso verano de mi París de pacotilla.
He decidido salir de casa a buscar material literario. No todo el peso de la creación debe recaer sobre la imaginación, que suele ser errática e ingobernable. La calle es un hervidero de circunstancias y personajes, de historias entrelazadas, de dramas íntimos y comedias disparatadas. Y lo extraño también, el misterio. Porque la realidad apenas es la delgada piel que oculta la profunda dermis de lo fantástico. Lo mío será una inmersión en el mundo alucinante allende las cuatro paredes de este apartamento que me cobija y que también me aísla de la pulsión del mundo.
Voy a embarcarme en esta aventura invocando el espíritu de Wasler, y luego de plantarme un sombrero imaginario en la cabeza abandonaré el cuarto de los escritos o de los espíritus y bajaré las escaleras para salir a buen paso a la calle. Allí me esperarán un sinfín de historias por ser contadas. Armado con Moleskine y lápiz, anotaré todo aquello que vea, describiré las sensaciones que produzca en mí el teatro de la calle. Tal vez, embarcado en una suerte de Pequod mental podría topar con mi ballena blanca, hallar el hilo que me conduzca a los más profundos y oscuros recovecos del alma humana, encontrar, por ejemplo, un pelotón de fusilamiento elevándose en el aire, desbaratar una conjura de ciegos, rescatar a mi mejor amigo de las garras del abominable hombre de las nieves luego de un alucinante recorrido por las montañas del Himalaya, deambular por las calles de Sabana Grande y soñar con encontrar una piedra de mar perdida, temblar de deseo frente a una nínfula de rubios cabellos y tetitas como duraznos, matar por ella, perderla, recorrer el mundo a bordo de un globo aerostático, ¿habrá el hombre descubierto una mejor forma de viajar?, agonizar en una pradera dorada a los pies de una montaña coronada de nieve semejante a un enorme elefante blanco, aprender el sofisticado arte del hurto en sucias y malolientes callejuelas decimonónicas, desenterrar el cofre del tesoro luego de mil vicisitudes, motines sangrientos, encarnizadas luchas cuerpo a cuerpo, meses de navegación por mares turbulentos o avanzando penosamente por tupidas selvas de islas desiertas, seguir los pasos de un detective con cabeza en forma de huevo e insólitos bigotes que resuelve complicados crímenes con la única ayuda de las células grises de su cerebro, caer desde gran altura, veintinueve mil dos pies, sobre el canal de la mancha, luego de que el avión en que viajaba, un jumbo de Air India, estallara en el aire sin previo aviso, como suelen estallar los aviones, ray…
―Jordi.
―¿Sí, corazón de melón?
Es Rosa Inés que ha entrado en la cocina, me ha visto cortando las papas para la tortilla y se ha dado cuenta de lo que me doy cuenta yo ahora mismo: que he pelado y cortado papas como para diez tortillas.
―¿A ti que te pasa, Jordi? ¿Ahora qué vamos a hacer con todas esas papas?
La segunda pregunta, de orden doméstico, no me interesa en absoluto. En cambio, la primera plantea una cuestión importantísima. A ver, ¿qué es lo que me pasa? De entrada, se supone que yo estaba preparando una heroica expedición en pos del Santo Grial de la Literatura. ¿Qué hago, en cambio, pelando y cortando unas muy anodinas y nerudianas patatas? Pelando y cortando en exceso, además, como si no supiera lo que estaba haciendo, como si preparara el rancho de un batallón que se alista o regresa de la batalla. Y entonces, ¡voilà!, me digo. Tal vez Neruda tenía razón y la poesía también se encuentra en una humilde papa. Así que le digo a mi exasperada Rosa Inés, respondiendo a su segunda y, ahora me doy cuenta, no tan banal pregunta:
―No te preocupes, huesito de pollo, haré como Bolaño y dividiré este patatero en tres partes, porque en la estructura está todo. Con la primera haremos la tortilla, con la segunda un rico puré y con la tercera unas papas fritas como las que hacía mi abuela.
¡Voilà!